De Juan Fernández,
llamado El Labrador, se sabe muy poco. O casi nada. A pesar de que sus
obras, del aire de Caravaggio, se buscaban para enriquecer algunas colecciones
como, por ejemplo, la del rey Carlos I de Inglaterra. Fue un pintor barroco español que vendía sus obras (más
numerosas las de naturaleza muerta) en Madrid y en Semana Santa, única ocasión
en que acudía a la Corte, así parece, allá por los años de 1630 para arriba o
para abajo. Le gustaban, sobre todo, las uvas, como ves en el cuadro que te
ofrezco de entrada.
Antonio Palomino,
buen pintor y justo crítico, le consideraba «Pintor Insigne», discípulo de Luis
de Morales y extremeño. En el
inventario del marqués de Leganés (1655) se hace referencia a un cuadro con una
«porcelana de uvas, dos búcaros, unas castañas y bellotas» y se atribuye al «labrador de las nabas». En el de
Ramiro de Quiñones se citan tres cuadros del «Labrador de las navas». Y en el
Museo del Prado se pueden conocer dos obras suyas.
Me ha venido el
recuerdo de este singular artista, singular por muchas razones: producía arte,
es decir aportaba belleza al mundo en que el que convivimos; lo hacía de un
modo sobresaliente muy por encima de los muchos que hoy creen aportar belleza
para el recreo y la contemplación de los que la deseamos. Me ha venido al leer
una y otra vez el aire que se da en tantos lugares y por tantas personas
adictas al marujeo a personas que no enriquecen ni el aire ni nada con su vida
y su obra. Personas que despiertan compasión; porque lo que se airea de ellas
suelen ser rasgos lamentables si no despreciables. La meta que se debe proponer
un ciudadano estimable es la de su aportación para dotar al mundo y a su
historia más cercana con grandeza, belleza, generosidad, entrega, altruismo.
Oí decir a un
muchachito, al que le preguntaban qué le gustaría ser de mayor, que su sueño
era ser una persona importante. Ese propósito encierra tan grandes horizontes
que merece la pena ver si en nuestros hijos y educandos se caldea un deseo
parecido. Es más frecuente de lo que pudiera parecer, aunque no lo confiesen de
ese modo tan decidido. Más importante todavía es indagar el perfil de la
“importancia” que desean. ¿Sobresalir? ¿Poder presumir entre los iguales, que
ya no serían tan iguales? ¿Servir con algo que se intenta conquistar pero es
difícil conseguirlo? ¿Ganar mucho? ¿Distanciarse de los demás o acercarse a ellos?
El mundo necesita,
por encima de todo, corazones grandes que lo hagan más “mundo”, es decir, más
hermoso, más limpio; más humano, más hermano.
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