lunes, 23 de septiembre de 2013

Jardines Butchart



El canadiense Robert Pim Butchart (1856-1943), dedicado a la industria familiar y después a la química, se casó en 1884 con Jennie Foster Kennedy, viajera y soñadora. En su viaje de novios a Inglaterra aprendió allí el proceso de fabricación del cemento Portland, inventado por Joseph Aspdin unos años antes. Y lo llevó a Canadá. Con su hermano David y en la isla de Vancouver trabajó en ello a partir de 1902, introduciendo modos de hacer y envasar (sacos en vez de barriles, por ejemplo) que se mantienen hoy.
La soñadora Jennie pensó que podía disimular la aridez del creciente foso que iba dejando la extracción de la piedra caliza con unos arbustos y arriates con flores. Y lo hizo de modo que en 1921 se completó la conversión de la cantera, ya abandonada como tal, en un jardín de 22 hectáreas de árboles, plantas y flores, con la casa familiar “Benvenuto”, en la que ofrecía una taza de te a los visitantes (en 1915 las tazas fueron 18.000).
Hoy su tataranieto Bernabé Butchart Clarke, secundado por 240 empleados (50 jardineros) atiende a los millones de turistas que visitan al año el precioso conjunto y todos sus elementos: el jardín japonés (el primero, ¡el de Jennie!), el jardín hundido, el de los rosales (250 variedades), el mediterráneo y el italiano; con 5.000 variedades de árboles, arbustos y otras plantas que se renuevan cada año en cantidades impensables.
¡A la obra! ¿A qué obra? A la de nuestra vida. La de Jennie se volcó en llenar su mundo, abierto a todos, de belleza. Pero su entrega supuso imaginación, decisión, valentía, constancia, ilusión, generosidad. Todos nosotros hemos recibido un “talento” del que al final daremos cuentas. ¿En qué lo estamos negociando? ¿En descansar, en pedir, en exigir, en atacar, en criticar? A lo peor de ahí no sacamos nada en limpio. Salvo la disculpa, inútil para la empresa que se nos ha encomendado, de que también se construye juzgando y condenando.
Y además, y sobre todo: ¿De verdad que estoy seguro de que voy dejando como rastro de mi personalidad el buen olor de la bondad, de la acogida, de la humildad, de la paciencia, de la magnanimidad, de la generosidad, del aprecio sincero, de la ayuda gratuita, de la entrega de mí mismo?    

miércoles, 18 de septiembre de 2013

Salticus scenicus.



Esta noche he vuelto a ver en mi ventana un alguacilillo. No me importa que otros lo llamen araña cebra y que Carl Alexander Clerck le diese el nombre, justa e indudablemente circense, en su Svenska spindlar (Arañas de Suecia) en 1757, de Salticus scenicus. Porque yo le seguiré llamando como cuando, siendo niño, trabé amistad con él. Aunque confieso que, a simple vista, por buena que fuese mi vista de entonces, no supe bien cómo es: cuerpo pequeño y negro, seis milímetros más o menos,  con rayas blancas; cortas y potentes patas que le permiten saltar (de ahí su nombre); y ocho espantables ojos, de los que cuatro, los de la fachada de delante, se ven bien en la foto que me dejó y que os dejo ver con mucho gusto. 
Es una araña. Pero un poco especial. La seda que produce, como toda honrada y laboriosa araña, la dedica a asirse al lugar del que salta cuando le va bien para su estrategia de cazador. Es decir, es altamente ahorrador. Y (¡esto es lo importante!) caza moscas de un salto.
Como ahora hay menos moscas, hay también menos alguacilillos. Si encontráis alguno, respetadlo por el bien a la humanidad que practican. Y si tenéis la habilidad de cogerlo, sin hacerle daño, podréis tenerlo un momento en la mano y saludarle atentamente. Es inofensivo.
Y ahora la reflexión para nuestra mochila. Hay arañas que hacen telas preciosas y enormes, presumen de artistas, gastan inútilmente su preciosa y pegagosa seda y después no dan golpe. Tienen habilidad de tejedoras, pero despilfarran en tejer toda su riqueza y caen fácilmente en crisis de depre, carestía y de paro. No dan golpe. Manchan los rincones de los altillos. Su vida es la espera en la solitaria y aburrida nostalgia de un turismo que no pueden hacer. El alguacilillo recorre el mundo en busca de presas. Hace una vida atlética y sana. Nos libra de moscas y se despide sin dejar vestigios de su fugaz presencia.
Así los hombres. Y las mujeres.

viernes, 13 de septiembre de 2013

Náyades.



Las Náyades eran, en la mitología griega, ninfas de las aguas dulces. Sus primas, las Oceánides, lo eran de las saladas; y las Nereidas, del Mediterráneo.
Diana Nyad nació como Diana Sneed. Murió su padre cuando Diana tenía tres años. Y Aristóteles Nyad, el nuevo marido de Lucy Curtis, la mamá de Diana, adoptó a la niña y le dijo más o menos: “En adelante serás una Nyad”. Es decir, una Náyade (léase Nyad en Inglés, please). Como sabes muchas cosas sobre Diana Nyad, mi querido amigo lector, yo subrayo sólo algunas para pasar después a una ajena moraleja.   
Diana, licenciada en lenguas modernas (Lake Forest College 1973: Inglés y Francés), escritora (tres libros), conferenciante, colaboradora en programas de radio… ¡y nadadora desde niña! En su autobiografía, escrita en 1978, el mismo año en que intentó por primera vez nadar desde Cuba a Florida, decía aproximadamente lo siguiente: «Para mí un maratón de natación es como una batalla por la supervivencia contra un enemigo brutal - el mar - y la única victoria posible es "tocar la otra orilla”».
Estableció un récord mundial femenino de 4 horas y 22 minutos en su primera carrera (16 km) en el lago Ontario en julio de 1970. En 1974 logró el récord de la mujer de 8 horas y 11 minutos (35 km). Al año siguiente nadó 45 km en menos de 8 horas. En 1979 estableció un récord mundial de natación de fondo (hombres y mujeres) en aguas abiertas al nadar 164 kilómetros desde las Bahamas hasta Florida en 27 horas y media.  Y sigue…
Desde 1978 intentó nadar desde Cuba hasta Florida (1978, 2010, 2011, 2012), pero las corrientes, las medusas, crisis de fuerza, el asma… se lo impidieron. Por fin desde la  mañana del 31 de agosto de 2013 hasta las 13:55 del 2 de septiembre de 2013, después de 53 horas, había nadado 177 kilómetros desde La Habana hasta Key West (Florida). ¡Con 64 años! Y comentaba: «Una vez que cumplí 60 años quería darme a mí misma alguna lección de vida: y una de esas lecciones supone no rendirse».
“Tocar la otra orilla”. “No rendirse”. Las mujeres grandes y los hombres grandes lo han sido y lo son porque no se rinden. Porque se empeñan en llegar a la otra orilla. Cuántas veces y con cuánta facilidad y rapidez hacemos el duro ejercicio de dejar lo que cuesta. Conocí a una admirable mujer que ante los retos de la vida se decía a sí misma: “¡Como yo me ponga!”. Y se ponía. Y salía victoriosa.

domingo, 8 de septiembre de 2013

Gustav Holst.



Gustavus Theodore von Holst (21.9.1874 – 25.5.1934), (Gustav Holst), inglés, tocaba el trombón, era vegetariano y se quitó el von de su apellido, por si las moscas, al empezar la guerra europea. De su amplia producción musical me agrada mucho su St. Paul’s Suite en sus cuatro movimientos (1912). La llamó así, entre las muchas composiciones para que las interpretasen sus alumnas, en agradecimiento al colegio St. Paul's Girls' School en Hammersmith (Londres), donde fue director de música casi treinta años. Aunque su obra más conocida es The Planets, inspirada en la contemplación de su horóscopo. Cosa de los artistas.
Pero… parece que Gustav Holst era frugal, nunca fumaba ni bebía alcohol. Hasta aquí, bien. Pero… alguien le debió de convencer y se hizo vegetariano. Que no está tampoco mal. Había dejado su patria Cheltenham para completar sus estudios en Londres y muy pronto (no tenía todavía veinte años) su alimentación empezó  a ser pobre y escasa (cosas de muchos artistas) y quedaron muy pronto y seriamente afectados su estómago y su vista.
No pretenden estas líneas animar a nuestros hijos a que estudien música (que estaría muy bien), ni a que no fumen ni beban (que está igualmente bien), ni a que se hagan vegetarianos (que no está mal si está bien), sino a buscar dos metas fundamentales para florecer como hombres cabales. La primera: vivir en tal equilibrio el periodo de la preparación, los años de maduración y el tiempo del ejercicio de la propia profesión que consigan alcanzar la felicidad de estar cumpliendo honradamente el propio deber. Segunda: sentir la necesidad de dar siempre de sí el cien por cien. No se trata de someterse a situaciones degradantes para la salud de la mente, del cuerpo y del corazón, sino a todo lo contrario: hacer que la entrega en el trabajo, en la atención a los demás, en la intensidad del compromiso en el bien (en todo el bien) vaya perfilando la personalidad de quien se pueda decir que es de verdad un hombre.

martes, 3 de septiembre de 2013

Como entonces.



Primero Virgilio (¡perdón!: Publius Vergilius Maro 70-19 aC) y, cincuenta años más tarde, Columela (¡perdón de nuevo!: Lucius Junius Moderatus 4-70 dC), que habían aprendido de griegos, cartagineses y latinos más viejos que ellos el cultivo de la vid, enseñaban a su vez, con Georgica y  el Liber de arboribus, cómo se cultiva esta eximia planta, entre otros vegetales ilustres. Por ejemplo, el gran poeta (Virgilio, naturalmente, porque Columela, a pesar de haber nacido en Cádiz, de poeta nada de nada) en el segundo libro de sus Geórgicas decía cosas tan sabrosas como éstas (traducidas por mí más o menos): “…planta las vides en tierra parecida a la de su madre”. “Que estén orientadas al Norte o al Sur si al Norte o Sur en su infancia estuvieron”; y añade: “que es mucha la fuerza que guarda el hábito de la juventud”... “Puestas en orden a igual distancia separadas las filas por senderos amplios”.
El Istituto per i beni archeologici e monumentali del Consiglio nazionale delle ricerche en colaboración con la cátedra de Metodologías, cultura material y producciones artesanales en el mundo clásico de la Universidad de Catania se han puesto a ello. Quiero decir a cultivar la vid como los antiguos romanos y a ver qué pasa. 
Parece un reto y una forma arqueológica en vivo ridícula e inútil. Porqué ¿qué van a enseñar gentes de hace dos mil años después de que en el tiempo pasado se han hecho tantos ensayos, cruces, injertos, cepajes, hibridaciones, podas, abonos y todo ese mundo de mimo que los entendidos saben y practican?



La reflexión, muy breve, va por otro camino muy diferente pero igualmente delicado: ¿Qué hay de la educación que nos dieron nuestros mayores? ¿Su “producto” fue peor que el que puebla hoy nuestro mundo? ¿Estamos convencidos de que la “ley” que hay hoy en el aire y que rige la educación de nuestros hijos, de nuestros nietos, ha dejado o deja o va a dejar en la historia la presencia noble de personas llenas de ardor para el trabajo, de tenacidad para la lucha, de constancia en el esfuerzo por formarse, de decisión para renunciar a todo lo que estorbe en la construcción de una mujer y de un hombre abiertos a los demás, generosos en darse, decididos a amar más a los otros – a todos los otros - para dejar de amarse tanto a sí mismos?