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martes, 7 de mayo de 2019

Ustedes perdonen.


La noticia no es noticia porque, además de ser pequeña, ya no te es noticia si ya la conoces, pero nos sirve para compartir una reflexión, muy corriente y oportuna.
Una mamá coreana viaja de Seúl a San Francisco con su primera hija, Junwoo, que tiene cuatro meses.  Y tiene un temor: que la niña llore y moleste a los compañeros del largo viaje que deben hacer. “Compañeros” porque van juntos, pero desconocidos y probablemente de muy diferente talante y de variado aguante, de día y especialmente de noche, si la niña se expresa como una niña de cuatro meses y llora.
La joven mamá preparó –leo– varios cientos de bolsitas con dulces y tapones para los oídos y los repartió entre los viajeros. Quiso así pedir disculpas anticipadas por las posibles molestias que pudiera causar su hijita y aliviar la molestia de su posible llanto.
Los pasajeros se expresaron con mucho agrado por viajar con una preciosa criatura, pero afirmaron que no era preciso el gesto elegante de la joven mamá.
Coincidieron los que al leer esta simpática noticia lo comentaron en sus glosas de internet, pero algunos añadieron que es muy frecuente que nos quejemos por alguna nadería que se nos hace insoportable, solo porque no nos gusta. O que la tolerancia ante lo que nos desagrada es más frecuente de lo que debiera darse. 
Es verdad que en nuestra condición de formadores y de conciudadanos debemos orientar y criticar lo que nos parece injusto, egoísta, hiriente, inmoral, desaprensivo…. Pero en la conversación (o en la discusión o en la manifestación de nuestras entretelas) debiéramos ser y enseñar a ser más pacientes, tolerantes y comprensivos para permitir que no se nos escape la oportunidad de corregir yerros.

viernes, 8 de marzo de 2019

Dónde está el Norte?


Un amable lector (todos los que me leen son amables: ¡Muchas gracias!) me escribe: “Puedo ser comunista? ¿Puedo ser bolchevique? ¿Puedo ser gay? ¿puedo ser ateo? ¿puedo ser catalanista? ¿puedo ser de Romanones? ¿Puedo insultar a Prim? ¿puedo decir de Viriato que era bárbaro y cruel? ¿Puedo afirmar que el Imperio Romano fue una apisonadora insensible? ¿Puedo quejarme de Proserpina porque se empeñó en dar nombre a un embalse que se llama Albuera de Carija? ¿Puedo decir que Xi Jinping es el mejor Presidente de la Historia?... ”.
No sigo poniendo todas las cosas que me dice el lector que puede ser sin que nadie se meta con él. Puede ser todo y decir todo, porque vivimos en un mundo en el que la ley nos permite ser nosotros mismos, pensar lo que queramos pensar, decir lo que nos dé las ganas decir…
Hasta que la silenciosa (y, con frecuencia, inoperante) Suprema Ley de la Convivencia (que está, como todos sabemos, por encima de cualquier ley humana, caduca e interesada) me diga que eso que quiero ser o decir atenta contra la libertad, la vida o la dignidad de los otros. De cualquier otro.
Y sigue el buen lector: “Pero cuando digo que quiero ser «facha» me dicen que no se me ocurra; o me amenazan con excluirme de su aprecio”. ¡Ya estamos! Aquí se ha hecho “suprema” la necia Ley del Borreguismo. 
En el fondo hay en nuestra conducta (y por desgracia también en nuestro criterio) una especie de plantilla social que me sugiere ser, pensar y actuar de modo que no ofenda a la mayoría. Porque me da miedo la mayoría, temo que me acose, que me convenza  de que estoy loco, de que eso ya no se lleva, etc.   
Dicho de otro modo, vivimos moviéndonos dentro de corrientes, siguiendo a “Vicente porque va por donde va la gente”, dejando de ser personas, renunciando a tener un Norte en nuestras opciones, nuestras decisiones, nuestra conducta, ser yo mismo, aceptando las normas racionales y convencionales de la convivencia, pero sin “pertenecer”.
Pertenecer significa que algo o alguien me tienen atado sin salida fácil (¡o posible!) y eso va contra mi condición de hombre honrado y responsable que quiero ser lo que sé que debo ser y actuar colaborando con los demás, pero sin dejarme uncir al carro de una mayoría por grande que sea o una minoría por enérgica que me parezca.
Educamos tratando de ayudar a modelar respetuosamente desde fuera el tesoro que se nos ha confiado y que debe moldearse y tallarse valientemente desde dentro. 

viernes, 16 de noviembre de 2018

Cobras: conducta no imitable e inapropiada.


Bien se sabe que el nombre de Cobra es el nombre común de un grupo de serpientes venenosas. Pertenecen, dicen los entendidos, a la familia Elapidae, y en ella brillan por su especial energía y decisión en eliminar a los que les molestan o amenazan, las Naja, que comprende nada menos que veinte especies, y Ophiophagus, con una sola  especie, pero de aspecto amenazante y de mordedura fatal. Afortunadamente viven en zonas tropicales y desérticas poco habitadas por humanos en el sur de Asia y África.
No es frecuente el hecho de que en un zoo nazcan cobras. Pero los cuidadores del de Cincinnati, en Ohio, comprobaron hace unos años la eclosión, parece que por primera vez en cautiverio, de huevos de cobra. Y observaron con asombro que las cobras recién salidas a la luz tras haber roto el huevo, después de 48-70 días de incubación, irguieron sus 8-10 pulgadas dando ya juego a su lengua sibilante. Por instinto, naturalmente, porque no habían tenido ocasión de verlo hacer a sus madres.
El modus operandi es escupir a los ojos de las víctimas, desde un hueco de sus dientes, el veneno que provoca escozor, quemazón y en algún caso ceguera.  
¿Dónde y cómo aprenden los muchachos que insultan, ultrajan, zahieren a amigos y enemigos de su entorno? ¿O, en aparente tono menor, critican, inventan, descalifican y a veces, hunden en el temor y la huida, a compañeros de los que no han recibido ninguna forma de amenaza?       
Guardan, tal vez por herencia, el veneno de sentimientos de envidia, de complejos arbitrarios, de necesidad de vengarse sin razón para ello. O han mamado en la intimidad de su hogar (hogar viene de fuego) las llamas que pretenden abrasar a todo el que les pueda hacer sombra o mida un centímetro más que ellos.
Cultivar los sentimientos, pienso, es la primera y más delicada y necesaria de nuestra labor de educadores. No es en absoluto difícil, pero requiere la atención, delicadeza y constancia de un mundo interior como el de la estima y la pasión.

viernes, 29 de diciembre de 2017

Como un recio abeto...

¿Quién mejor que el Sucesor de Don Bosco en el amor a su Familia Salesiana y en ella a los jóvenes don Ángel Fernández Artime? Él nos dice.

En el mes de julio tuve la oportunidad de vivir una semana de serenidad y paz en un retiro espiritual con los demás miembros de nuestro Consejo General. El lugar en el que estábamos era el monasterio de Vallombrosa. Un lugar muy sencillo, sobrio, que se encuentra en medio de la naturaleza, a mil metros de altitud. Un lugar también fresco que invitaba a la oración, rodeados de miles y miles de abetos que tenían, muchos de ellos, más de veinte metros. De hecho, es una de las masas forestales más importantes de Italia.
Y allí aprendí una lección de biología que me impresionó. Ya me había fijado en que aquellos abetos eran muy altos, casi podría decirse que extremadamente altos; muy rectos. Y la copa de cada abeto es muy pequeña, con pocas ramas y pocas hojas. Casi me atrevería a decir que tenían lo esencial para poder vivir realizando las funciones propias de las hojas, y seguir creciendo.
Preguntando a un experto por tal singularidad me dijo que aquellos abetos y en aquel lugar tenían tres características muy especiales. Son éstas: Eran árboles que tenían unas raíces muy profundas, un tronco muy flexible, y una copa (ramas y hojas) muy pequeña.
Preguntándole el porqué de esto, me dieron una explicación que me maravilló.
- Las raíces profundas le son muy necesarias a cada abeto para poder encontrar humedad y agua, por más que haya sequía en la superficie, a veces con veranos que son abrasadores, incluso en la montaña.
- El largo tronco (incluso de 25 metros de altura en muchos de ellos) necesita ser muy flexible para poder cimbrearse, oscilar a merced del viento. Sin esa flexibilidad, máxime con tanta altura, fácilmente se romperían si fuesen más rígidos.
- Por último, el tener una copa tan pequeña es un elemento de evolución natural para que en las grandes nevadas las ramas no se rompan. Si fuese muy ancha y con muchas ramas, sin duda que el peso de la nieve quebraría muchas ramas poniendo en peligro todo el abeto.
Me quedé maravillado. Así explicado es más que evidente. Y me dije a mí mismo: Qué increíble metáfora, qué lección de vida de la propia naturaleza para nosotros los humanos. Pensé de inmediato en nosotros. Si alcanzamos a vivir con estas tres características, es decir con una profundidad e interioridad grande que nos permita encontrar esa 'agua fresca' de la serenidad, de la calma, de la paz, aún en los días difíciles, en los momentos de dolor o de disgusto, no nos derrumbaremos.
Si somos capaces de ser flexibles en lo esencial, de ser versátiles cuando se trata de que lo que esta en juego es importante; cuando suplimos la intransigencia por el diálogo, la escucha, la paciencia y la cercanía que nacen del amor, no nos quebraremos fácilmente.
Y si buscamos de verdad sólo lo más esencial, es decir lo auténtico, lo que nos es más imprescindible y que más nos llena, otras muchas cosas pasarán a ser absolutamente relativas y nos sentiremos más plenos y más ricos y llenos en todos los sentidos. Y me parece que esta lección de la naturaleza es muy oportuna en este año en el que estamos invitando tanto a las familias a ser, justamente familias que han de ser escuela de vida y de amor. Y es algo que vale para las relaciones personales, para los vínculos en el seno del hogar, para la educación y acompañamiento de los hijos.
Nos es muy valioso para todas las relaciones de afecto y de amistad. Me parece oportuno incluso para los espacios de trabajo. En fin… allá donde está en juego quiénes somos y cómo somos y nos desenvolvemos.

domingo, 23 de julio de 2017

Nostalgia de la Dictadura.

En el régimen de los pueblos pasados, de hoy y del futuro, aquí y allá, aparece, de vez en cuando, una nube que pretende hacer el bien: proteger del exceso de Sol, indicar el camino por el que conviene ir, convertirse en lluvia benéfica para la cosecha que se desea. Pero la presencia de la nube, su injerencia y hasta su pertinacia, no resultan a la larga bienquistas. Y se plantea la necesidad de verla como es, una dictadura, y eliminarla.
Se usa para ello normalmente la violencia. Pero no se acierta cuando no se sabe por qué se agrede, dónde dar, cómo golpear, a quiénes y de qué manera guillotinar. 
¿Te has fijado que la mayor parte de las personas que se presentan con ese programa de eliminar lo que dicen que no es correcto, porque es dictadura de algún interesado, se convierten inmediata e inflexiblemente en dictadores, si no lo eran ya antes de irrumpir en la plaza pública? Su modo de hablar, su modo de actuar, su modo de moverse y removerse, sus gestos, sus gestas… llevan siempre el marchamo de la superioridad, de la infalibilidad, del dominio de la cosa, sea cual sea la cosa, con un tono de desprecio, de lejanía y de absolutismo de lo que no son conscientes (¡malo!) o sí lo son, pero lo esgrimen (¡peor!) y lo consideran necesario para hacer las cosas como les interesa (¡pésimo!)? 
Esto, pienso, cuenta en el mundo político (no hay más que asomarse a la ventana), pero también y mucho más en el mundo de la educación. ¡Todos sabemos educar! ¡Los padres somos educadores natos! ¿Cómo me van decir a mí, que soy su padre, cómo es mi hijo y de que pie cojea? ¡Llevo veinte años educando y me dicen que no sé hacerlo! 
Necesitamos un poco o un mucho más de sensatez que nos llevaría a acertar. Debemos estar y sentirnos más interesados en ver de qué modo caminan los que empiezan a caminar y presumen erróneamente de que lo hacen muy bien. En general el auténtico dictador (y me refiero al político, al social, al familiar) es un engreído cuyo engreimiento se ha alimentado casi siempre con el aplauso de los que le han hecho creer lo que no valía la pena creer porque no era nada sólido: que era el mejor de todos.

sábado, 14 de enero de 2017

Castellio: los más sabios sean los más fraternales.

Entre sus atractivos y documentados escritos Stefan Zweig publicó en 1936 Castellio contra Calvino. Ambos, Calvino y Castellio, franceses, junto con Nicolás Cop y a partir del movimiento producido por otro francés, Guillaume Farel, hicieron de Ginebra la capital de la reforma de la Iglesia en la onda del eco de Lutero.
Pero ambos, Juan Calvino y Sebastián Castellio, que coincidían en algunos de los principios, no lo hacían en las maneras. Hasta el punto de que Castellio tuvo que abandonar la ciudad para establecerse, pobre y dolorido, en Basilea.     
Desde allí escribía de este modo al “jefe” ginebrino: 
"Os pido por el amor de Cristo que respetéis mi libertad y renunciéis al fin a cubrirme con falsas acusaciones. Dejad que profese mi fe sin coaccionarme, tal y como se os permite a vosotros la vuestra y como espontáneamente la reconozco. De todos aquellos cuya doctrina se aparta de la vuestra, no supongáis que están en un error, y no les acuséis acto seguido de herejía... Aunque yo, como otros muchos devotos, interprete la Escritura de un modo distinto a como lo hacéis vosotros, profeso con todas mis fuerzas la fe de Cristo. Seguramente uno de nosotros está equivocado, pero precisamente por eso amémonos el uno al otro. El Maestro revelará un día la verdad al que está equivocado. Lo único que sabemos con seguridad, tú y yo, o al menos deberíamos saber, es el compromiso de amor cristiano. Practiquémoslo y, al hacerlo, cerremos así la boca a todos nuestros adversarios. ¿Consideráis que vuestra interpretación es la correcta? Los demás piensan lo mismo de la suya. Que los más sabios se muestren, por tanto, como los más fraternales y que no permitan que su saber les vuelva arrogantes, pues Dios lo sabe todo y doblega a los orgullosos y ensalza a los humildes."
Castellio, estudioso, celoso buscador de la Verdad y excelente pedagogo, llega hasta nosotros con esas palabras para reforzar una convicción tan necesaria como descuidada: por encima de la verdad personal está el amor entre las personas. No se educa sino con el amor. Se puede intentar clavar ideas en las mentes, itinerarios en los pies y palabras en las lenguas. Pero si no hay fuego que salga del corazón y vaya a los corazones, la educación, si logramos algo parecido a ella, será a la larga un peso  que se sacuda o un amaestramiento que haga más animales a los hombres.

viernes, 15 de enero de 2016

La Indaba.

Algunos comentaristas de los altos hechos mundiales comentaban que lo que se  hizo en París hace unas semanas, la conferencia sobre el clima, fue una indaba de los delegados de los 195 países que lo firmaron.
Una indaba, sin duda lo sabes, es un corro, una conferencia de los izinDuna u hombres principales de los pueblos zulúes y xhosa de Sudáfrica. Parece que en idioma zulú el término indaba equivale a nuestro “asunto”, “negocio”, “trato”. En una indaba, pues, se dice lo que se desea o necesita, lo que se puede dar o transigir, lo que cae fuera de esa hipótesis de concesión, lo que conviene ver como bien para todos. Y se concluye con la decisión que satisfaga a más comparecientes.
Han contado en París los intereses conflictivos, como es natural. Pero se ha llegado a entender que todos los que habitan la Tierra y la queman o la desnaturalizan lanzando al aire humos de grandeza industrial o hundiendo en el suelo sus puyas venenosas comparten una parcela común. La Tierra, por grande que nos parezca, su cinturón ecuatorial no medirá nunca más de 40.042 kilómetros, como dicen los más exigentes;  o 40.075, que es la medida de los más generosos. 5.830 es la distancia en kilómetros entre París y Nueva York, dicen los papeles. Bien poca distancia en realidad.
Necesitamos una indaba para poder convivir. Compartir el suelo que se pisa obliga a compartir en él muchas otras cosas. Una persona inteligente lo entiende y no  pretende que el punto de partida y el de llegada de la convivencia sea mantener porque sí y obligar a los demás a que compartan la propia teoría social o política, el propio criterio sobre credos, el propio gusto sobre churros y jamones. No hay más camino que respetar lo que en los demás hay de no ofensivo, de no excluyente, de no intolerante, de no invasivo. Es decir, que el propio gusto no será nunca dogma, ni el propio dogma criterio de vida, ni el propio esquema vital eje de giro para todos.
La indaba de la familia y en la escuela se impone cuando no hay amor. Porque si hay amor no hace falta indaba. El amor hace fácil la inteligencia, es decir, la capacidad de leer dentro, de complacer, de dar y de darse. Pero parece que amar, es decir, ser inteligente, es tan difícil que no son muchos los que comparten la misma parcela sin pisarse.

miércoles, 15 de julio de 2015

Mitocondrial.

Ya sabes lo que ha dicho Neil Gemmel, de la Universidad de Otago (Nueva Zelanda),  a propósito del hecho comprobado de que las mujeres vivan más que los hombres (aquí en España, por ejemplo, las estadísticas dicen - y supongo que cuentan bien - que la vida media de las mujeres es de 86 años mientras que la de los hombres queda en 80). En el laboratorio de Gemmel, se anuncia en su presentación “se investiga combinando la genómica con la ecología, la población, la conservación y la biología evolutiva para examinar problemas en organismos que van desde los invertebrados hasta los mamíferos”.
Gemmel ha dicho en el reciente encuentro anual de la Sociedad Europea de Reproducción Humana y Embriología que esa diferencia se debe a que los hombres heredan una serie de genes defectuosos y que eso no les pasa a las mujeres, así como que, en el aspecto  genético, el hombre es el sexo débil. La culpa (o la causa) de ello la tendría el ADN mitocondrial que se hereda de la madre y que es el encargado de proporcionar energía a las células. Su mutación puede producir daños en la fertilidad, capacidad de conocimiento y en otros factores que se relacionan con su esperanza de vida.
Hace ya muchos años, cuando el alumbrado público se hacía todavía en algunos lugares con gas, Gregorio Marañón lo decía con más gracejo: “… la mujer está principalmente construida para realizar una completa función sexual primaria – concebir al hijo, incubarlo, parirlo y lactarlo - y el hombre,  por el contrario, cumple  esa función de un modo fugaz, como el farolero que toca la boquilla del gas con su pértiga y desaparece dejando la llama encendida”.
Hay un empeño constante, creciente y poco inteligente en afirmar y convencer de que la mujer y el hombre son iguales. Los que lo hacen se meten en la camisa de once varas de los estudiosos que dicen que ¡nanay! 

La mujer está construida para una función excelsa ante la que el hombre queda anonadado y con ganas de pujar para no quedarse insignificante ante ella. Y se dedica a practicar deportes en formas desmesuradas, a conquistar algo, sea lo que sea y como sea, aunque mejor si llama la atención,  para dejar así su nombre en las páginas de la historia.

La maternidad es algo tan alto que hay hombres – se lo he oído decir a alguno, en broma, claro, que le gustaría parir una vez, sin dolor, después de haber gestado a lo más tres días y sin tener que aguantar al niño después como un peso insoportable.

Espero que estos disparates que acabas de leer te parezcan, no una tomadura de pelo, sino una invitación a pasar de la constatación indolente de ver dar a luz a convertirte en luz que ilumine la grandiosidad de la madre.   

martes, 23 de diciembre de 2014

Mustela Putorius Furo.

Ahí donde lo ves erguido, desafiante, decidido, atento, con orejas pequeñas pero bien orientadas, de colores sencillos pero variantes, con un morro fruncido pero voraz… tienes el retrato de un hurón. Puede ser albino y casi negro. Come carne y alguna que otra fruta de vez en cuando. Y pesa entre uno y dos kilos. Es un animal domesticable y cariñoso. Pero sigue siendo un animal que busca rincones donde encontrar presas, como sabes, y encontrarse seguro. Lo llaman mustela porque tal vez tiene una extraña forma alargada, como de gavilla. Es putorius porque desprende un olor no muy agradable. Y es furo porque es fur, ladrón que se mete en la madriguera de conejos y animales parecidos, es decir, en casa ajena, para buscar el sustento. O para ayudar al hombre a sacarlos de ella.     
¿Tiene algo que ver hurón y hurgar? Pues seguramente. Porque hurgar es furicare en Latín, que en español es hurtar. Pero hurtar excavando, escarbando, rebuscando, minando, revolviendo, rascando, erosionando, hozando…
Traigo al hurón a nuestra reflexión (podría valer también el marrano) porque se me ha ocurrido muchas veces que los que llamamos medios de comunicación son en nuestro mundo cercano y con mucha frecuencia medios de hurgar eficazmente. Si esos medios son producto de la sociedad que los engendra todo lo que antecede puede y debe aplicarse también a ella. Parece como si lo hiciese para prestar un favor a la libertad de expresión. Si es verdad lo que dicen, ¿por qué no se puede, por qué no se debe decir?
¿Y dónde se aprende a hacer eso? ¿En las escuelas especializadas? ¿Se llaman facultades porque facultan a hacer lo que estamos describiendo?
Mi convicción es que la escuela del huroneo es la familia. La familia en la que se habla de todo y de todos, se juzga y se califica a todos caiga quien caiga, se alimenta de trapos sucios, se ejercita el rejoneo sin caballo ni alguacil, enseña a ensañarse con el mundo, a encasillarlo y condenarlo sin descubrir que, al hacerlo, se está fecundando jueces sin seso y ciudadanos sin corazón.

Nuestro deber de educadores nos debe llevar a alimentar la mirada, el juicio y la expresión de respeto hacia los que llamamos semejantes pero a los que muchas veces tratamos de esclavos de nuestro desprecio.

martes, 4 de noviembre de 2014

Sam Van Aken.

Un huertecito del estado de Nueva York, a punto de desaparecer, se ha convertido, según cuentan los periódicos, en el escaparate de un prodigio. En la foto anterior se puede contemplar uno de los dieciséis árboles, fruto de una impensable iniciativa. Sam Van Aken, profesor de la Syracuse University y, sin duda, también poeta, soñador, artista, decidido y emprendedor, lo adoptó hace seis años, y en uno de sus árboles frutales hizo cuarenta injertos de otros tantos árboles de frutos de hueso. Albaricoques, melocotones, almendras, nectarinas, cerezas, ciruelas… y así hasta cuarenta frutos diferentes, son ahora testigos de algo que nos puede servir de reflexión y ejemplo.  Y en primavera del gozoso premio a una decisión como la de Sam.
Parece que el injerto es cosa antigua: de los chinos hace cuatro mil años. Plinio el Viejo (23-79 dC), es decir, Gaius Plinius Secundus, dos milenios después, describía el injerto de púa. Nuestro ilustre Gabriel Alonso de Herrera (1513) en su Agricultura General (tomo IV) se refería con amplitud a este noble campo de los cultivos. Y tres siglos más tarde el francés André Thouin (1821) habla nada menos que de 1.119 tipos de injertos.
Basta el enunciado de los hechos para que broten espontáneas algunas reflexiones. Me limito a dos. ¿Cuál fue la semilla que en el pensamiento de Sam le llevó a emprender el camino que le ha conducido hasta aquí? ¿En qué medida cuentan la imaginación, la decisión, la tenacidad para ello? ¿Cuánto tiempo, intentos, fracasos, vueltas a empezar… hicieron falta para llegar a un final tan asombroso? Y (esto es lo que nos importa más): ¿En qué medida y de qué modos fomentamos, en nuestro serio cometido de educadores, el afán no solo por saber, sino especialmente por emular, por imaginar, por conseguir, por luchar, por innovar, por crear, por esforzarse, por sentir que siempre hay un más y un más allá que conquistar…?    
El triunfo de Sam parece un retrato del triunfo de la unidad de los Estados Unidos de América. Es el resultado de querer ser lo que se es, buscar una tierra nueva para poder serlo, aceptar la carestía, los sueños, el esfuerzo hasta la violencia (no siempre las cosas se hacen bien), el sudor, la conquista, la aceptación de todos y la identificación de todos en una nación que no tiene nombre propio, salvo el del injerto que le ha dado vida.

Hay naciones (aparentemente consolidadas desde hace siglos) en las que la diferencia, el distanciamiento, la envidias, el asqueroso egoísmo, la trapacería, las zancadillas son fruto y retrato del alma de sus habitantes. Habitantes en los que llevar la contraria, ladrar, morder parecen ser necesidades sin las que es imposible mantener a flote la propia dignidad y prestancia.

martes, 25 de marzo de 2014

On-line.



En 1917, hace casi un siglo, don Miguel de Unamuno, a quien bien conocéis, revisó un libro propio que contenía siete ensayos.  El primero lleva el título de Contra el purismo. Y en él va afirmando: «Llamo aquí civilización al conjunto de instituciones públicas de que se nutre el pueblo oficialmente, a su religión, su gobierno, su ciencia y su arte dominante; y llamo cultura al promedio del estado íntimo de conciencia de cada uno de los espíritus cultivados… El proteccionismo lingüístico es a la larga tan empobrecedor como todo proteccionismo; tan empobrecedor y tan embrutecedor… cabe sostener que una de las más profundas revoluciones que pueden hoy traerse a la cultura (o lo que sea) española, es, por una parte, volver en lo posible a la lengua del pueblo, de todo pueblo español, no castellano tan sólo, es cierto, mas, por otra parte, inundar al idioma con exotismo europeo … la vida se debe a los excitantes, y hasta a las intrusiones de las corrientes heterodoxas. Las lenguas, como las religiones, viven de herejías. El ortodoxismo lleva a la muerte por osificación; el heterodoxismo es la fuente de la vida».
Transcribo esto cuando tímida y profanamente me asomo a tomar el pulso a la cultura de nuestro pueblo y advierto la siembra de palabras nuevas en nuestra lengua que seguramente encantarían a don Miguel. Advertiría con qué pujanza avanza el idioma castellano, por ejemplo, gracias al “heterodoxismo fuente de vida”: onlain (está claro ¿no?), internet, uasap, bloguero, chatear, customizar, friki, tableta, sánduich, estrés, “celular”, tunear, grafitero, video, comando, cliquear, sueter, toner…ueb, baner, hit, zip, aipad, uindos, feisbuk, email, android, escáner, pen, host, modem, pasuord…   
Y con qué docilidad el “proteccionismo, tan empobrecedor y tan embrutecedor” abre por fin el paso en el diccionario de nuestra Real Academia (con sus trescientos años a cuestas, que “limpia, fija y da esplendor” a nuestra lengua) a la riqueza que aportan otras lenguas, por lo visto más limpias y luminosas que la nuestra.
Hasta aquí la ironía. Ahora un poco de seriedad. Porque la ironía es siempre un poco de pimienta negra. ¿A qué modos de vida, de conducta, de trabajo, de servicio… hemos abierto la puerta en estos cien últimos años? ¿Estamos seguros de que nuestra identidad, limpia, fija y esplendorosa, es de verdad una identidad que vale la pena conservar? O, al menos, ¿hay en ella rasgos conocidos, definidos, subrayados por el buen sentido y que ennoblecen la vida de los que los poseen?
No es esta tribuna de decisiones y definiciones. A cada padre, a cada madre, a cada educador le corresponde mantener el alma (no el arma) en alto para cerrar el paso a desviaciones en las líneas que deben definir nuestra fisonomía personal, familiar, colectiva, ciudadana, nacional. A costa de parecer raros o rancios. No es rancio el oro que se aprecia, se muestra y se mantiene como un tesoro estimable. No es rara la corriente de agua pura en la que cada uno y todos juntos podemos mirarnos, beber y bañarnos.

domingo, 17 de noviembre de 2013

Uluru.



Hasta hace poco se podía escalar el Uluru. Ahora está prohibido. Lo conocen ustedes. Es una formación de arenisca, de color rojizo a la puesta del Sol. El Uluṟu, que significa Madre Tierra, tiene para los Anangu, habitantes del centro de Australia, naturaleza sagrada. William Christie Gosse (1842-1880), inglés afincado, cuando tenía ocho años, con su familia en Australia, lo “descubrió” en 1873. Lo escaló con su guía Jamran. Y lo llamó Ayers Rock. Fue un brindis, o algo así, al Primer Ministro de Australia Meridional, Sir Henry Ayers, que gobernó desde Adelaida un inmenso terrotorio durante casi todo el segundo medio siglo del XIX.
Yo creo que Gosse cometió dos errores ante la roca: escalarla y darle nombre. Errores perdonables, porque lo encontró allí tan solo y tan raro, que se dijo “Esta es la mía”. Y lo hubiese hecho con más ganas si hubiese esperado un poco para saber que ese monolito, el segundo en volumen del mundo, se hunde dos kilómetros y medio bajo tierra. Pero aun así, hizo mal, pienso yo, en escalar los 348 metros de un lugar tan solemne y tan sagrado y ponerle nombre cuando ya lo tenía. Y bien sonoro: Uluru.  
Nos viene bien recordar los errores de los demás, como los descritos, para aprender a conducirnos mejor. Pensemos, por ejemplo, en la facilidad con que nos apropiamos de una noticia, de un juicio, hasta de una sentencia que nos hemos encontrado en una encrucijada de nuestros caminos. El derecho de autor nos tiene sin cuidado. Ser el primero en airear algo que podemos presentar como nuevo es un placer parecido al que comunica al mundo haber descubierto el Océano Pacífico. ¡Si lo hizo hace cinco siglos Vasco Núñez de Balboa!
Y el otro error, que también cometemos, es el de pisar sin permiso terrenos que no son nuestros. “Meterse en camisa ajena” o “en camisa de once varas” no es nunca una decisión acertada. La sabiduría de los siglos nos lo advierte: Madre e hija caben en una camisa. Suegra y nuera ni dentro ni fuera. O también: Come camote y no te dé pena. Cuida tu casa y deja la ajena.

jueves, 29 de agosto de 2013

Zabazoques.



Como todo el mundo sabe (hasta mi primo Sindulfo que es un poco distraído), los almotacenes eran los encargados en los mercados medievales de chivarse de las desobediencias a las normas establecidas. Tenían un nombre sagrado porque su oficio era casi dar la vida (al menos la vista y el olfato) en beneficio de la comunidad para que la autoridad social y moral pudiese conocer y castigar al atrevido transgresor. Nombre sagrado, porque parece que, por su origen en los zocos árabes, la palabra equivaldría a “el que gana  méritos ante Dios” o almuhtasab.
Dependían del zabazoque (sahbassuq, jefe del mercado) y a él le referían con pelos y señales, a veces un poco exagerados, el delito.
Cuando hoy debe uno pasar por la fatalidad de asomarse a los zocos modernos, en los que respiramos (o no podemos ya respirar), de la política, los mercados, los bancos, los forbes, las modas, los ingresos, las trampas, el deporte, los contratos, la prensa, la radio, los partidos, las leyes, la justicia, los fichajes, las tvs, las parejas, las desparejas, los dopajes, el arte, el cine y el teatro… nos entra una justificada sensación de miedo por la enorme población de hurones que los llenan. 
Ya sabéis del hurón: se esconde, aparece, desaparece, husmea, se yergue en actitud atalaya, clava su segura dentadura de almotacén social y… ¡a otra carga! ¿Son defensores del orden, de la honradez, de la probidad de proceder, de la asepsia moral? No, en absoluto (o para nada, como se dice ahora). Han mordido y se han llevado tajada: para vender, para vencer, para convencer, para herir, para denigrar, es decir, ensuciar… Y, si pueden, descalificar, sembrar la sospecha, cargarse al enemigo, al que sobresale, al que triunfa… O al que tropieza, al que cae, al que le cuesta levantarse. ¿Saben lo que es compasión, respeto, esperanza, perdón, compasión? Prueben ustedes a decir algo (un algo muy pequeño, si quieren, y muy cierto) contra su “dignidad”. Pero salgan corriendo, porque la carrera del hurón es inimaginable.