Resulta que lo de pedir un asiento para
cambiar de aires en lejanos lugares no era solo un pacto, más que amistoso,
entre aquel cuervo y aquella águila calva de Seabeck que ya contemplamos. Mire
usted ahora este mirlo de alas rojas (Agelaius
Phoeniceus) en la grupa de una Poiana de Jamaica (Buteo Jamaicensis), de la Reserva
Natural de De Soto y Boyer Chute de Nebraska y Iowa, en la fotografía de
Mike White; y esta osada comadreja (Mustela
nivalis) -que puede verse al final de nuestra entrada- bien segura sobre un pájaro carpintero verde (Picus viridis) de algún lugar misterioso de estos lares. (Lo de
bastardilla encerrado en paréntesis es para mi querido amigo Heliodoro que
gusta, me dice, de acercarse al mundo vivo con nombres siempre vivos).
Nuestro mal es que no miramos hacia arriba.
Miramos, en cambio, mucho el fango que nos rodea y que no llega a animarnos a
cambiar de camino. Es verdad que estamos hechos de barro (¡o de alguna otra
sustancia menos noble!) pero ni podemos contentarnos con llorar nuestro sino,
ni contagiarnos con la mísera convicción de algunos de que, de mancharse, hay
que hacerlo hasta el tuétano. Es esa verdad
(que vemos en crónicas de sociedad, de falso deporte, de pseudoarte, de
economía, de política y hasta de religión) para algunos que hacen del lodo, que
tantas cosas tapa, una meta, un objeto y un instrumento artero de muerte.
A nuestro alrededor hay muchos que pisan la tierra y vuelan sin mancharse, y cargan con otros, con sus caprichos, sus debilidades, sus cobardías, su vagancia, sus reticencias para ponerse a hacer algo por los demás. Y hay otros que critican que se atienda a gentes que huyen de la persecución en sus hogares, de pobres sin nada, de soñadores o de ilusos que saltan la valla creyendo que van a encontrar salvación y encuentran desconfianza, temor, rechazo… Sigo volando (o enlodándome) pero yo solo, hablando mucho, despotricando mucho, pero sin tener que cargar con nadie que no sea yo mismo.
En el precioso mundo de nuestros estímulos para hacer del otro un yo-mismo hay un ejemplo maravilloso que nos propuso el Maestro de todo Amor: el del caminante que se encuentra, bañado en el barro de la agresión y del desprecio, a un miserable extranjero, un juthita, un cutheo, un abominable samaritano y… carga con él.
A nuestro alrededor hay muchos que pisan la tierra y vuelan sin mancharse, y cargan con otros, con sus caprichos, sus debilidades, sus cobardías, su vagancia, sus reticencias para ponerse a hacer algo por los demás. Y hay otros que critican que se atienda a gentes que huyen de la persecución en sus hogares, de pobres sin nada, de soñadores o de ilusos que saltan la valla creyendo que van a encontrar salvación y encuentran desconfianza, temor, rechazo… Sigo volando (o enlodándome) pero yo solo, hablando mucho, despotricando mucho, pero sin tener que cargar con nadie que no sea yo mismo.
En el precioso mundo de nuestros estímulos para hacer del otro un yo-mismo hay un ejemplo maravilloso que nos propuso el Maestro de todo Amor: el del caminante que se encuentra, bañado en el barro de la agresión y del desprecio, a un miserable extranjero, un juthita, un cutheo, un abominable samaritano y… carga con él.
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