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sábado, 24 de septiembre de 2011

Dolorosa.


Celebramos el 15 de septiembre una fiesta entrañable: la de una Madre, la Jesús, la nuestra, la de todos los hombres: la  Dolorosa”.
Ha habido más de ochenta sugerencias etimológicas para la etimología de su nombre. Todas son muy bonitas. Pero el mejor nombre que tiene es el que le puso el ángel: Llena de gracia. Y el más cercano a nosotros, el que le puso Simeón en la presentación de su Hijito en el templo: Madre con el alma atravesada por una espada.
La Virgen es la Madre común que vive silenciosamente en nuestra vida. No tenemos que recurrir a Ella para hacerla depositaria de nuestros dolores. Sino para alegrarnos junto a Ella de la luminosa victoria de su Hijo (¡e Hijo de Dios!) sobre el pecado, la enfermedad, las cruces y la muerte. Son su ternura y su cercanía lo que nos debe hacer gozar de su presencia silenciosa.
El sufrimiento en cualquiera de sus formas es consustancial con nuestra naturaleza. Dios nos ha querido humanos, no ángeles. Y (no sabemos por qué) siendo humanos como somos, es decir, animales, nos ha amado, nos ama. Ha puesto en nosotros la capacidad de amar, de sufrir, de ir desmoronándonos para que aprendamos a volar sobre la caduco, de dar la vida, de morir.
El Hijo del Padre común, Jesús, ha venido a cumplir el programa de su Padre; extraño, pero indudablemente necesario. Ha venido a decirnos y enseñarnos con su vida que no seamos tan animales, pero que aceptemos ser animales, incapaces de comprender a Dios, de entender lo que él programa, sus procedimientos, el dolor de lo que nos parece abandono, oscuridad, casi crueldad: “¡Que pase de mí este cáliz!”. “Padre, ¿por qué me has abandonado?”.
El dolor, propio de nuestra condición, está también en el programa del Padre sobre su Hijo y sobre todos sus hijos. En la cultura hebrea el sacrificio de un cordero era central: recordaba y representaba la liberación de Egipto y todas las liberaciones. Jesús muere sacrificado, como Cordero de Dios que libera a todos los hombres, si quieren, de todo lo que no nos deja vivir y sentirnos como hijos del Padre.   
Fe no es entender (¡por fin!) algo de Dios. Sino dejarse descansar en las manos de un Dios que no podemos conocer, pero que ha demostrado en nuestra historia (la de todos los hombres y la de cada hombre) que está en nosotros en silenciosa presencia: la de Jesús en medio de gentes que no le aceptan, que no creen en él, que les estorba, que lo matan.
Jesús preguntó una vez a sus discípulos: “¿También vosotros queréis dejarme?”. Sigue preguntándolo en silencio en este mundo en el que estorba la cruz,  estorba Cristo, estorba Dios.   
Nos toca a nosotros aceptar que aceptar a Jesús es aceptar el misterio, lo incomprensible para nosotros, pero herencia de un Jesús que vivió amando y murió amando dándose en su muerte como comida de vida eterna. Y diciéndonos (¿quién lo entiende?): “El que quiera seguirme que tome su cruz y me siga”.
No tenemos por qué amar la cruz. Pero sí que miremos que en ella, pero más allá de ella, contemplemos y gocemos la  grandeza de la historia de Jesús, muerto en la cruz, pero ¡que vive resucitado!. Y nuestra propia grandeza, no por nuestra historia, sino porque estamos llenos del amor de Dios, es decir, de Dios mismo. Es a Cristo a quien amamos.  

lunes, 23 de mayo de 2011

María.


Gilbert Keith Chesterton (1874-1936), un grande de la literatura inglesa del siglo XX, convertido al catolicismo en 1921, era un hombre sobresaliente, no sólo por su estatura y corpulencia (le faltaban siete centímetros para los dos metros y pesaba 134 kilos), sino por su valentía, su fortaleza al superar los severos muros que se le presentaban en su camino hacia la conversión, su sentido del humor y su mentalidad siempre abierta.
Afirmaba que su conversión al catolicismo se debía, entre otros factores, a dos hechos, de los que uno, referido a María, lo reflejaba así: «... un místico católico escribía: “Todas las criaturas deben todo a Dios; pero a Ella, hasta Dios mismo le debe algún agradecimiento". Esto me sobresaltó como un son de trompeta y me dije casi en alta voz: "¡Qué maravillosamente dicho!" Me parecía como si el inimaginable hecho de la Encarnación pudiera con dificultad hallar expresión mejor y más clara que la sugerida por aquel místico, siempre que se la sepa entender».
Su devoción a la Virgen en la que le acompañaban sus amigos, también convertidos, Maurice Baring y los PP. John O’Connor y Ronald Knox, lo expresaba interpretando un verso de la Eneida de Virgilio (Maria undique et undique coelum, que se traduce Mares doquier y por todas partes cielo) de este modo: María por todas partes y por todas partes cielo.   
El padre Vincent McNabb, otro de sus amigos, relataba así su último encuentro con Chesterton: «Fui a verlo cuando murió. Pedí estar solo con el hombre moribundo… Era sábado y pensé que quizás en otros mil años Gilbert Chesterton podría ser conocido como uno de los cantores más dulces de aquella hija de Sión siempre bendita, María de Nazareth. Sabía que las calidades más finas de los Cruzados eran uno de los tesoros de su gran corazón, y luego recordé la canción de los Cruzados, la Salve Regina, que nosotros los Blackfriars cantamos cada noche a la Señora de nuestro amor. Le dije a Gilbert Chesterton: "Escuche usted la canción de amor de su madre." Y canté a Gilbert Chesterton la canción del Cruzado: “¡Salve, Reina Santa!”».
¡Ojalá en nuestra vida esté siempre presente la Auxiliadora de Dios, como la definía Chesterton, la Señora de nuestro amor, como los Frailes Negros la tenían en sus vidas!; ¡ojalá nos convirtamos, como Cruzados de la fe, en dulces cantores de aquella Hija de Sión siempre bendita, María de Nazaret! ¡Y ojalá sigamos recordando y cantando la bellísima elegía de los hijos a su Madre como es la Salve, Reina y Madre tan filial, tan entrañable, tan española!
Y, sobre todo, ¡ojalá podamos repetir con claridad, acompañados por tal Madre en el paso definitivo hacia la Vida, lo que en la oscuridad de sus ensueños, semiconsciente, dijo: “El asunto está claro ahora. Está entre la luz y las sombras: cada uno debe elegir de qué lado está”!

viernes, 13 de mayo de 2011

Fátima


Lucía, Francisco y Jacinta vestidos de fiesta
La historia de Mahoma relata que tuvo de 8 a 20 esposas, aunque se suelen precisar  los nombres de once de ellas. De la primera, Jadiya, tuvo a seis de sus siete hijos, entre los que estuvo Fátima, la única que le sobrevivió. Ibrahim, que murió con unos dieciocho meses, fue hijo de Marijah Al-Qibtia (María, la Copta), cristiana.
Fátima llamaron a la hija de Mahoma cuando era joven (fata: joven) y con sus descendientes fueron venerados como raíz de la propia historia. Por eso no es de extrañar que ese nombre se diese a niñas árabes y a algunos lugares de la ocupación musulmana en la península ibérica. Aunque una leyenda local lo atribuye, en el caso que nos ocupa, a que una princesa mora, cautiva de los cristianos, llamada Fátima y después Oriana, fue la esposa del Conde de Ourém.
Pero fue el año 1917 el señalado para que comenzase en aquel viejo y oscuro lugar una historia actual y luminosa. Tres de los más marginados niños de la escasa población de Aljustrel, Lucía de Jesús, y sus primos Francisco y Jacinta Marto, sintieron a partir del 13 de mayo que su espíritu se abría al impulso del amor de Dios en medio de las incomprensiones de los buenos y de la persecución de los que no les  dejaban ser buenos. 
Cuatro millones de peregrinos de amor van cada año a aquel lugar en el que los tres niños oyeron y entendieron que Dios es bueno, que nos quiere, que quiere que le queramos, que quiere que seamos felices, que le gusta que no equivoquemos el camino de la felicidad, que está con nosotros y que le gusta que estemos con Él.
Y lo hizo – y lo sigue haciendo - con la mejor embajadora de su amor: aquella Virgen que aceptó su Palabra como única guía de su vida, que aceptó que su Palabra se hiciese Hijo en Ella, que nos dice una y otra vez, con la seguridad de saber lo que dice, con la garantía de que lo que dice es cierto, que hagamos lo que Él, su Hijo, nos diga.
Estamos tristemente hartos, esposos recientes y ya al borde del fracaso, de querer celebrar nuestras bodas con mal vino (o sin vino) y somos tan zoquetes que no nos damos cuenta de que tenemos un Hermano que nos habla, que nos está invitando a brindar con Él y levantar la Copa del Vino nuevo, rojo como su Vida y seductor y embriagador como el torbellino de su Entrega. Y que nos felicita con las únicas fórmulas que dan dignidad a nuestras vidas de hombres y sustancia a nuestras vidas de seguidores suyos: «¡Amaos!».  «¡Dad la  vida por amor!».    
Este es el Secreto, el Mensaje de Fátima. Porque Dios es sólo Amor.