sábado, 12 de febrero de 2011

No hay mayor amor que el del que da la vida por el amigo


Se ha hecho famosa la frase “No preguntes qué puede hacer tu país por ti, pregunta qué puedes hacer tú por tu país”. Se atribuye a Kennedy, pero, al parecer, la fuente viene de mucho más lejos: Aristóteles.
Los cristianos abusamos de pedir cosas a Dios. Quizás deberíamos preguntarnos con más frecuencia qué podríamos hacer nosotros para que se cumpla mejor en la Tierra la voluntad de Dios, ya que Él nos la encomendó a nosotros.
Contaba un misionero de un jovencito de los que formaban su familia cristiana que, al preguntarle “¿Tú qué le pides a Dios?”, recibió esta respuesta: “Yo le pregunto: «Señor, ¿qué puedo hacer por ti?».
Decimos: “Dios es bueno y todopoderoso. Que haga todo”. O, en negativo, “¿Por qué Dios, que es bueno y todopoderoso… permite que… y que…?”.
Vivimos clamando por la propia libertad y confiando a la Naturaleza nuestra espera y esperanza. “Dictadura” es palabra tabú. Y más tabú todavía su existencia. A lo mejor con toda razón. Pero nos portamos, más de lo que advertimos, como pequeños o grandes tiranuelos de la vida: del vecino, de la mujer, de los hijos, de los padres y, mucho más, de las instituciones, porque no hacen las cosas como nos gusta a nosotros. Y eso que brota tan espontáneamente en forma de protesta es el alma de la dictadura.    
Si se desborda un río, como es su deber (¿qué va a hacer si no?) cuando las aguas que llegan a él superan la capacidad de su cauce y se desbaratan las casas que lo bordean, no nos preguntamos por el capricho de los que las construyeron o de la autoridad que las permitió, sino que nos metemos con el río como si se hubiese portado mal. Cuando dos placas tectónicas rozan entre sí, como hacen todas de vez en cuando, y conmueven lo que tienen encima, nos preguntamos por qué no se están quietecitas y no vienen a turbar nuestra tranquilidad y nuestras propiedades. Y seguimos contemplando los montes y nos valemos de ellos para nuestro recreo y vacaciones sin pensar que surgieron de un cataclismo tremebundo que nunca se nos ha ocurrido criticar.
En cambio, cuando un hijo se nos desvía del camino que nos parece el adecuado, bramamos contra la calle, la sociedad, los amigotes, los maestros… sin darnos cuenta de que fue nuestra libertad la que nos hizo dejarle crecer como a él le gustaba y de que de aquellos gustos nacieron estos desvíos.

viernes, 11 de febrero de 2011

Lourdes...


Poco antes de morir, el 16 de Abril de 1879, de gangrena en una pierna, escribió esta página que alguien definió como su “testamento”:
Por la pobreza de mamá y papá, por la ruina del molino, por aquel tablón de la desgracia, por el vino derramado, por las ovejas sarnosas, gracias, Dios mío.
Por la boca hambrienta que debía saciar, por los niños que cuidé, por las ovejas que apacenté, gracias.
Gracias, Dios mío, por el procurador,  por el comisario,  por los guardias, por las palabras duras del abbé Peyramale.
Por los días que viniste. Virgen María, por los que no viniste no podré nunca darte gracias bastante más que en el Cielo.
Por la bofetada que me dieron, por las bromas, por las ofensas, por los que me tomaron por mentirosa, por los que me creyeron    una interesada, gracias, Nuestro Señor.
Por la ortografía que no aprendí, por la memoria que no he tenido nunca, por mi ignorancia y mi estupidez, gracias.
Gracias, gracias porque si hubiese habido en la tierra una joven más insignificante no me habríais elegido a mí.
Por mi madre muerta lejos de mí, por la pena que tuve cuando mi padre, en vez de tender los brazos hacia su pequeña Bernadette, me llamó "Sor Marie-Bernarde", gracias, Jesús.
Gracias por haber colmado de amarguras el corazón demasiado tierno que me habéis dado.
Por madre Joséphine, que dijo de mí que no valgo para nada, gracias.
Por los sarcasmos de la Madre Superiora, por su voz dura, sus injusticias, sus ironías, y por sus humillaciones, gracias.
Gracias por haber hecho que Madre Marie-Therese pudiese decir: "A usted no le sale nada bien".
Gracias por haber sido objeto privilegiado de regañinas, de modo que las hermanas decían: "Qué suerte no ser Bernadette".
Gracias por haber sido Bernadette, amenazada con la cárcel porque, por haberos visto, Virgen Santa, la gente me miraba como a un bicho raro: a esta Bernadette tan insignificante que cuando la veían, decían: "¿Esa?"
Por este cuerpo menguado que me habéis dado, por esta enfermedad de infierno, por mis carnes gangrenadas, por mis huesos cariados, por mis sudores, por mi fiebre, por mis dolores sordos y agudos, gracias, Dios mío.
Y por esta alma que me habéis dado, por el desierto de la aridez interior, por vuestra oscuridad y vuestras revelaciones, por vuestros silencios y vuestros destellos, por todo, por Vos, ausente o presente, gracias, Jesús.
Sor Bernadette Soubirous
A veces creemos que los santos son acaparadores de felicidad, humana y divina, y que caminaban por la vida sin barro, propio o ajeno, que pudiera hacer de lastre a sus alas. Su santidad se apoyaba en un “sentido común” que aceptaba la realidad de la vida con la condición de todo ser de paso caduco por estos “barrios bajos”, sin perder el sentido de que todo lo que vivían y los hacía santos era gracia del Autor del Amor: Dios.

jueves, 10 de febrero de 2011

¿Compadecer? "¡No quiero compasión!"


Alguna vez que nos hemos acercado a una persona que sufre, sobre todo cuando sufre por un mal profundo del espíritu, cuando desaparece de su vida un ser al que quiere, hemos oído: “¡No quiero compasión!”.
Hay un refrán que dice “ojos que no ven, corazón que no siente”. Yo había meditado muchas veces sobre el dolor de Cristo al caer bajo el peso de la cruz. Pero ese dolor nunca fue tan fuerte como el que sentí una mañana de invierno en que vi a un hombre joven y hermoso, pobremente vestido, cruzar la calle de la mano de su hijito. El hombre resbaló y cayó al suelo de una manera aparatosa. Entonces sentí como que aquel hombre era la figura del propio Cristo y todo el dolor, la humillación que él debió sentir la sentí yo como una meditación religiosa con doble sentido. El sufrimiento por aquel hombre y el pensar en el sufrimiento de Jesús al caer con la cruz a cuestas.
Compadecer es el sentimiento más profundo hacia otro: es participar de lo más profundo de la vida: el sufrimiento.
Es verdad que si la compasión son sólo palabras o sólo cumplimiento se presenta como una irrisión y la respuesta justa es “¡Tú qué vas a sentir!”. Pero cuando conocemos a la persona que se nos acerca con un silencio entrañable, con un abrazo sincero, debemos aceptar su gesto como la parte de fuerza que nos ha abandonado en el momento del golpe.
Debemos recordar sus miradas de amistad y sus actitudes de cariño sincero. No todo es fingimiento en la sociedad en que vivimos. No todos los que nos dicen que nos quieren mucho mienten al decirlo.     
¿Por qué recibimos con agrado y agradecimiento cuando aciertan con un regalo que nos hacen (y con protestas: “¿Por qué te has molestado?”) y no somos capaces de aceptar el regalo más acertado, más profundo y sincero como es el de querer hacer verdad la definición que de la amistad hacía el poeta Horacio: “¡Mitad de mi alma!”. 
¡Cuánto nos cuesta amar de verdad! Pero también ¡cuánto nos cuesta dejar que nos quieran!

martes, 8 de febrero de 2011

Los ojos, espejo de Dios

Si miras los ojos del ser humano que tienes de frente, sea hombre o mujer, joven, anciano o niño, blanco o negro, no podrás sentir ni odio ni desprecio ni rencor ni envidia ni desamor. Porque detrás de esos ojos verás un ser que sufre, que tiene penas, problemas, angustias, temores, fracasos, dolor… ¿Y cómo se puede sentir odio y desamor hacia un ser humano que sufre? Si no eres capaz de sentir amor simplemente porque es un ser humano, siéntelo al menos por respeto a sus sufrimientos.
“Si Dios habita en todo viviente - completaba Gandhi con la grandeza de quien se siente casa de Dios -, ¿cómo podemos pensar que alguien sea nuestro enemigo?”.
O necesita de ti una luz de perdón, un atisbo de comprensión para un error que ha cometido contra ti. O puede que, al mirarte, sueñe, que te ame, que desee descubrir en tus ojos el fondo de tu alma. Que busque encontrar en tu persona el estímulo que necesita para ser mejor, el refugio para sus inquietudes de bien.   
Los tres evangelistas llamados sinópticos (porque presentan la vida de Jesús sobre un esquema muy parecido) narran el encuentro de un varón con el Maestro. Mateo dice que era joven, Lucas que era uno de los principales, pero Marcos anota un gesto precioso de Jesús: “Jesús, fijando en él sus ojos, le amó y le dijo: Una cosa te falta, anda, cuanto tienes, véndelo y da el dinero a los pobres y tendrás un tesoro en el cielo. Luego, ven y sígueme”. En tan pocas palabras hay todo un programa de perfección.
Pero ahora interesa ponderar estas palabras: “Fijó en él sus ojos y le amó”.
Nos fijamos, al escuchar o pensar en Jesús, más en su doctrina que en su persona. Y perdemos, por dejar de mirarle, la riqueza de su afecto que conquista con su mirada. El joven se alejó triste porque era muy rico y no era capaz de seguir aquel proyecto. Pero Jesús le amó más porque vio en sus ojos la debilidad de sus buenos deseos.  
No podemos dejar de mirar a Jesús para aprender a mirar amando. Y no podemos dejar de amar aunque nuestras palabras, nuestra persona, nuestras propuestas queden en el aire.
Nuestra mirada y nuestro amor no han sido en vano. 

domingo, 6 de febrero de 2011

¿Un Papa salesiano?

Sí: el beato Pío IX. No “salesiano” profeso en la Sociedad de San Francisco de Sales, sino como primer Salesiano Cooperador. Su fiesta es el 7 de febrero.
En marzo de 1858 Don Bosco, que estaba en Roma, tuvo su primer encuentro con el Papa. Cada uno de ellos intuyó que estaba ante un hombre de Dios. Y se sostuvieron mutuamente en la medida en que pudieron hacerlo.    
Pío IX determinó, a petición de don Bosco, la Institución de los Salesianos seculares o Cooperadores y Don Bosco le pidió que fuese el primero en serlo. Pío IX le complació. Pío IX le indicó también que debía fundar, para mantener la obra iniciada a favor de los jóvenes, una congregación de votos simples, de ciudadanos libres y con plenos derechos civiles.
Juan María Ferretti, sacerdote en 1819, trabajó en Roma cuatro años en un centro educativo y dos en América (Argentina, Chile y Perú) junto al nuncio apostólico. Regresó a Roma en 1825 y dos años más tarde fue nombrado arzobispo de Spoleto. Tenía 35 años. Nombrado cardenal en 1840, fue elegido Papa a la muerte de Gregorio XVI en 1846.
Era un hombre culto y de amplia mirada sobre el mundo que le rodeaba: proclamó una amnistía para los presos políticos e instituyó La Consulta, una cámara de representación popular para una mayor participación ciudadana en el gobierno de los Estados pontificios, suprimió el gueto judío de Roma. Todo ello con dificultades con los siete secretarios de Estado que tuvo en los dos primeros años.
La república francesa proclamada por los franceses en Roma en 1848 le hizo dejar la ciudad y refugiarse en Gaeta. En 1853 entabló relaciones con las monarquías protestantes de los Países Bajos e Inglaterra y se pudo restablecer la jerarquía católica.
Tuvo que oponerse a la amenaza de unificación de toda Italia bajo Víctor Manuel II y la consiguiente desaparición de los Estados pontificios.
Expuso y condenó los errores doctrinales o posturas políticas de esa etapa de la historia de la iglesia: el panteísmo, el naturalismo, el racionalismo, el indiferentismo, el socialismo, el comunismo, el liberalismo, las sociedades secretas…
Proclamó el dogma de la Inmaculada Concepción de María en 1858 y convocó el Concilio Vaticano I años más tarde.
El 20 de septiembre de 1870  el ejército piamontés entró en Roma y la Sede apostólica quedó reducida al terreno del Vaticano.
Durante este periodo comienza también el llamado catolicismo social en defensa de los derechos de los trabajadores con las dificultades de la oposición de gran parte de la sociedad hacia la“reforma de las estructuras”. Pío IX, en la encíclica Quanta Cura, (1864) condenó el socialismo y el liberalismo económico.
Se superó en la iglesia el jansenismo, un catolicismo teñido de calvinismo que repercutía gravemente en la práctica de los sacramentos de la Eucaristía y la Penitencia. En 1851 Pío IX recomendaba la Adoración Perpetua, proclamó venerable a Sor Margarita María Alacoque y difundió la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús. La fe cristiana se robusteció haciéndose más Cristocéntrica.
Murió a los 86 años después de casi 32 de fecundo, tenso y doloroso pontificado.
Su lápida sepulcral lleva la sucinta frase "''Ossa et cineres Pii IX papae. Orate pro eo" (Huesos y cenizas del papa Pío IX. Rogad por él).
Fue beatificado por el papa Juan Pablo II en el año 2000.

viernes, 4 de febrero de 2011

La noble tarea de SER padres.

Seguramente Leonardito Altobelli nació en Troya, provincia de Foggia, en Italia, en años muy briosos del fascismo, con muchas ganas de estudiar. No es frecuente que los niños tengan esas ganas. Tienen otras muchas; y cuesta un imperio convencerles de que lo que importa para abrirse paso en esta vida de engranajes sociales, no es meter goles, ni volcarse en un iPod Mini, aunque sea con el número de serie repetido, colocarse… sino estudiar, sacar un título, encontrar un trabajo, ganar unas oposiciones, en una palabra, colocarse, colocarse de verdad. Pues Leonardo, no. Prefirió seguir andando, subiendo las cuestas de la vida hasta el punto de que a sus 74 años, en diciembre de 2010, celebró su undécimo doctorado. Lo tenía ya en Arqueología, Medicina, Derecho, Ciencias Políticas… ¡y así hasta once! Y es todavía médico de cabecera de muchas personas que le confían su salud. Lo hizo saber la prensa de aquellos días.
¿Y yo qué hago? ¿Y mis hijos? ¿Tenemos algo de ese espíritu alpinista (¡con mesura, desde luego!) que nos hace mirar hacia arriba con ilusión, con valentía, con la decisión de que la cima es ya nuestra?
Antes los niños eran niños, después fueron nenes, ahora se han convertido (algunos, claro, ¡menos mal!) en ninis. Han perdido el sistema vertebral. Viven con el trasero pegado a una silla o un sillón de ruedas, abriendo ventanas en su ordenador con ayuda de sus esclavos buscadores, hurgando en todo lo que les parece placentero, entablando amistades a oscuras para convencerse de que son conquistadores del mundo y de los corazones. En vez de la inteligencia, cultivan la fantasía alimentándola sólo con el humo de lo atractivo, de lo inconsistente. Y se levantan ellos mismos de ese puente de mando de su Titanic inconsistentes.
¿Y sus padres? A lo mejor ya es tarde, y no hay más salida que resignarse. O desentenderse de ello y que salga el sol por Antequera o por encima de las bardas de la pocilga más cercana. Pero a lo que no hay derecho es a que haya padres que están  a tiempo de educar, es decir, de conducir, que es la tarea más noble, más rentable, más difícil de la paternidad. ¡Y de la maternidad, naturalmente! Y no se enteran de que deben hacerlo. O no se preocupan de educarse a sí mismos para saber, para poder hacerlo. Y se desentienden también. Para ellos el futuro es un premio de la lotería: A lo mejor me toca.
No se puede llegar tarde y, en vez de educarlos desde su nacimiento, esperar a que los hijos se conviertan en un grano que ha salido por accidente y casi, casi, lo único que se desea es que desaparezca. Y no es así. Ese grano es el acné, síntoma de que la pubertad está abriéndose a una espléndida floración, insegura sí, aunque lo disimulan, pero rica con toda la riqueza de un bello fruto adolescente.

jueves, 3 de febrero de 2011

El deseo de crecer...


Cuando tenía muy pocos años nuestro pequeño hombre entró de criado en una carbonería de su pueblo, perdido en la Mancha: escaso el jornal, mala la comida y un trato inhumano. Carbonería de las que hacen carbón y que no sólo lo venden. Y fraguaba, fraguaba…  la idea de huir de aquel negro rincón.
Hasta allí iban desde Madrid carboneros a buscar carbón. Uno de ellos, que se llamaba Juan, le trató con respeto y nuestro pequeño hombre le pregunto dónde vivía. El señor Juan le respondió que en la calle del Ave María. Y nuestro pequeño hombre al día siguiente solo, andando, con sesenta céntimos en el bolsillo, se encaminó hacia Madrid. Al llegar preguntó a un guardia dónde estaba una calle que tenía nombre de Semana Santa donde vivía un señor que se llamaba Juan y que era carbonero. El guardia, como lo habría hecho cualquiera de los de hoy, lo miró con curiosidad, pero también con estima por lo que le explicaba sobre sus intenciones y se dedicaron a recorrer las calles con nombre de Semana Santa: Verónica, Amor de Dios, Válgame Dios, Desamparados… sin éxito. Pensó el guardia que tal vez se trataba de la del Ave María ¡y allí encontraron la carbonería del señor Juan que quedó pasmado cuando le oyó a nuestro hombre que había huido del pueblo para lograr un poco de luz para su vida!. Se quedó a trabajar en la carbonería de la calle del Ave María.
Los primeros ahorros y parte de los siguientes los invirtió en un silabario y una vela, después en un catón y más velas y aprendió, en la escuela nocturna de su cuartucho, a leer y a escribir.
Encontró la posibilidad de trabajar como listero en una obra y siguió con su escuela particular, abierta todas las noches donde él era maestro y al mismo tiempo, único alumno. Mientras tanto había pulido su persona y su presencia y entró en la casa del Marqués de… En ella tenía, entre otras misiones, la de acompañar al primogénito de la familia al Instituto. Pero por su cuenta se matriculó él también y empezó el bachillerato hasta que el marqués se enteró y le prohibió que asistiese a las clases con su hijo. Nuestro hombre se despidió de la casa.
Se colocó de oficinista, al mismo tiempo que completaba el Bachillerato al que siguieron los estudios de Derecho en la Universidad donde se doctoró. Más tarde cursó Filosofía y Letras y Ciencias Morales y Políticas. Fue Director General de Prisiones, Ministro de Justicia algunos meses y autor de varios tratados.
Como esto no es un cuento, sino la historia real de un hombre auténtico que él mismo relataba sencillamente, con naturalidad, sin dar importancia a nada que le pudiese servir de halago, llenando su conversación con las anécdotas y la descripción de los muchos lugares del mundo que había conocido, debe bastar, sin comentarios, para encender en todos el deseo de crecer.

martes, 1 de febrero de 2011

Contemporizar...

Cuántas veces en visitas, reuniones y asambleas habrás oído esta palabra, dicha acaso por persona sesuda, como único remedio para resolver una cuestión o solucionar algún conflicto: - “¡Contempo-ricemos!”.
Y habrás visto también que, contemporizando, se cortan luchas, enemistades, trabajos y sacrificios. Seguramente, cuando otra vez oigas esta fatídica palabra, asentirás también exclamando: - “Eso es. ¡Contemporicemos!”.
Pero también sabes que las más de la veces contemporizar es la actitud del cobarde o del egoísta. Sólo cuando al no hacerlo pudieran nacer mayores males que los que se procura evitar, se debe transigir, contemporizar o, dicho más propiamente, aunque con un vocablo bastante “borde”, aguantarse.
Porque contemporizar en ese caso es conceder, es dar la razón al contrario cuando sobradamente sabemos que la razón y la verdad están de nuestra parte. Y es someterse a la sinrazón voluntariamente. Por lo que ese otro verbo aguantarse da idea de la indignidad, de la pateada rebeldía justificada ante una notoria injusticia. ¡Contemporizar...! Por hacerlo, los problemas recién nacidos toman proporciones aterradoras y lo que al principio pudo resolverse y reorientarse con un mínimo esfuerzo, necesita después un largo estudio y una energía extrema, si es que cabe el remedio.
En la vida de las personas, de las familias, de las instituciones, de la sociedad se da frecuentemente la violencia como instrumento para imponer lo que quiere el dictador de boca más grande, de voz más alta, de golpe más rabioso, de bolsa más llena. Y, por otra parte, en las personas, en las familias, en las instituciones y en la sociedad (¡miremos en nuestro interior y a nuestro alrededor!) se vive muchas veces en actitud de cobardía que hace callar primero y sucumbir después bajo la sinrazón de la fuerza bruta, del capricho, de la ideología.
Don Bosco repetía una frase tomada de alguien, pero que no sufría desdoro en sus labios: “El triunfo de los malos se debe a la cobardía de los buenos”. ¿Cómo va a hacernos posible nuestra cobardía que oigamos la voz que nos habla de deber, de sacrificio, de justicia, de sociabilidad, de caridad y amor cuando con sólo contemporizar con la corriente (“¡Si lo hacen todos!”), con la comodidad (“¡A mí que me dejen en paz!”), con la tranquilidad a todo trance (“¡Eso no va conmigo!”), con la vulgaridad (“¡Pues no veo que esté tan mal!”) si nos ahorramos disgustos y dinero? ¿Cómo vamos a elevar nuestra voz para señalar, condenar, exigir reparación si se dan errores, imposiciones, antojos y desafueros? 
¿Merecemos ser parte de una sociedad a la que no aportamos dignidad?