martes, 23 de diciembre de 2014

Mustela Putorius Furo.

Ahí donde lo ves erguido, desafiante, decidido, atento, con orejas pequeñas pero bien orientadas, de colores sencillos pero variantes, con un morro fruncido pero voraz… tienes el retrato de un hurón. Puede ser albino y casi negro. Come carne y alguna que otra fruta de vez en cuando. Y pesa entre uno y dos kilos. Es un animal domesticable y cariñoso. Pero sigue siendo un animal que busca rincones donde encontrar presas, como sabes, y encontrarse seguro. Lo llaman mustela porque tal vez tiene una extraña forma alargada, como de gavilla. Es putorius porque desprende un olor no muy agradable. Y es furo porque es fur, ladrón que se mete en la madriguera de conejos y animales parecidos, es decir, en casa ajena, para buscar el sustento. O para ayudar al hombre a sacarlos de ella.     
¿Tiene algo que ver hurón y hurgar? Pues seguramente. Porque hurgar es furicare en Latín, que en español es hurtar. Pero hurtar excavando, escarbando, rebuscando, minando, revolviendo, rascando, erosionando, hozando…
Traigo al hurón a nuestra reflexión (podría valer también el marrano) porque se me ha ocurrido muchas veces que los que llamamos medios de comunicación son en nuestro mundo cercano y con mucha frecuencia medios de hurgar eficazmente. Si esos medios son producto de la sociedad que los engendra todo lo que antecede puede y debe aplicarse también a ella. Parece como si lo hiciese para prestar un favor a la libertad de expresión. Si es verdad lo que dicen, ¿por qué no se puede, por qué no se debe decir?
¿Y dónde se aprende a hacer eso? ¿En las escuelas especializadas? ¿Se llaman facultades porque facultan a hacer lo que estamos describiendo?
Mi convicción es que la escuela del huroneo es la familia. La familia en la que se habla de todo y de todos, se juzga y se califica a todos caiga quien caiga, se alimenta de trapos sucios, se ejercita el rejoneo sin caballo ni alguacil, enseña a ensañarse con el mundo, a encasillarlo y condenarlo sin descubrir que, al hacerlo, se está fecundando jueces sin seso y ciudadanos sin corazón.

Nuestro deber de educadores nos debe llevar a alimentar la mirada, el juicio y la expresión de respeto hacia los que llamamos semejantes pero a los que muchas veces tratamos de esclavos de nuestro desprecio.

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