“Monstruo” era para los romanos el ser
disforme, generalmente humano, que aparecía de vez en cuando en su historia.
Decían que cada siglo. Y decían también que era una “muestra”, una advertencia
por parte de los dioses. Pero casi
todo quedaba en lamentarlo y provocar el luto, es decir, el llanto, la
rendición ante un hecho irremediable. Cuando desfilan ante nosotros los días
(¿quién llega a un siglo?) y desfilan ante nosotros monstruos en número
insospechable nos cabe el derecho a llorar. Pero también a pensar en el deber
que cada uno de nosotros le compete o de ayudar a otros para que los monstruos
sean menos. O, al menos, sean menos monstruos. Los adolescentes del sur de
Europa (nos dicen los que siguen las vicisitudes de la juventud) “tienen una
peor condición física (esto es, peor capacidad cardiorespiratoria, peor fuerza
y peor velocidad-agilidad)” que los del resto de Europa.
Son más
gordos, acumulan “grasa total y abdominal”. Les acosa más el “riesgo de
enfermedades cardiovasculares”, como “el colesterol, la tensión
arterial, la insulina, la glucosa…”.
Podríamos preguntarnos: ¿hacen deporte,
fomentan la actividad física en alguna de sus formas, renuncian al alcohol, al
tabaco, a los estimulantes de una vida que necesita otra clase de estimulantes,
a las horas pasadas ante una pantalla…? ¿Cultivan el asociacionismo para
construir un mundo más justo, más generoso, más entregado al servicio de los
demás? ¿Se forman con seriedad, constancia, tesón, esfuerzo… para ser
instrumentos de construcción de la sociedad que tienen el deber, ya desde
ahora, de sostener con sus vidas?
Es lamentable tener que decir que nuestros
jóvenes son gordos, que tienen una salud precaria por su culpa (y la nuestra),
que se enfrentan a una edad madura propia y una vejez lastimosa. Pero es mucho
más duro decir que nosotros, los padres y educadores, cedemos para ahorrarnos
tensiones, consentimos para no tener que declararnos vencidos, dejamos pasar
esperando que todo se encauce con el tiempo y hasta alentamos el ánimo de queja
y de exigencia que, sin derecho ni razón, esgrimen para excusarse de no hacer
lo que deben hacer.
Y más todavía, si por una postura personal, atragantada en el pasado y
alimentada por tópicos sociales de hace dos siglos, alimentamos la ruindad de
corazón de quien sólo aprende a quejarse, a protestar, a atacar al que no nos
gusta, a destruir lo que encontramos penosamente levantado.
Más vale prevenir que de nuestra entraña nazcan monstruos, de nuestros
ojos broten lágrimas y de nuestros hogares o aulas salgan alimañas.
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