François Coppée (1842-1908) fue un poeta parnasiano de
la Academia francesa, de formas sencillas, volcado sobre las cosas sencillas,
sobre la gente pobre. “Educado cristianamente desde la primera Comunión –
escribió - cumplí durante varios años mis deberes religiosos con sincero fervor…
Dejé todas las prácticas religiosas por una falsa vergüenza y todo el mal
derivó de esta primera culpa contra la humildad, que decididamente me parecía
como la más necesaria de todas las virtudes... y me hice enseguida casi
indiferente ante cualquier preocupación religiosa”...
Ya mayor, en 1897, se
puso gravemente enfermo por dos veces. La “recaída me condenaba a mantenerme en
una inmovilidad dolorosa por larguísimos días y hubo algunos terribles. Sólo entonces
mi espíritu se elevó a pensamientos graves. Habiéndome juzgado con una
severidad escrupulosa, sentí disgusto de mí mismo, me tuve horror: esta vez
vino por fin un sacerdote”. Y volvió a la fe de su infancia.
En Le Gaulois del 12 de enero de 1903 publicó un artículo:
Ayuda para Don Bosco. El orfanato de Don Bosco de Ménilmontant de París
corría peligro: los bienhechores no daban ya limosnas porque temían que en
breve plazo la obra pasase a manos del gobierno del Presidente Combes. E
invitaba a leer la “biografía” de Don Bosco escrita por su amigo Karl-Joris
Huysmans (Esquisse sur Don Bosco),
otro grande de la literatura francesa, al que había animado para la escribiese.
“Encogeos de
hombros... – escribía Coppée - los hombres, orgullosos histriones de una vana
ciencia ¿Qué importa? No os pediré a ninguno que me explique cómo la palabra de
un humilde artesano de Galilea, transmitida a algunos insignificantes con el
mandato de enseñarla a todos los pueblos, resuena todavía victoriosamente,
después de diecinueve siglos, en cualquier sitio en el que el hombre no sea un
bárbaro…
… Estos sacerdotes
enseñan a sus alumnos la más pura moral; quieren hacer de ellos ciudadanos
honrados y útiles, pero que, tal vez, dentro de algunos años, no votarán a los
sectarios. ¡Estáis también vosotros de acuerdo con que esto es intolerable! Por
tanto, que se redacte enseguida un decreto de expulsión por obra de Combes, el
Apóstata... Que se eche, pues, a estos religiosos que practican virtudes
escandalosas; ¡que se dispersen estos jóvenes, simientes de católicos y de
amantes de la Patria! ¡A la calle toda esta chusma! Así olvidarán los cantos
sagrados y aprenderán a cantar los cantos revolucionarios. ¡Desinfectemos a
estos jóvenes del nauseabundo olor de incienso y hagamos que respiren el sano y
fuerte perfume del cieno fangoso!
¿Qué importa si
después muchos de ellos irán a engrosar la turba de los viciosos y de los
criminales? Lo esencial es que se conviertan, todos o casi todos, en comecuras...
Se explica esta
preocupación, sin duda. Pero olvidan que dentro viven muchachos muy pobres; que
allí se vive siempre al día, contando sólo con los donativos del mañana y que
no faltarán nunca, desde ahora...
Pero si yo espero que
las casas de beneficencia católicas no las cerrarán enseguida, no es porque yo
espere de nuestros tiranuelos un momento de justicia y de piedad; no. Ellos
escuchan sólo su mal deseo y matarán la libertad de hacer el bien como intentan
matar la libertad de enseñar. Los detendrá, tal vez, la pobreza a la que su
política redujo las finanzas del estado: es decir, no podrán tomar a cargo de
la nación a tantos huérfanos, a tantos viejos, a tantos enfermos, a tantos
desgraciados de todo género a los que ahora atiende la caridad cristiana. Por
gracia de Dios no es siempre tan fácil hacer el mal. El balance de la
asistencia pública es ya enorme y nadie sueña con aumentarlo, especialmente
cuando se piensa que nuestros amos deben satisfacer tantos ávidos apetitos de
los que están ladrando alrededor del plato de mantequilla...”.
François
Coppée
de la Academia Francesa.
“Hoy ya no vive, pero en todo el mundo,
con generoso corazón más fuerte,
irradia siempre aquel amor fecundo
que
el alma salva del báratro de muerte”.