Cuando alguien se acercaba a Don Bosco y
le preguntaba (después de haber oído que en adelante lo quería como uno de sus
amigos) cuál era la contraprestación en el pacto de quedarse con él y
entregarse como él a sus muchachos, respondía: Pan, trabajo y paraíso. La mirada de Don Bosco estuvo siempre
iluminada por un rayo de lo alto.
Cuando el 12 de Septiembre de 1884 el
Ecónomo general de la Congregación salesiana presentó al Capítulo general el
proyecto de escudo propio, se aprobó sin más diferencias que las del lema.
Campea en lo alto del escudo una estrella que deja caer su luz acariciadora
sobre el mundo. Es el símbolo de nuestra actitud humana: trabajar en medio del
bosque de nuestras preocupaciones diarias, pero con la seguridad de desde el
encumbrado “Paraíso” de nuestra esperanza y en lo más hondo del “Paraíso” de
nuestro ser de Dios, una luz increada
pone seguridad en nuestro camino, calor en nuestro entrega y aliento en nuestro
trabajo.
También el lema que quedó (porque Don
Bosco recordó que se había tenido y vivido desde el principio: DA MIHI ANIMAS
CETERA TOLLE) afirmaba la preeminencia del hombre sobre las cosas. Hay en la
sociedad contagiosa, más que en cada hombre, una acentuada tendencia a
preocuparse por tener: más dinero,
más comodidades, más cosas… Y el hombre que se muere con todo eso se muere sin
nada, porque se muere igual que el que no lo ha tenido.
Por eso Don Bosco ve que Dios que nos
ve, mira a Dios que nos mira, busca a Dios que nos busca y ama a Dios que se
derrama sobre nosotros como Amor y nos invita a responderle del mismo modo. Es
el segundo apoyo de nuestro sistema
preventivo: la Fe, el sentido de que nuestra vida no es la de un animal que
perece, sino la de un hijo al que espera siempre un Padre que le hace entrar en
su plenitud.