miércoles, 25 de mayo de 2011

Matar el tiempo.


No recuerdo si fue en el Catón de los niños, de Saturnino Calleja (dulce, amable compañero, fuente de todo saber, enciclopedia universal de mis años infantiles) o en otro de aquellos libros familiares, donde vi una figura que me infundió terror (tendría yo cuatro años…): un niño, armado con una escopeta, estaba en disposición de disparar contra un reloj de arena. Y figuraba, además, la solemne definición de aquel acto: MATAR EL TIEMPO.      
Mi terror (mi dominio de la metáfora era, más o menos, como ahora, muy cortito)  me asediaba por dentro con perfiles sin explicaciones: “¡Un niño con una escopeta! ¡Un niño en actitud de matar, él solo, decidido, sin que nadie le dijese nada! ¡Quería matar a aquel extraño reloj que yo no había visto nada más que en dibujo! ¿Mataba al tiempo disparando sobre un reloj de arena? ¿Y qué pasaba después? ¿Buscaba más relojes? ¿Se acababa el tiempo cuando matase al último? ¿Cómo es el tiempo? ¿Qué es el tiempo? Si aquel niño no lo mataba, ¿lo mataría una persona mayor? ¿Y por qué querían matar al tiempo?”.
Yo entonces no tenía idea de lo que era el tiempo. Ni ahora tengo idea de lo que es.  Pero he tenido que vivir la vida y aunque la vida es otro misterio, he tenido que  experimentar en qué se emplea. En mí y en otros. Y he visto que la vida se desenrolla como una bobina de papel. Y que el rollo de algunos acaba pronto y que el de otros, aunque es largo, sigue en blanco. En otros hay borrones y otros lo llevan roto. He visto obras de arte, proyectos y realidades, belleza y grandeza, miseria y mezquindad, garabatos como si se estuviese esperando no tener que escribir ni dibujar ya nada, porque es pesado comprometerse en plasmar algo serio. O se estuviese también esperando a que otro hiciese lo que uno no quiere hacer o no sabe o no puede. Tal vez muchas de estas acciones y omisiones tengan que ver con el tiempo y se parezca a matarlo.
¡Pero qué felices nos hacen los que se afanan (con el gozo de estar viviendo de verdad, de estar creando, de estar sirviendo, de estar amando) para poder regalar a los otros, sacada casi de la nada, una obra de arte!.

lunes, 23 de mayo de 2011

María.


Gilbert Keith Chesterton (1874-1936), un grande de la literatura inglesa del siglo XX, convertido al catolicismo en 1921, era un hombre sobresaliente, no sólo por su estatura y corpulencia (le faltaban siete centímetros para los dos metros y pesaba 134 kilos), sino por su valentía, su fortaleza al superar los severos muros que se le presentaban en su camino hacia la conversión, su sentido del humor y su mentalidad siempre abierta.
Afirmaba que su conversión al catolicismo se debía, entre otros factores, a dos hechos, de los que uno, referido a María, lo reflejaba así: «... un místico católico escribía: “Todas las criaturas deben todo a Dios; pero a Ella, hasta Dios mismo le debe algún agradecimiento". Esto me sobresaltó como un son de trompeta y me dije casi en alta voz: "¡Qué maravillosamente dicho!" Me parecía como si el inimaginable hecho de la Encarnación pudiera con dificultad hallar expresión mejor y más clara que la sugerida por aquel místico, siempre que se la sepa entender».
Su devoción a la Virgen en la que le acompañaban sus amigos, también convertidos, Maurice Baring y los PP. John O’Connor y Ronald Knox, lo expresaba interpretando un verso de la Eneida de Virgilio (Maria undique et undique coelum, que se traduce Mares doquier y por todas partes cielo) de este modo: María por todas partes y por todas partes cielo.   
El padre Vincent McNabb, otro de sus amigos, relataba así su último encuentro con Chesterton: «Fui a verlo cuando murió. Pedí estar solo con el hombre moribundo… Era sábado y pensé que quizás en otros mil años Gilbert Chesterton podría ser conocido como uno de los cantores más dulces de aquella hija de Sión siempre bendita, María de Nazareth. Sabía que las calidades más finas de los Cruzados eran uno de los tesoros de su gran corazón, y luego recordé la canción de los Cruzados, la Salve Regina, que nosotros los Blackfriars cantamos cada noche a la Señora de nuestro amor. Le dije a Gilbert Chesterton: "Escuche usted la canción de amor de su madre." Y canté a Gilbert Chesterton la canción del Cruzado: “¡Salve, Reina Santa!”».
¡Ojalá en nuestra vida esté siempre presente la Auxiliadora de Dios, como la definía Chesterton, la Señora de nuestro amor, como los Frailes Negros la tenían en sus vidas!; ¡ojalá nos convirtamos, como Cruzados de la fe, en dulces cantores de aquella Hija de Sión siempre bendita, María de Nazaret! ¡Y ojalá sigamos recordando y cantando la bellísima elegía de los hijos a su Madre como es la Salve, Reina y Madre tan filial, tan entrañable, tan española!
Y, sobre todo, ¡ojalá podamos repetir con claridad, acompañados por tal Madre en el paso definitivo hacia la Vida, lo que en la oscuridad de sus ensueños, semiconsciente, dijo: “El asunto está claro ahora. Está entre la luz y las sombras: cada uno debe elegir de qué lado está”!

sábado, 21 de mayo de 2011

Comer flores.


Marco Gavio Apicio  fue un gastrónomo romano del siglo I durante los reinados de Augusto y Tiberio. Se le atribuye un libro, De re coquinaria, con 500 fórmulas de cocina. Sin duda el libro a comienzos del siglo V ya no era todo suyo y hay quien duda de que tuviese algo de él. Se imprimió por primera vez en Milán en 1498.
Era un hombre excéntrico y muy rico, pero su excentricidad le llevó a perder toda su fortuna. Fue el inventor del ahora llamado foie-gras a partir del hígado de gansos ahítos de higos. De ahí el nombre que se le da a esa víscera.
Tiene recetas con pétalos de rosa o flores de mejorana, salsa de flores de cártamo.  Más tarde Carlomagno bebía vino con flores de clavel y sor Virginia de Arcetri, hija de Galileo Galilei, hacía mermelada con flores de romero y a Isabel I de Inglaterra le gustaba la macedonia con prímulas.
En Japón, actualmente, se sirven ensaladas de pétalos de crisantemos enanos o  de magnolias. Y entre nosotros gustan los caramelos de violetas confitadas y las mermeladas y gelatinas de rosas.
Con flores de saúco mezcladas con huevos y queso se hacen gustosísimas tortillas. Y si se añaden requesón y huevos salen muy ricas filloas. Las flores comestibles son muchas: mimosa, saúco, clavel, glicinias, jazmín, malva y margaritas. A las que se añaden los aromas de las hierbas de olor y las flores de la mostaza, de la salvia, del romero, del tomate, de los guisantes, del perejil, de la berenjena, del pimiento, de las judías… Las flores de los crisantemos enanos, como se ha dicho, enriquecen el sabor del puré de patatas y los pétalos de rosas en el postre o con el pescado y el espliego en los sorbetes les dan un toque de frescura especial.
Pero es más importante el segundo paso: comer o cenar poniendo en la mesa una flor. Basta una, que no hace falta comer, naturalmente. Porque en ese momento de convivium o symposion o banquete (que es siempre la comida que se hace sin prisas, sentados, con otros a los que se ama y aprecia) las flores, aunque sean muy sencillas, aunque no sean muchas o sea una sola, son la firma de la acogida, de la amistad, del amor. Convierten el acto puramente fisiológico de cada día en un acto de entrega de aprecios. Y nada mejor que una flor para autenticar su nobleza.
Y el tercero, el tercer paso en el empeño de embellecer la comida es que en ella no se viertan condimentos que retuerzan o envenenen el aire amable que mantiene a los comensales en convivencia: miradas torcidas o ajenas, palabras sutiles de crítica o suspicacia, preguntas que rocen el velo invisible del respeto o el aprecio, conversaciones sobre personas, temas y problemas forasteros al dulce espacio de querer y dejarse querer. Una comida o una cena familiar nunca pueden ser una comida o una cena “de trabajo”. No hay en la acogida lugar para el trabajo. Sólo la paz educada y el sosiego hecho de casa pueden ser el premio de la llegada a puerto.

jueves, 19 de mayo de 2011

...Todos hacen leña.


De aquel viejo árbol chino hizo leña toda la aldea. Después de una noche de vendaval, una madrugadora ama de casa dio la voz de alerta: “¡El viejo árbol que hay a la entrada del pueblo, cerca de mi casa, ha aparecido arrancado!”. En efecto. Sus raíces no pudieron agarrarse a la Tierra con fuerza suficiente para aguantar el empuje del viento y el peso de su enorme copa. Y aquellas raíces, que nadie había visto nunca, aparecieron expuestas al aire y avergonzadas de su debilidad.
¡Qué bien venían aquellas ramas para tantas cosas en la casa, el corral y el huerto! Y el árbol fue viendo cómo perdía su belleza, su prestancia, su dignidad ¡y su vida!, mientras los vecinos se iban llevando, con la avidez y las prisas que se despierta cuando se dispone de algo gratis, lo más bonito de su imagen: su cabellera.
Pero en la ya apacible noche secreta que siguió al largo día del despojo sucedió un “milagro”: el peso de las raíces entretejidas que abrazaban tierra y piedras pudo más que la esquilmada copa y el árbol volvió a su ser y estar anterior: las raíces en el retiro discreto de su hoyo, el tronco más o menos en actitud vertical de servicio y no como el día anterior, pasado en la vagancia y el miedo a no ser ya; y las ramas - lo que quedaba – dispuestas a crecer y vestirse profusamente de nuevo.
Esto le sucedió a un árbol que hace unos años fue noticia. Pero no es lo corriente. Cuando damos un paseo por la fronda de la vida, recordamos la historia de hombres que tuvieron la suerte de que, después de caídos y casi desahuciados, cuando nadie esperaba de ellos la vuelta atrás, tuvieron a alguien que creyó en ellos, que se mantuvo a su lado, que les dio parte del corazón y sus dos manos y pudieron así rehacer el camino y escoger, allí donde erraron el sentido, el sendero justo (aunque tal vez doloroso y sin duda arduo) para volver a la plenitud de la vida.      
En un mundo salesiano, en el que la lógica intuición de don Bosco nos hace comprender que importa más prevenir que intentar curar, hay que tener presente la necesidad de atender a todas las esferas del mundo maravilloso y arcano de la vida de los hijos. Que importan las raíces, profundas e indispensables; que no importan las puras apariencias de la hojarasca; que un árbol debe aguantar, no sólo el peso de su hermosa cabellera, sino el del fruto, abundante y sano y el ímpetu de los vientos de la vida; que podar y podarse es una trabajo conveniente y necesario. Y que regalar la propia vida para que otros la tengan abundante es el ejercicio más sublime de un ser humano.