En los
montes Zagros de la región de Erbil al norte de Irak hay una cueva, la de
Shanidar, a la que te invito a asomarte. Entre los restos humanos,
neandertales, se encontraron hace unos sesenta años, los de un adulto anciano
muerto hace más de 50.000 años, cuando él contaba 40. Según los antropólogos
que lo estudiaron era un hombre muy limitado: le faltaba el antebrazo derecho,
tenía lesiones en la pierna del mismo lado, la huella de una fuerte lesión en
la cabeza siendo niño por la que seguramente había perdido la visión de un ojo,
y sordera en ambos oídos por un crecimiento óseo en los canales auditivos de ambos
oídos.
Recientemente
Erik Trinkaus, profesor de antropología en la Universidad de Washington en
St. Louis, y Sébastien Villotte, del Centro Nacional Francés de Investigación
Científica, han tratado de imaginar la vida de un hombre anciano hace tantos años (tener cuarenta años era
entonces ser anciano) y han sugerido que la convivencia de aquella sociedad
estaba presidida por sentimientos de respeto, acogida, ayuda, protección y
curación en un medio de vida difícil al ser una sociedad de
cazadores-recolectores en la que este hombre del Pleistoceno no habría podido
sobrevivir por sí solo.
Los
prejuicios de considerar a nuestros parientes primitivos poco atentos y hasta
desaprensivos o violentos en el trato recíproco deben ceder paso a la
convicción de que razas como la neandertal (u otras de las que descendemos)
eran y manifestaban actitudes de cercanía y ayuda que en esta refinada sociedad
nuestra parecen a veces olvidados.
¿De verdad
progresa el hombre en su condición humana? ¿O la debilidad en la que nos
educamos y educamos da como fruto un egoísmo que nos lleva a engreírnos,
clasificar a los que caminan a nuestro lado y despreciar al que nos parece que,
por ser menos que nosotros, no merece nuestra cercanía y nuestra ayuda?
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