Este que ves aquí (en
imagen) es la frágil estampa de un as.
Se llamaba así en Roma y en sus posesiones a esta pequeña y antigua moneda
(desde el siglo VI aC) probablemente porque era de bronce, aes en Latín. Sin marca al principio (aes rude), con una palma o ramita más tarde (aes signatum) y de tamaño y peso variados. Parece que fue el rey
Servio Tulio el que, mediado el siglo VI aC, dijo que el as libral o grave (de 293
gramos o libra romana) fuese, para la entonces pequeña Roma, el único tipo de moneda
con sus cinco divisores: semis, triens,
quadrans, sextans, uncia (la onza
era la doceava parte del as). El as dejó de valer y correr cuando surgió
el imperio o un poco antes, porque aparecieron monedas de nombres más o menos
conocidos vulgarmente como dracma, didracma, quadrigatus, victoriatus,
denarius, aureus, antonianus, quinarius, sextertius…
Pues bien: en ese
bosque de monedas nos atrae hoy el aes
segovianum (el nombre me lo invento yo, pero su realidad no es inventada),
del que se han encontrado poco más de cien ejemplares. Y llama la atención de
que en una de sus caras (en la que aparece un jinete a punto de clavar su lanza
en un enemigo) figura la palabra SEGOVIA. ¿Y por qué llama la atención? Porque
si Hispalis es ahora Sevilla y Tarraco Tarragona, Caesarausgusta Zaragoza y Compludo
es Alcalá…, Segovia fue siempre Segovia.
¿Hemos pensado alguna
vez en nuestro apellido? ¿Estamos seguros de que nuestros “sucesores” llevan un
nombre que nos gustaría que fuese siempre conservado, honrado, respetado,
admirado? Sencillamente admirado. Pero ¡admirado! Y no por corresponder a una
estirpe de sangre o de “cátedra”, sino porque en esa cuna adquirieron la
condición de dignos herederos de un tesoro.
No sé si se sigue
pensando, sintiendo y proponiendo a nuestros hijos, más a menos solemnemente,
al principio de “dejar en buen lugar el propio apellido”. Y no, evidentemente,
por orgullo o para no sufrir vergüenza, sino porque sentimos la necesidad de
querer y saber que somos sembradores de luz, de grandeza de espíritu, de
riqueza de corazón.
Hubo una moneda, el denario, que, según parece, indicaba el precio de diez asnos. Que no era poco. Ni por número ni por valor. Cuando uno tiene un caballo puede, si quiere, reírse de un burro. Pero el que tiene un asno y sabe valorarlo, tiene un tesoro. Y nunca vale más, para casi todo, un caballo que un asno. No hay apellido innoble.
Hubo una moneda, el denario, que, según parece, indicaba el precio de diez asnos. Que no era poco. Ni por número ni por valor. Cuando uno tiene un caballo puede, si quiere, reírse de un burro. Pero el que tiene un asno y sabe valorarlo, tiene un tesoro. Y nunca vale más, para casi todo, un caballo que un asno. No hay apellido innoble.
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