1969 ¡En la Luna!
Se lee en revistas especializadas que Buzz Aldrin (Edwin E. Buzz Aldrin, nacido en 1930) había sido el mejor en todo y siempre. Voló en 66 misiones de combate en la Guerra de Corea y fue una de las figuras más importantes en el Programa Apolo de llegada a la Luna en 1969 como piloto de la tripulación de la misión de Apolo XI, siendo la segunda persona en pisar la Luna después del comandante de la misión, Neil Armstrong. Pero a su regreso a la tierra entró en una profunda depresión y unos meses más tarde empezó a tener problemas con el alcoholismo. Parece que ese proceso, que supo, quiso y pudo superar, se debió a no haber sido el primero. Ser el primero en pisar la Luna fue un acontecimiento en la historia de los avances del hombre en conocer el universo.
Cuando San Agustín, agudo y buen conocedor del corazón del hombre, experto en historias humanas a partir de la suya, decía de la envidia que «es fiera que arruina la confianza, disipa la concordia, destruye la justicia y engorda toda especie de males» decía muchas verdades muy redondas y muy seguidas.
En realidad, es una enfermedad. Y aunque se ha dicho muchas veces que es la endemia más grave del alma española, hay que pensar que es una pandemia que acompaña al hombre (¡y a la mujer!) en todas partes desde que existimos.
«La envidia - escribía Plinio el joven (¡qué noble la estirpe la de los Plinios, viejos y jóvenes!) - y aun su apariencia es una pasión que implica inferioridad dondequiera que se encuentre».
Pero si creemos que San Agustín y Plinio tenían razón, será provechoso que, para nuestra propia educación y la educación de los que aprenden de nosotros, tengamos presente una advertencia de las que dictan los sabios, quedando por decir otras, muchas y más importantes, que también dicen y que es fácil evocar.
La envidia anida en el instinto de quien vive buscando junto a otros. Es un impulso natural y “social”. Por lo cual, cuando formamos y nos formamos, no podemos poner por delante de todo (ni detrás) la convicción de que se debe vivir intentando ser el mejor. Estaríamos admitiendo la propia inferioridad y restando confianza en sí mismo. Porque ¿quién llega a creerse el mejor sin llegar a ser uno de los más tontos?
Ser uno mismo es la meta del proyecto de sí que se vive cada día. Implica autoestima, es decir, confianza en sí mismo, que se alimenta con el afecto (¡el afecto!: porque se da afecto invenciblemente al que es “él mismo” y no pretende ser o parecer más que los otros) de los que nos rodean. Se ama al que muestra ser lo que es. Se rechaza, se aleja, se condena y, desde luego, no se ama al que se adorna para “parecer”.
Cuando Gertrudis le dice a Hamlet que “parece”… éste contesta: “Yo no sé parecer sino ser”. No era el mejor, ni se lo creía, pero por encima de todo quería ser el que era.