Hace ya algunos años mi sabio y buen amigo, claro de
ideas y añoso de edad, me preguntaba: “¿Se ha dado usted cuenta (aunque me
ganaba en años me trató siempre de
‘usted’) de que las mamás arreglan a sus hijos de modo que parezcan más niños y
hasta a los varones los acicalan como si fuesen niñas?”.
Me he detenido en analizar en los tiempos que corren esa
afirmación con el deseo frustrado de que aquel agorero no pudiera ver cumplido
su temor en muchas de las manifestaciones de la vida de hoy.
No hace falta ahondar mucho en los discursos, escuchar
atentamente las acciones, proyecciones e intervenciones políticas, observar las
apariciones sociales, la conducta de algunos artistas, las reacciones de algunos
deportistas, el ofrecimiento de modas y modos… para preguntarnos, en efecto:
«¿Qué pasa?».
La vida es hoy, para muchos, fácil. Y en un mundo fácil
no se madura. No madura ni la fruta que comemos, ni en muchos casos el
pensamiento que maldigerimos, ni la
conducta del que, a pesar de contar los años por decenas, sigue siendo niño caprichoso
y mal educado, consentido y halagado en sus gracias inoportunas e insultantes, la
zancadilla del vengativo, la petulancia del engreído, los empujones sociales,
el egoísmo, el rechazo, la exclusión, la violencia más o menos abierta o
claramente escupida, la injusticia como norma de trato, de organización y de
vida.
Se echa mano de la legalidad para amparar al débil sin
darnos cuenta de que la ley no es más que un estorbo que se salta fácilmente con
subterfugios, interpretaciones egoístas, partidistas, teñidas de amiguismo, interesadas para el que quiere salir con la suya.
¿Qué falla en el origen? Padres maleducados no pueden
educar, madres negligentes no pueden orientar, educadores partidistas no pueden
encauzar por un camino justo, honrado, generoso, abierto al otro, a todo otro…
no siempre para seguirle, pero sí siempre para discernir, optar y echar a andar
con la dignidad que eleva sobre la insolencia, el egoísmo y la bufonada.
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