CIAO PICCOLA, YO SOLO ECHÉ UNA MANO PARA SACARTE
DE AQUELLA PRISIÓN DE ESCOMBROS. PERDONA QUE HAYAMOS LLEGADO TARDE. POR
DESGRACIA HABÍAS DEJADO YA DE RESPIRAR, PERO QUIERO QUE SEPAS ALLÁ ARRIBA QUE
HEMOS HECHO TODO LO POSIBLE PARA SACAROS FUERA DE ALLÍ. CIAO GIULIA. CUANDO
VUELVA A MI CASA EN LA AQUILA SABRÉ QUE HAY UN ÁNGEL QUE ME MIRA DESDE EL CIELO
Y DE NOCHE SERÁS UNA ESTRELLA LUMINOSA. CIAO, GIULIA. AUNQUE NUNCA ME HAYAS
CONOCIDO, TE QUIERO MUCHO.
ANDRÉS
Así se desahogaba un bombero con un
saludo emocionado que dejó sobre el ataúd de una niña, Giulia, muerta en el
terremoto del pasado 24 de agosto en Pescara del Tronto. Giulia, que había
muerto cubriendo y salvando la vida con su cuerpo a su hermana Giorgia, de 4
años.
¿Para qué añadir palabras que no dicen
nada y que profanan la tristeza ante una niña muerta y la impotencia de un
hombre valiente, sensible, que llora con ternura la inutilidad de su deseo?
Cada uno de los que leemos esa preciosa oración a Julia sentimos que el mundo
necesita más honradez en la construcción del techo que nos cobija y, sobre
todo, más corazón para los demás, más identificación con su debilidad y más
decisión, seriedad y entrega para llegar al fondo de los problemas de los
demás, del mundo y de su historia.
No hace falta añadir nada más.
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