lunes, 10 de junio de 2013

Tambora.



Se recuerda en las biografía de Don Bosco que los años 1816 y siguientes fueron de una pobreza extrema en las cosechas. A aquel año se le llamó “el año sin verano”.   En Europa, sumida en el frío, no hubo vino, ni trigo, ni fruta; y la nieve caída era amarilla. Hasta 1819 el tifus hizo estragos. Y el hambre fue tal que en Suiza se recurrió a comer musgo.
El 10 de abril de 1815 el volcán Tambora de la isla Sumbawa, en el Cinturón de Fuego de las ilsas de la Sonda, empezó a lanzar al espacio, calculan los expertos, 160 kilómetros cúbicos de cenizas. En Indonesia, siguen calculando, murieron 12.000 personas víctimas directas de la explosión y cerca de 50.000 por las consecuencias de la misma a lo largo de 1816: enfermedades, epidemias, intoxicación hambre...
Kart Drais, un alemán, inventó ese año la draisina, para ahorrar el forraje de los caballos. Mary Shelley, esposa del poeta Percy Bysshe, recluidos en casa por el frío, inventó a Frankestein. Y John Polidori escribió El Vampiro. Hasta hay quien afirma que los cielos rojos de William Turner nacieron entonces.
La coincidencia de estos hechos con el nacimiento de San Juan Bosco hace pensar en algo tan lógico como la expansión de los efectos de un fenómeno que debería quedar restringido en su lugar de origen. Y sin embargo, sabemos que no: un simple gesto inadecuado en el trato de un padre con su hijo puede provocar en este un efecto devastador. Y el rasgo de un hombre de corazón grande que acoge a un muchacho que no tiene casa ni familia, provoca para el futuro la explosión del amor hacia los abatidos en forma de bondad y educación.

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