Supongo
que conoces la anécdota. A la niña se la cae la pelota al agua. Y, ¡no faltaba
más!, avanza para recuperarla. El pastor alemán de la familia se adelanta, tira
de la falda a la niña y la aleja del agua hasta que cae sentada; se mete en el
agua no profunda y recupera la pelota que lleva a su propietaria.
A lo
mejor te preguntas qué hacía mientras tanto el autor, sin duda adulto, del
video, que no se adelantó al can amigo en su acción y, tranquilamente, se
dedicó a hacer una toma tan simpática.
A mí
se me ocurre imaginar que se daba cuenta de que no había peligro para la niña
si entraba en el agua. Pero el regalo de
estos segundos valía la pena, excluido el riesgo, para hacernos pensar en la
grandeza de la fidelidad de un animal cercano, probablemente tratado con
cariño, partícipe a su modo de la vida de la familia, con el sentido de
generosidad, identificación y entrega que cabe en un perro por animal que sea.
A
veces convivimos con los hijos por costumbre, porque no hay más remedio, porque
ya se valen ellos, porque estamos hartos de que no nos hagan caso…
En el
fondo estamos cansados de ellos. Porque no hemos sido capaces, con tiento,
respeto, pero intensa atención inteligente, de hacerlos fieles, es decir,
capaces de amar sus raíces familiares, de identificarse con ellas porque en
ellas descubren luz, calor, entusiasmo, alegría, fe mutua, aceptación sincera y
apasionada, intenso placer de pertenecer a un hogar que los hace felices.