Johann August Ephraim Goeze llamó, en 1773, Ositos de agua a unos animalitos diminutos (no pasan, los adultos, de medio milímetro) que viven sobre el musgo, el liquen y los helechos. A lo mejor ya los conoces. Son muy feos de aspecto y muy lentos en sus movimientos por lo que, cuatro años más tarde, Lazzaro Spallanzani los englobó con sus congéneres (más de mil especies) en el grupo de los Tardígrados, es decir lentos al moverse, como los osos. Y ya sabemos que Goeze los encontró con aspecto de osos.
Pero no vendrían aquí si no fuese porque parece que son los seres vivos que más aguantan: la presión de 6.000 atmósferas; temperaturas entre los 200º bajo cero hasta los 150º por encima; pueden deshidratarse y vivir sin agua más de 10 años; soportan una radiación ionizante; sobreviven en alcohol puro y éter; van a la estratosfera (se los ha situado en el exterior de cápsulas espaciales) y vuelven de ella tan campantes; soportan la congelación como si tal cosa. Y pueden demostrar que siguen vivos después de 120 años en estado de criptobiosis, es decir, más o menos, vida aparente.
¿Cómo educamos, padres y educadores? ¿Tendemos a facilitar las cosas, la vida en sus diferentes manifestaciones? ¿Buscamos ahorrar a nuestros hijos el dolor que da crecer como árboles sanos, fuertes, retadores a pesar de que no todo lo que los rodea sea grato? “¡Que no sufra, pobrecito!”. “Si hoy ya hay aparatos que dan todo hecho”… Así resumimos muchas veces nuestra incapacidad de entender que no será grande el hombre al que nos hemos empeñado en criar como canijo.
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