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viernes, 10 de noviembre de 2017

Ultracrepidario: no juzgue por encima...

Probablemente la palabra ultracrepidario es fea. Pero así le llamó hace ya muchos años William Hazlitt a otro William, William Gifford, porque le había criticado repetidamente su estilo literario. Y cuatro años más tarde, en 1823, un amigo de Hazlitt, Leigh Hunt le arrojó el mismo epíteto en defensa de su amigo. Eran hombres que se bañaban en la cultura clásica.  
Los que la dominan hoy, aunque no se peguen con sus colegas, saben que todo viene de aquella diatriba que se entabló hace como 2350 años entre el pintor Apeles de Coo y un zapatero. Lo contaban, en Latín, naturalmente, Valerio Máximo y Plinio el Viejo con casi iguales palabras: “Ne supra crepidam sutor predicaret” le dijo el pintor al que puede traducirse como “Que el zapatero no juzgue por encima de la sandalia” (ultra equivale a super o supra).
Un zapatero le dijo a Apeles que las sandalias no son como las había pintado. Y parece que Apeles le escuchó con sosiego. Al día siguiente el zapatero, engreído al ver que Apeles le había hecho caso y había corregido, le criticó también la pintura de una rodilla. La respuesta del paciente Apeles fue la que ya has leído. En griego naturalmente.
Breve y abreviadamente se suele decir en castellano: Ne sutor super crepidam. Y me viene este recuerdo cuando en estos días pasados se oye criticar sobre política y se escuchan propuestas sabias sobre el modo de conducir el rebaño humano. Y no sólo sobre Política, sino sobre todo lo que hay debajo del Cielo (ojalá no intenten escalarlo).
Hay quien tal vez sepa mucho de lo suyo (¡vaya usted a saber!), o tiene una hornacina en la galería de honores humanos (o cree tenerla), o se considera oráculo de la verdad porque dispone de un papel o un micrófono, o es un as en un cierto arte o profesión, y se dispone a decir a los responsables, que se supone que son expertos, cómo deben hacerse las cosas según su consejo.
Son igual que esos veteranos que generalmente con buen humor pasan horas contemplando una obra pública y callejera  e intercambiando opiniones sobre el modo de rematarla. 

miércoles, 4 de enero de 2017

Tres: eran tres.

Se sabe por las crónicas que las columnas que llegaban a la Laguna de Venecia en septiembre de 1172, eran tres. Las llevaba hasta aquella extraordinaria ciudad el capitán Jacopo Orseolo Falier como regalo de la ciudad de Constantinopla al doge de Venecia, Sebastiano Ziani.
Los que visitan y admiran la ciudad elevan la mirada y el alma para contemplar en lo más alto de las dos que allí dominan el tiempo y el aire al León alado de San Marcos y al santo guerrero San Teodoro de Amasea. Teodoro fue un militar en el siglo III, muy estimado por haber matado a un peligroso dragón o cocodrilo, pero condenado a muerte por haber destruido con el fuego el templo dedicado a la diosa Cibeles.
San Teodoro había sido el primer patrón de Venecia. Pero los venecianos pensaron que un santo griego no iba bien como patrón a una ciudad que debía más a San Marcos, discípulo de San Pedro. Y cambiaron de patrón y le dedicaron al nuevo el año 828 la magnífica basílica que preside la plaza de su nombre.
San Teodoro sigue en su columna con el dragón a sus pies. El León de San Marcos comparte  y defiende a Venecia desde la suya. ¿Y las cincuenta toneladas de la tercera columna con la figura del doge tocado con su característico birrete? En el fondo del mar, a unos 10 ó 12 metros de profundidad. No acertaron en la aplicación de las leyes de la gravedad al desembarcarla. Ahora estudian recuperarla, aunque no parece fácil después de sus 800 años de vida submarina. 
No creo que sea sacar por los pelos una aplicación para nuestra condición de soñadores y formadores de mujeres y hombres.
¿Ensayamos con seriedad nuestro papel de productor de valores para regalarlos a las familias que nos los confían y a la sociedad que nos los pide? ¿Estudiamos bien el equilibrio entre el peso de lo aparente y lo profundo? ¿Nos distrae el brillo exterior, la simpatía, la “consonancia” con nuestros gustos y planteamientos y descuidamos la mismidad de la persona, su capacidad de ir más allá de nuestros metros, por encima de la vulgar apariencia y atractiva?

lunes, 4 de abril de 2016

Takinoue.

Será verdad o no será verdad. Yo tiendo a creer que, siendo tan bonito, no puede ser sino verdad. En Shintori, de la prefectura de Miyazaki, en Japón, viven la señora Kuroki y el señor Kuroki. Tal vez lo sabes ya. Nos sonríen desde la foto. Cultivan el campo y, como buenos japoneses, la belleza. Detrás de ellos se puede ver un mar de flores que no han nacido porque sí. El señor Kuroki, nos dicen, se propuso curar con ellas a su esposa, afectada de ceguera y de otro mal peor, la tristeza y la depresión. Desde 1956 viven en ese lugar. Poco a poco en su larga vida la diabetes, leemos en la noticia que comentamos, sumió a la señora Kuroki en una creciente ceguera y en una incurable desgana que la fue recluyendo en su hogar.
Pero el corazón de un enamorado (mira su mano sobre el hombro de su amada) fue capaz de crear un mundo nuevo. Sembró semillas de ternura y 'shibazakura', una especie de rosas muy aromáticas. El olor de tantas flores y el calor del amor de su marido hicieron que la esposa saliese al sol, al aire y a la encariñada caricia del esposo sobre su hombro que refleja la de su corazón. Te hará bien leer más de esta noticia en algún medio de comunicación de esos pocos que regalan auténtica belleza y sincero amor.
Mientras tanto, puedes pensar y preguntarte conmigo: ¿cómo es el mundo que cultivo?; ¿qué semillas siembro en él?; ¿qué lo llena?; ¿son mi gusto, mi proyecto, mi interés, mi cuenta bancaria las rosas que riego para mí?; ¿no me he dado cuenta de que la inercia sigue alimentando en mí al niño caprichoso del pasado, molesto por todo lo que los demás hacen y no me gusta y empeñado en que los demás hagan lo que me gusta a mí?; ¿me empeño en pensar que la razón está siempre de mi parte, que si cedo es por no pasarlo yo mal y no para que los míos crezcan con el buen olor de una familia que se ama? Es decir, ¿me he empeñado en ser, y lo vivo con arrojo, un verdadero esposo, un auténtico padre, un valiente educador?

sábado, 30 de enero de 2016

La Historia...

François Coppée (1842-1908) fue un poeta parnasiano de la Academia francesa, de formas sencillas, volcado sobre las cosas sencillas, sobre la gente pobre. “Educado cristianamente desde la primera Comunión – escribió - cumplí durante varios años mis deberes religiosos con sincero fervor… Dejé todas las prácticas religiosas por una falsa vergüenza y todo el mal derivó de esta primera culpa contra la humildad, que decididamente me parecía como la más necesaria de todas las virtudes... y me hice enseguida casi indiferente ante cualquier preocupación religiosa”...
Ya mayor, en 1897, se puso gravemente enfermo por dos veces. La “recaída me condenaba a mantenerme en una inmovilidad dolorosa por larguísimos días y hubo algunos terribles. Sólo entonces mi espíritu se elevó a pensamientos graves. Habiéndome juzgado con una severidad escrupulosa, sentí disgusto de mí mismo, me tuve horror: esta vez vino por fin un sacerdote”. Y volvió a la fe de su infancia.
En Le Gaulois del 12 de enero de 1903 publicó un artículo: Ayuda para Don Bosco. El orfanato de Don Bosco de Ménilmontant de París corría peligro: los bienhechores no daban ya limosnas porque temían que en breve plazo la obra pasase a manos del gobierno del Presidente Combes. E invitaba a leer la “biografía” de Don Bosco escrita por su amigo Karl-Joris Huysmans (Esquisse sur Don Bosco), otro grande de la literatura francesa, al que había animado para la escribiese.
“Encogeos de hombros... – escribía Coppée - los hombres, orgullosos histriones de una vana ciencia ¿Qué importa? No os pediré a ninguno que me explique cómo la palabra de un humilde artesano de Galilea, transmitida a algunos insignificantes con el mandato de enseñarla a todos los pueblos, resuena todavía victoriosamente, después de diecinueve siglos, en cualquier sitio en el que el hombre no sea un bárbaro…
… Estos sacerdotes enseñan a sus alumnos la más pura moral; quieren hacer de ellos ciudadanos honrados y útiles, pero que, tal vez, dentro de algunos años, no votarán a los sectarios. ¡Estáis también vosotros de acuerdo con que esto es intolerable! Por tanto, que se redacte enseguida un decreto de expulsión por obra de Combes, el Apóstata... Que se eche, pues, a estos religiosos que practican virtudes escandalosas; ¡que se dispersen estos jóvenes, simientes de católicos y de amantes de la Patria! ¡A la calle toda esta chusma! Así olvidarán los cantos sagrados y aprenderán a cantar los cantos revolucionarios. ¡Desinfectemos a estos jóvenes del nauseabundo olor de incienso y hagamos que respiren el sano y fuerte perfume del cieno fangoso!
¿Qué importa si después muchos de ellos irán a engrosar la turba de los viciosos y de los criminales? Lo esencial es que se conviertan, todos o casi todos, en comecuras...
Se explica esta preocupación, sin duda. Pero olvidan que dentro viven muchachos muy pobres; que allí se vive siempre al día, contando sólo con los donativos del mañana y que no faltarán nunca, desde ahora...
Pero si yo espero que las casas de beneficencia católicas no las cerrarán enseguida, no es porque yo espere de nuestros tiranuelos un momento de justicia y de piedad; no. Ellos escuchan sólo su mal deseo y matarán la libertad de hacer el bien como intentan matar la libertad de enseñar. Los detendrá, tal vez, la pobreza a la que su política redujo las finanzas del estado: es decir, no podrán tomar a cargo de la nación a tantos huérfanos, a tantos viejos, a tantos enfermos, a tantos desgraciados de todo género a los que ahora atiende la caridad cristiana. Por gracia de Dios no es siempre tan fácil hacer el mal. El balance de la asistencia pública es ya enorme y nadie sueña con aumentarlo, especialmente cuando se piensa que nuestros amos deben satisfacer tantos ávidos apetitos de los que están ladrando alrededor del plato de mantequilla...”.
François Coppée
de la Academia Francesa.

“Hoy ya no vive, pero en todo el mundo,
con generoso corazón más fuerte,
irradia siempre aquel amor fecundo
que el alma salva del báratro de muerte”.

miércoles, 24 de junio de 2015

Buganvilla.

Fue el botánico Philibert Commerson el que dio el nombre de Louis Antoine de Bougainville a esa planta generosa que crece en lugares templados y que adorna profusamente los altos de un muro, la entrada a una casa sencilla o el ángulo protegido de un patio. Fue hacia 1768 y nos vino del Brasil. El nombre científico, por ser tan botánico, se cambió en algunos lugares con variantes como bugambilia y buganvilla. Pero más graciosos son otros nombres menos científicos y técnicos y más caseros como papelillo, Napoleón (¡sí!), veranera, trinitaria, Santa Rita...
Y es tan generosa que elige color, de modo que las hay de color blanco, amarillo, rosado, magenta, púrpura, rojo, anaranjado...
Traigo esta bella imagen de la bugambilia precisamente por su generosidad, constancia, humildad y alegría… Y por el buen ejemplo que puede tener para nuestras reservas, suficiencias, cicaterías, reticencias, condiciones, sigilos, precauciones… en el trato con los demás. ¿Exagero? ¡No! 
Cuando el 24 de julio de hace dos años, el Papa Francisco hablaba a los jóvenes en el Santuario de Nuestra Señora Aparecida de Brasil, durante las Jornadas Mundiales de la Juventud, les decía: «Los jóvenes no necesitan solo cosas, sino que tienen necesidad de que se les propongan los valores inmateriales que son el corazón espiritual de un pueblo: espiritualidad, generosidad, solidaridad, perseverancia, fraternidad, alegría. Son  valores que encuentran su raíz más profunda en la fe cristiana».
Se lo decía en el segundo templo católico más grande del mundo, desde 1980, con capacidad para 45.000 personas. Y aunque no se refería a la bugambilia, nosotros debemos tomar de las palabras del Papa y de la grandiosa, incansable, humilde y generosa belleza de la bugambilia, nacida en Brasil y multiplicada desde allí en todo el mundo, la decisión de educar no en la pobre búsqueda de las cosas, sino en el propósito de multiplicar la alegría y la disponibilidad hacia todos los que nos traten. 

martes, 9 de junio de 2015

Marion Booth

Esta es Marion Booth, canadiense, a la que ya conoces por la prensa. Setenta años después de hacer lo que hizo se le ha concedido, en Inglaterra, el premio «Bletchley Park» por su eficacísima colaboración, desde sus 17 años, en descifrar mensajes japoneses entre los buques de guerra de la Segunda Guerra Mundial. Y lo que hizo no se sabe, porque firmó un contrato de silencio sobre su labor.
Cifrar y descifrar es un trabajo pesado, casi penoso, y más si es en la guerra, fuera de su patria y a su edad. Y sin poder presumir de lo que hacía, como solemos hacer nosotros.
¿Y por qué fue? Lo cuenta ella: «Estaba sirviendo a nuestro país. Vi a hombres jóvenes, cuando estaba todavía en la escuela secundaria, que se marcharon con 16, 17 y 18 años. Solíamos ir a la estación para decirles adiós, y muchos de ellos nunca regresaron. No voy a olvidar eso. Por eso me fui. Tenía que hacer algo o ayudar a hacer algo». Se alistó en la marina canadiense y fue enviada a la «Women’s Royal Canadian Naval Service», en el servicio secreto como una de las primeras espías de su nacionalidad en ese tipo de trabajo
Al terminar la guerra regresó a Ottawa y decidió seguir en su papel de espía: «Los 20 o 25 dólares que ofrecían parecían bastante buenos”. Tenía que vivir, conocía ya el percal y aceptó ese magro sueldo mensual. 
Lo importante en este leve comentario ya está dicho un poco más arriba y lo copiamos aquí de nuevo: “… muchos de ellos nunca regresaron. No voy a olvidar eso. Por eso me fui. Tenía que hacer algo…”.
Es un buen punto de partida para nuestra reflexión de educadores. Conceptos, noticias, cálculos, fechas, personajes, métodos, procedimientos… y muchas más “cosas” (permitidme que hable así) llegan a la mente de  nuestros destinatarios para “amueblar” su vida. Pero si nosotros mismos (yo, tú…) no somos “un valor”, no habremos sido capaces de infundir “valores”, verdaderos valores, auténticos valores y no habremos cumplido con nuestra sublime misión de colaborar en la generación de personas, auténticas personas, valiosas, verdaderas.

miércoles, 22 de abril de 2015

Tus huellas.

Mi amigo Alejandro escribía sobre la “arena”, cuando tenía quince años, la poesía que transcribo:
    Vengas de donde vengas  - pienses como pienses – seas lo que seas
               - recuerda: - deja huella. 
                Como un avión que deja su estela
                en el aire al volar,
                logra tú que tus pisadas
                queden marcadas a orillas del mar.      
                Como recuerdos en la memoria
                que no logras olvidar
                haz que tus acciones queden en el tiempo
                al echar la vista atrás.
                 Y así dentro de un tiempo
                                                   cuando el final haya llegado
                                                   esas huellas que dejaste
                                                   harán que no seas olvidado.

Estoy seguro de que cuando, dentro de dos años, repase estos versos, los pulirá sin prisas y hará que su lectura te sea más plácida. Pero estoy también seguro de que no cambiará ni una tilde de la propuesta que hace. Y dentro de veinte años añadirá que una Mirada amorosa y una Memoria sin fisuras dan perpetuidad a nuestras vidas porque están enraizadas en la Vida. ¡Qué bien se entiende esto cuando se celebra con gozo la Pascua de Quien es para nosotros Camino, Verdad y Vida!.
¿Quién siente, de entre los nuestros, de quince años, que la vida es siempre siembra de bien hoy para una cosecha plena en el mañana? Tal vez vivir al día (no prestar atención a que pisamos destruyendo, a que sembramos granos hueros, a que dejamos estelas inconsistentes) nos hace perder de vista que nuestros jóvenes necesitan el sosiego oportuno y el ejemplo determinante para que descubran en el fondo de su espíritu que existe una responsabilidad, es decir capacidad de dar respuestas que nos hagan felices y hagan felices a los que sigan nuestras huellas porque hemos amado.

jueves, 2 de abril de 2015

Será verdad?

Aseguran que sí. Que hay naciones que sobresalen por su progreso, riqueza, ejemplaridad, hidalguía, orden, disciplina, belleza, acogida… y muchas cosas más (bueno, esas “naciones” no son así; así son sus “nacionales”). Y lo atribuyen a que los niños cuando nacen, se juramentan para vivir siempre orientados en sus actos por la ética, en su conciencia por la integridad, en su conducta por el respeto a las leyes y a los derechos de los demás, en sus relaciones por la responsabilidad, en sus movimientos por el amor al trabajo, en el uso de los valores por el ahorro y la inversión, en sus metas por la superación y en el uso del reloj por la puntualidad.
Y si no se juramentan, lo maman y lo van copiando después de los que ya están siendo así. No es nada anormal. Es como si los niños quisiesen tener piernas, manos, pulmones, ojos, boca, aire, agua, calor, palabra… Diríamos: ¡Lógico! ¡No puede ser de otra manera!
Pero muchas veces debemos confesar que acusar de corrupción a muchos, de incapacidad a la mayor parte, de errores a los que mandan, de persecución a los que no juegan con nosotros… es un oficio que nos ocupa demasiado tiempo, demasiado juicio crítico, demasiada inquisición y demasiado espacio que seguramente no nos toca ocupar. Y nos distraemos de otro oficio, el nuestro: que es estimular a los que comparten la vida con nosotros (hijos, esposos, educandos, amigos, compañeros, compadres…) para que la vivan en todas sus dimensiones al cien por cien. Que no sean indolentes cuando es tiempo (y tiempo es cada día de la vida) para adquirir competencias; para fortalecer el sentido de justicia; para enriquecer ese sentido con el de la generosidad. Que no sean ruines para aceptar que el otro, sea quien sea (no solo el amiguete), ha acertado, tiene buena voluntad, desea hacerlo mejor. Que no sean blandos en tener o permitir gastos que no son solo pura complacencia, sino inoculación de despilfarro en el ritmo de la existencia.
Nos toca construir el mundo. No solo discutir a los que lo intentan hacer y se equivocan. Y tenemos para ello a disposición la espléndida escuela de la vida en la que tenemos que inyectar, suave pero decididamente, lo mejor de nuestro yo. 

miércoles, 1 de octubre de 2014

La orilla.

Casi al final de la preciosa ópera Marina de Francisco Camprodón y Emilio Arrieta, un grupo de pescadores de Lloret de Mar, con Roque a su cabeza, cantan las seguidillas que todos recordáis: No enseñes en la playa la pantorrilla que hay muchos tiburones junto a la orilla.
Y me vino el recuerdo de haber visto hace pocos días, y vosotros lo visteis sin duda en los medios, cómo un veloz y voraz mero, casi en la orilla de la costa Bonita Springs de Florida agarró con su desmesurada bocaza a un tiburón que estaba prendido del anzuelo de un pescador.
“De la mar, el mero” dice la mitad de un dicho gastronómico conocido por todos. No sé cual será el dicho que corre entre ellos, los meros. Pero me asombró también ver la imagen de un buceador que contemplaba a un enorme mero, entre las rocas que le servían de amparo, que las debía estar pasando moradas porque tenía a un tiburón engullido a medias y no tenía manos para organizar con ritmo los platos de su banquete.
La templanza de los pececitos de colores no nos puede dejar complacidos viendo cómo nuestros hijos, nuestros educandos, se mueven con gusto en un mar apestado de insaciables tiburones. Y de meros tragamallas. Todos ellos carnívoros. Y no estoy pensando solo en esos a los que la policía trata de echarle mano en el intento de una caza en un barrio de una gran ciudad. Hace años, decíamos “¡Cuidado con las lecturas!”. Ahora no hay libros. “¡Aburre tanto leer!”. Hay tabletas. Y un mundo lejano, pero que se les mete en lo más hondo de todos los sentidos de los que más queremos, va poblando su vida en todas las direcciones. Se deforma su carácter. Porque al encerrarse en ese mundo prescinden de la preciosa (y a veces necesariamente exigente) escuela de la familia, de la fraternidad (si tienen la fortuna de no ser únicos), de la amistad, del altruismo, de la generosidad, de la entrega, de la paciencia, de la ayuda, activa y pasiva. Sufren en su criterio, porque lo que contemplan en alguna de sus pantallas es con frecuencia un esquema de vida tramado con el placer, con la violencia, con la complacencia por encima de cualquier código de vida y de conducta nobles. Carecen del ejercicio del encuentro, con la experiencia de que la vida es un proceso en el que se crece gracias o a pesar de los demás, pero siempre con los demás.          

¡Que no se te escapen creyendo que están en la orilla!

miércoles, 20 de junio de 2012

Séneca.


A Lucio Anneo Séneca le debió de divertir el título que puso a la sátira contra el fallecido emperador Claudio: Apocolocyntosis divi Claudii (que para los que tienen el griego - y el latín - un poco hacinado, se podría traducir como La conversión en calabaza del divino Claudio. Y le divertiría en su embestida juzgarle, condenarle, desterrarle del Olimpo, arrojarlo al Hades y castigarle a jugar a los dados con un cubilete sin fondo hasta que Calígula le consiguió un puesto de honrado funcionario.
Muy divertido tal vez, pero fuera de sitio, al menos, cuando el ataque se lanza como venganza sobre la memoria de un hombre muerto.
Poco más tarde Séneca sería también hombre muerto por designio de su pupilo Lucio Domicio Enobarbo al que, con poco respeto, llamamos familiarmente Nerón.
Parece mentira que ese hombre escribiese cosas como las siguientes por las que le tenemos por recto, justo, honrado, respetuoso, serio, y profundo.
En su ensayo sobre el ocio decía: Solemos afirmar que el sumo bien consiste en vivir según la naturaleza: la naturaleza nos ha engendrado para estos dos fines: la contemplación de la realidad y la acción...
La naturaleza nos ha dado una índole sedienta de conocimiento y, consciente de su maestría y de su belleza, nos ha engendrado para hacernos espectadores de sus visiones majestuosas, porque vendría a perder el fruto de su obra si exhibiese obras tan grandiosas, tan espléndidas, tan finamente realizadas, tan deslumbrantes y bellas con una belleza multiforme a una platea vacía.
La primera consideración es sobre el hecho de su conversión. Los que siguen su trayectoria como hombre de estado, como filósofo, como fallido preceptor imperial saben bien que su camino desde la ambición juvenil al sosiego del atardecer fue limando las aristas de sus desmedidas.
Pero no interesa aquí subrayar la historia lejana y discutida y sí aplicarnos las palabras que nos dirige como posibles espectadores de la grandeza que nos acoge. Corremos el riesgo contagiado de ver solo lo despreciable porque nos distraen la acción, la vorágine de los hechos, la ramplonería de fijarnos en la superficie de los acontecimientos, de la historia, de las personas y llenar de vacío esta preciosa platea en la que vivimos, nos movemos y existimos.

domingo, 12 de febrero de 2012

… Et moriente mori.


La vida de los grandes suele estar llena de grandeza. Aunque nos duele que a veces la grandeza vaya entretejida con algunos jirones de miseria. Esto viene a propósito de dos grandes. Uno, pintor y arquitecto, Rafael Sanzio de Urbino. Y otro, Pedro Bembo, eximio latinista y muchas cosas más, que veía en los escritos de Cicerón la perfección del Latín cultivado por él soberbiamente. Se conocieron y apreciaron, primero en Urbino y después en Roma, aunque Bembo superaba en 13 años la edad de Rafael.
La siguiente reflexión se reduce a un dato mínimo en su extensión, triste en su situación y grande en su contenido. Rafael había hurgado en su juventud en las entrañas de Roma. Con unos amigos, artistas y amantes de la cultura clásica, buscaban y copiaban los restos del arte antiguo de la ciudad. Se descolgaron en las ruinas vacías de la Domus aurea de Nerón, donde dejaron sus firmas con humo en los muros del palacio nunca terminado. Y de allí sacaron las pinturas “grutescas” que habrían de multiplicarse en las obras del Renacimiento.           
El que visita el Panteón de Roma queda tal vez anonado ante una obra tan perfecta y no advierte que allí, a la izquierda y a ras del suelo está la sepultura de Rafael. Y aun los que la ven no leen dos breves inscripciones de un especial interés.
La inferior aclara que el papa Gregorio XVI concedió que Rafael, muerto a los 37 años, fuese depositado en el arca de una obra antigua. Sin duda se creyó que era el cofre mejor para quien había sabido hacer moderno el arte de la lejana capital del Imperio.  
La otra inscripción es el breve, conciso y bello epitafio que le dedicó Pedro Bembo:
ILLE HIC EST RAPHAEL TIMVIT QUO SOSPITE VINCI RERUM MAGNA PARENS… ET MORIENTE MORI.
Los conocedores del Latín darán una traducción mejor que la mía, pero yo la adelanto para los que sólo estudiaron griego: Aquí está aquel Rafael a quien la Naturaleza temió mientras vivía y morir cuando él moría.
Y la reflexión que cierra estas líneas puede ser la siguiente. A pesar de que Bembo luchó por una lengua a la que llamó vulgar para que fuese común en toda Italia, a pesar de que Rafael llenó su mundo de en apariencia fácil belleza, no podemos consentirnos (ni consentir si hay alguien que nos mira y nos escucha) que la vulgaridad sea su Norte o nuestro Norte. La vulgaridad es hija de la vagancia, de la indiferencia ante la auténtica belleza, la auténtica conducta, la auténtica grandeza, la personalidad auténtica. Llenar nuestra vida de sucedáneos y el mundo en el que respiramos de camelos lleva a la inevitable decadencia de valores. Y con esa decadencia se provoca la decadencia irremediable de la Verdad.