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domingo, 12 de marzo de 2017

Neuschwanstein, nuevo cisne de piedra.

Los que nos movemos bajo la mirada de María, la Madre de Jesús de Nazaret y Madre nuestra, y lo hacemos acompañados por Don Bosco, nos alegra verla, tal como figura en su Basílica de Turín, en el castillo de Neuschanstein, “nuevo cisne de piedra”, de Luis II de Baviera. De los tres castillos que Luis II quiso erigir, Lindenhorf, Herrenshiemsee y Neuschwanstein, prefirió este último. Se comenta que Walt Disney se inspiró en él para el que regaló a la “Bella durmiente”. Y a él dedicó Luis II todo su cuidado y en él residió más asidua y largamente. Bajo su sombra murió, ahogado en el lago Starnberg, a los cuarenta años en 1886. 
Su vida fue difícil. En su diario se refería a su esfuerzo diario por ser fiel a su fe católica y por desempeñar su servicio a Baviera como príncipe bávaro de la Casa de Wittelesbach y rey de Baviera. Había animado y había sido mecenas durante un cierto tiempo de Richard Wagner y apoyó para ello la construcción del teatro de Bayreuth donde, como es bien sabido, se siguen presentando anualmente obras del gran compositor.
A Luis II le llamaron el Rey Loco. Su infancia y adolescencia estuvieron sometidas a un control severo por parte de sus preceptores. Y en muchas de las manifestaciones de su corta vida aparecía como un personaje apartado y extraño. Hasta el punto de que fue declarado por los médicos, después de 22 años como rey sucesor de su padre Maximiliano II, incapaz de reinar.
En el extremo cuidado que puso en perfeccionar su castillo preferido, decidió que la entrada a su interior desde el patio principal, estuviese guardada por el arcángel Miguel en su gesto de eliminar al Maligno. Y por la Madre de todos los hombres, que eleva hacia lo alto el cetro protector de todos ellos.
Se nos pueden ocurrir con estos comentarios, dos aplicaciones para nuestra vida de forjadores de hombres. No es el rigor el que modela al hombre equilibrado. Lo es, en cambio, sin excepción y de un modo decisivo, el amor administrado sabiamente. En la historia de nuestra vida interior, la que nos hace elegir los caminos de nuestra identidad humana completa, la presencia amorosa y auxiliadora de la Madre es una garantía de acierto final.  

miércoles, 6 de abril de 2011

¿Un eje diamantino?


Riga, que fue de alemanes, polacos, rusos y es de letones.

El 29 de noviembre de 1898 lanzó el joven e impetuoso fuego de su vida a las heladas aguas del río Dvina a su paso por Riga, donde vivía. Arrastró así hacia el final sus 33 años llenos de ilusiones, fracasos, esfuerzo, estudio, altura de pensamiento, amores, errores y enfermedad.
Había hecho, sin éxito, oposiciones a la cátedra de Griego de Granada casi al mismo tiempo que su cercano amigo Miguel de Unamuno, con quien tanto tenía en común. Y aquel primer fracaso fue el comienzo, en 1892, de una breve carrera como cónsul en Amberes, Helsingfors y Riga que no llenó su corazón. Un corazón profundamente cristiano, aunque aquejado de desplantes heterodoxos, y una carga dolorosa de decepciones, sinsabores de amor y temores.
Ángel Ganivet había escrito dos años antes Idearium español que arranca así:
"Toda la doctrina de Séneca se condensa en esta enseñanza: No te dejes vencer por nada extraño a tu espíritu; piensa, en medio de los accidentes de la vida, que tienes dentro de ti una fuerza madre, algo fuerte e indestructible, como un eje diamantino, alrededor del cual giran los hechos mezquinos que forman la trama del diario vivir; y sean cuales fueren los sucesos que sobre ti caigan, sean de los que llamamos prósperos, o de los que llamamos adversos, o de los que parecen envilecernos con su contacto, mantente de tal modo firme y erguido, que al menos se pueda decir siempre de ti que eres un hombre".
Es necesario, en efecto, ese eje diamantino. Pero no basta. Los misterios de la vida y de la muerte necesitan, además, de algo más hondo y más cálido. No se vive girando, sino amando. Y no se alcanza el triunfo del amor hasta que no se descubre que amar no es sólo ser amado, no es sólo una meta de complacencia; hasta que se descubre que el amor lo es de verdad cuando se llega a vivirlo como un incondicional tributo: a la propia vida y a su proyecto; a los que caminan con nosotros y a su pobreza; a Dios y a su ternura.