Que Shoep, perro alemán, haya
dejado su huella en la arena de la playa del Lago Superior, en Estados Unidos,
no tiene importancia. Pero sí su historia, aparentemente sin relieve. Porque
cuando su amigo (me da vergüenza llamarle “dueño”) John Unger lo presentó en
Facebook a los que quisieron verlo, más de 351 mil nuevos amigos, desde
entonces, sintieron un nudo en la garganta. Aparecía dormido en brazos de John
sumergido en el agua. Los remedios para su artritis no eran eficaces. Pero los
brazos de su amigo metido en el lago y el agua que lo envolvía durante un largo
rato le permitían cerrar los ojos, tal vez dormir y tal vez, también, olvidar
que era viejo.
Hace pocos días ha muerto, a
los 20 años, Shoep. Nos deja una huella que puede poner algo de ternura en
estas vidas nuestras tan llenas, muchas veces, de prisas o hasta violencias, de
cansancios y de exigencias. ¡Qué poco espacio dejamos a la intuición de que una
persona que vive cerca de nosotros necesita un gesto de cariño de nuestra
parte! Sentirse querido es el estremecimiento más hondo del ser vivo. Ese
sentimiento no lo despiertan palabras repetidas (¿por costumbre?, ¿para
cumplir?…). Me decía una persona con experiencia en el trato con personas en
fase terminal: “Es posible constatar, al menos en algunos casos, que una
caricia, un susurro, una palabra de cariño es para ellas mucho más de lo que se
puede imaginar”.
Sin que lleguemos al final,
¿por qué no sustituimos los rebuznos con que comentamos algunas veces conductas
propias o ajenas, nuestras y más bien suyas, con palabras “humanas” que hagan
sentir al que las recibe que al menos lo tenemos en cuenta como compañeros del
mismo camino?
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