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miércoles, 27 de noviembre de 2013

Blake.



William Blake (1757-1827) fue un inglés, un artista abstraído en el mundo de la imaginación. Artista por sus grabados iluminados con acuarela, por sus poemas, por sus mitos (Albion, Urthona, Tharmas, Luvah y Urizen), por la fuerza incontenible que esos mitos vertían en su vida y su fantasía: la inspiración, la creatividad, el instinto, la fuerza, la emoción, la pasión, el amor. Era un místico, a veces como un volcán de cólera, incomprendido, tachado de loco…
Incomprendido: sus Libros Proféticos lo fueron. Vivió en el extrañamente llamado siglo de las luces, asomado y horrorizado desde Inglaterra ante la guillotina de la revolución francesa, revolución que el había alentado antes. Y proyectado con entusiasmo hacia el mundo nuevo de la revolución americana con la que veía con placer cómo se independizaba de Inglaterra.
Pero… el legado tal vez mejor que, con visión profética, nos dejó, fue su advertencia clara y violenta de que el racionalismo y el materialismo habrían de convertirse en la enfermedad que destruiría y alienaría a los hombres.        
Y aquí estamos los hombres del siglo XXI, obsesionados (¿hasta qué punto?) por entenderlo todo, rechazando como inútil y desechable todo lo que no entendemos; por enriquecernos con todos los resortes posibles, más allá del buen gusto, de la honradez, de la justicia, de la aceptación, del otro, de los otros, de todos los otros. Como si este camino que se nos acaba tan pronto tuviese que estar alfombrado con billetes de quinientos euros, decorado con pieles arrancadas al prójimo, caldeado por todos los recursos a nuestro alcance aunque sean fruto del despojo que hemos hecho en los más débiles.

domingo, 17 de noviembre de 2013

Uluru.



Hasta hace poco se podía escalar el Uluru. Ahora está prohibido. Lo conocen ustedes. Es una formación de arenisca, de color rojizo a la puesta del Sol. El Uluṟu, que significa Madre Tierra, tiene para los Anangu, habitantes del centro de Australia, naturaleza sagrada. William Christie Gosse (1842-1880), inglés afincado, cuando tenía ocho años, con su familia en Australia, lo “descubrió” en 1873. Lo escaló con su guía Jamran. Y lo llamó Ayers Rock. Fue un brindis, o algo así, al Primer Ministro de Australia Meridional, Sir Henry Ayers, que gobernó desde Adelaida un inmenso terrotorio durante casi todo el segundo medio siglo del XIX.
Yo creo que Gosse cometió dos errores ante la roca: escalarla y darle nombre. Errores perdonables, porque lo encontró allí tan solo y tan raro, que se dijo “Esta es la mía”. Y lo hubiese hecho con más ganas si hubiese esperado un poco para saber que ese monolito, el segundo en volumen del mundo, se hunde dos kilómetros y medio bajo tierra. Pero aun así, hizo mal, pienso yo, en escalar los 348 metros de un lugar tan solemne y tan sagrado y ponerle nombre cuando ya lo tenía. Y bien sonoro: Uluru.  
Nos viene bien recordar los errores de los demás, como los descritos, para aprender a conducirnos mejor. Pensemos, por ejemplo, en la facilidad con que nos apropiamos de una noticia, de un juicio, hasta de una sentencia que nos hemos encontrado en una encrucijada de nuestros caminos. El derecho de autor nos tiene sin cuidado. Ser el primero en airear algo que podemos presentar como nuevo es un placer parecido al que comunica al mundo haber descubierto el Océano Pacífico. ¡Si lo hizo hace cinco siglos Vasco Núñez de Balboa!
Y el otro error, que también cometemos, es el de pisar sin permiso terrenos que no son nuestros. “Meterse en camisa ajena” o “en camisa de once varas” no es nunca una decisión acertada. La sabiduría de los siglos nos lo advierte: Madre e hija caben en una camisa. Suegra y nuera ni dentro ni fuera. O también: Come camote y no te dé pena. Cuida tu casa y deja la ajena.

sábado, 20 de julio de 2013

El Dragoncete Burlón.




Hace unos días una buena amiga me envió un correo de los que ponen los pelos de punta. Hacía ver que en la fachada de la catedral de Salamanca, construida en 1.102, aparece un astronauta, fiel retrato de Neil Alden Armstrong, el primer hombre que puso sus pies en la Luna hace, por estos días, 44 años. La conclusión era fascinante: antes de la Biblia hubo extraterrestres que dejaron su huella en la tierra.
No sé si el descubridor de este MISTÉRIO (respeto la ortografía del autor que, para mayor claridad, escribe también MISTERY) no se aventuró a comentar que, a la derecha y un poco más arriba, aparece un simpático dragón (en postura poco obsequiosa), sonriendo por la envidia que nos da verle tomándose un helado.   
Se queja el autor de que hasta la fecha las autoridades no hayan dado ninguna  explicación a este portento. Y nos invita a juzgar por nosotros mismos: “¡Juzgue usted!”.
Hay algunos deslices en la presentación que pueden ayudarnos a aliviar nuestro estado de ánimo, sin duda alterado, y sin esperar a las autoridades. La catedral construida en 1.102 fue la “Vieja”, no ésta, la “Nueva”, que vino cuatro siglos más tarde y en la que figura el astronauta. El llamado en el correo “Frontis de la Catedral”, en el que, según se dice, debería estar el astronauta, es la fachada plateresca de la Universidad, posterior a 1520.
La prensa local de aquellas fechas puede ayudarnos a saber que se conoce el nombre del autor del astronauta, el tallista Miguel Romero que, en 1992, para suplir los desperfectos de la fachada Norte con vistas a la exposición de las Edades del Hombre de 1993, añadió estas ingeniosas obras de arte. ¡Lastima que un vándalo (¿de dónde salen los vándalos?) le rompió al astronauta el brazo derecho hace tres años!

Y de todo esto ¿qué sacamos? Personalmente sufro, como educador que quisiera ser. No vale para alimentarnos cualquier cosa que nos metamos por la boca. No es verdad cualquier noticia que nos llega con un halo de misterio y de ocultismo que parece hacerla más creíble. No podemos dejar aparte la lectura de fuentes de fiar y el recurso a especialistas e investigadores para nutrir nuestra mente y nuestro espíritu con vapores llamativos que poco a poco envenenan nuestro juicio.

jueves, 30 de mayo de 2013

La Ley del Embudo.



Como sin duda recuerdas, en el “Tratado primero” de su autobiografía cuenta “Lazarillo de Tormes”: Mi  viuda madre, como sin marido y sin abrigo se viese, determinó arrimarse a los buenos por ser uno de ellos, y vínose a vivir a la ciudad y alquiló una casilla y metióse a guisar de comer a ciertos estudiantes, y lavaba la ropa a ciertos mozos de caballos del comendador de la Magdalena, de manera que fue frecuentando las caballerizas.
Ella y un hombre moreno de aquellos que las bestias curaban vinieron en conocimiento. Éste algunas veces se venía a nuestra casa y se iba a la mañana. Otras veces, de día llegaba a la puerta en achaque de comprar huevos, y entrábase en casa. Yo, al principio de su entrada, pesábame con él y habíale miedo, viendo el color y mal gesto que tenía; mas, de que vi que con su venida mejoraba el comer, fuile queriendo bien, porque siempre traía pan, pedazos de carne y en el invierno leños a que nos calentábamos.
De manera que, continuando la posada y conversación, mi madre vino a darme un negrito muy bonito, el cual yo brincaba y ayudaba a calentar. Y acuérdome que, estando el negro de mi padrastro trebejando con el mozuelo, como el niño vía a mi madre y a mí blancos y a él no, huía de él, con miedo, para mi madre, y, señalando con el dedo, decía: -¡Madre, coco! Respondió él riendo: -¡Hideputa! Yo, aunque bien mochacho, noté aquella palabra de mi hermanico, y dije entre mí: «¡Cuántos debe de haber en el mundo que huyen de otros porque no se ven a sí mismos!».
No es que yo afirme que el inventor de la Ley del embudo fuese el hermanico negro de Lázaro. Porque debe de ser el embudo tan natural que hasta un niño que empieza a hablar ya lo usa. Lo asombroso de una ley como esa (que debió de nacer con el primer ser vivo que nació) no es tanto que yo me conceda a mí lo ancho para dejar lo angosto al otro, sino que cuando lo hago no me entere de que estoy  cometiendo un fraude como si fuese lo más justo del mundo, de la vida y de la historia. 
Quiero decir que el que más chilla no es el que más trabaja, ni el que más pide el que más necesita, ni el que más reclama el que más derechos tiene, ni más blanco el que rechaza al negro. ¡Cuántos cocos andan sueltos de lengua y de pies por el mundo y llenan ese mundo que los aguanta - ¿hasta cuándo? – y que ponen negros a los que no son como ellos, o no les hacen caso porque conocen su bastardía!