domingo, 21 de septiembre de 2014

El olor del dinero.

El subsidio o, al menos, algunas clases de subsidio, eran un derecho en la Roma imperial. Y antes del imperio. Es y era el modo de tener contento al pueblo. Fue (y ruego a los enterados que me corrijan) Cayo Sempronio Graco el que desde 123 a.C. empezó a dar de comer gratis a un colectivo bastante amplio de ciudadanos. Tres siglos más tarde el emperador Aureliano daba pan, vino y carne de cerdo. Y tuvo que levantar las murallas de ladrillo que conocen los que visitan Roma por miedo a los bárbaros. El esplendor del imperio se vino abajo por sus dispendios, no por los bárbaros. Que también llegaron.
Pero hubo quien, por otra parte, presionaba con impuestos. Uno de estos, llamativo hoy hasta cierto punto por lo extraño, fue el vectigal urinae para las fullonicae, es decir, los batanes o lavanderías y tintorerías. El ácido úrico era, parece, un detergente muy estimado. Eso se le ocurrió a Vespasiano (los urinarios públicos actuales de Roma siguen llamándose vespasiani). Y su hijo Tito le reprochaba que no era muy noble esa iniciativa (así lo dice Suetonio en el capítulo 23 de la Vida de Vespasiano). Pero Vespasiano le convenció de un modo muy definitivo. Le hizo oler una moneda mientras le decía algo así como “¿Huele mal?”.

Vivimos, vamos hacia adelante (o hacia atrás) pidiendo, exigiendo, procurando que el ocio y la técnica nos libren de esfuerzos, procurando que la moda y la envidia nos vistan mejor, llenando de inutilidad lo que nos dicen que hoy es imprescindible, haciendo de la existencia una cadena (que nos ata, ¡y cómo!) de subvenciones, pretensiones, concesiones, halagos, lujos, vacíos… Y por otra parte, y cada vez más, mientras acusamos a los demás de corrupción, nos bañamos en un dinero cuyo olor no nos importa. Seguimos acusando, pero con poco acierto en el tiro, porque dejamos de preguntarnos si huele mal el dinero que manejamos nosotros. No porque lo hayamos robado (o sí), sino porque no hemos hecho mucho esfuerzo en nuestras vidas y en la educación de nuestros hijos por saber que muchos de nuestros gastos son un insulto a la dignidad humana, al sentido común, a la justicia y al amor.

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