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sábado, 2 de abril de 2011

Otro libro mudo...

(Totmundo, feliz, entrega el antifonario, recién acabado, al abad Ikila.)
 

¿Qué tiene de especial el Antifonario mozárabe de la Catedral de León? Un antifonario es un libro que contiene los breves textos bíblicos que se cantan antes de los salmos.
Pues bien, este libro, el Antifonario de León, es un manuscrito en 306 folios de pergamino, que se usaba en las celebraciones de la Liturgia mozárabe o hispánica entre los siglos VI y el XI.
Lo copió en 1069 Totmundo, un fraile del monasterio leonés de San Cipriano del Condado (que se asienta junto al río Porma a 20 kilómetros de León a vuelo de pájaro sin curvas, desde la capital en dirección nordeste). Pero, a su vez, el antifonario del que se copió venía usándose nada menos que desde el tiempo del rey Wamba que reinó desde el año 672 al 680. Y es el único antifonario mozárabe completo que se conserva. Ya son méritos. Al menos el de la prosapia.
Y aquí viene lo interesante. El antifonario expresa la música con neumas, es decir, notas, pero sin tetragrama o pentagrama que las sustente y sin que, por tanto, los especialistas hayan podido descifrar su melodía. Lo cual no es un drama, porque ya llegarán; pero sí un arduo reto, porque les cuesta llegar.
En cambio un drama doloroso, y un reto más que arduo casi insuperable, se dan en la vida, cuando un joven camina sin dar señales de definición. Es incapaz de poner música a sus días. Nunca se ha planteado la necesidad de trazar ante sus ojos un proyecto para el futuro, un camino para sus pasos, una meta para sus ilusiones o sus empeños. No tiene pentagrama (o tetragrama, si se quiere rebajar el esfuerzo) y, por tanto su existencia carece de melodía. 
Los padres están detrás de ese drama: es decir, son sus autores. ¡Amargados dramaturgos! Los resortes que usaron en su educación fueron sólo las cosas, las promesas, los premios, las complacencias... No se daban cuenta de que los neumas iban en aumento, pero no tenían carriles por los que avanzar, pentagramas en que incrustarse.
La exigencia no era oportuna en un momento en que la autoestima debía consolidarse. El rigor sería un disparate cuando ya se estaba a punto de parir la primera obra de arte. La austeridad no iba bien con quien tenía una visión amplia y optimista del hombre, del mundo, de la existencia y de la historia. El control se veía a todas luces injusto en un mundo en el que no podemos empañar algo tan noble como es la libertad. El esfuerzo no valía la pena con un mercado que brinda facilidad para alcanzar todo a muy buen precio. 
Podemos dar base sólida a la maduración de nuestros hijos. Debemos. Debemos llenar nuestra vida familiar y la de la sociedad a la que servimos con el placer de bellas melodías que se escriban con notas acertadas sobre pentagramas seguros.

viernes, 18 de marzo de 2011

Y se hundió!

En 1628 se hundió el Vasa. Se construyó mal, dicen los entendidos; se botó peor, dicen los historiadores; y se hundió bien, muy bien, en su primer viaje, al escorar y llenarse de agua en la bahía, a dos millas (marinas, claro) de su “cuna”, los astilleros de Estocolmo. El rey Gustavo II Adolfo tenía prisa por verlo gloriosamente lucido por las aguas de todo el mundo y, sobre todo, por enfrentarlo a los polacos en la Guerra de los Treinta años.  Al cabo de los siglos - en 1961 después de purgar su titanismo (¿recuerdan el Titanic?) en el limbo de sus 333 años de ostracismo submarino - se recuperó. Y ahí está en su Vasamuseet (el único barco que tiene un museo para él solo) de Estocolmo, luciendo su gloria de ser nave, su largo sabor a fango y su vergüenza de no haber servido nada más que para vergüenza del rey.  
¿Conocen ustedes a hombres hundidos? ¿Han visto alguna vez a jóvenes reposando en el lodo? Casi siempre están así por culpa de sus constructores. Creyeron sus padres que bastaba con tener apariencia (como los 54 metros del Vasa), dos pies para pisar el mundo (como su corta manga de menos de 12 metros), amplia bambolla para sorber los vientos (como los 1.275 metros cuadrados de velamen), y más que suficiente fiereza para enfrentarse con quien fuese (como aquellos 64 cañones de bronce) y se encontraron con que una leve brisa los escoró en la vida y se llenaron del lastre de la muerte.
Hacer hombres es una tarea preciosa, una profesión sublime, un programa superior a cualquier otro de los que existen. ¿Pero cuántos responsables hay que entren en la dura escuela de formarse para ello? A medida que pasa el tiempo y se suceden las generaciones, las oleadas de padres improvisados son más numerosas. Y sus hijos, desarbolados o con heridas en su calado, ceden rápidamente y se convierten en despojos de un museo triste como es el de los sin-ganas, sin-ilusiones, sin-amor, sin-vida.