Mostrando entradas con la etiqueta lenguaje. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta lenguaje. Mostrar todas las entradas

jueves, 10 de enero de 2019

Pinturas de Alta (Noruega).


La Humanidad goza con el patrimonio histórico y artístico que ha heredado desde el principio de la obra de los hombres. Uno de esos depósitos se encuentra en Noruega, en el municipio de Alta, en las orillas del Altafjorden, y se extiende por los espacios boscosos y la meseta de Finnmarksvidda. Allí un río, el Altaelva, ha formado a lo largo de los tiempos, desde la meseta hasta el fiordo,  uno de los más grandes cañones de Europa.
Las pinturas son, si no las más numerosas del mundo (tres mil en cinco puntos distintos) son casi las más, después de Chiribiquete. Son un recorrido sobre la vida de estas gentes que vivieron hace seis mil años y que se descubrieron hace menos de cincuenta.
La firma de nuestros antecesores es sagrada. Nos puede parecer ingenua, machaconamente repetida, muda, ya que no sabemos qué han querido decirnos. Pero esto sucede igual en la vida que llevamos adelante en el hoy y en la que no entendemos la lengua con que los hombres se expresan, que no debe preocuparnos si el lenguaje es inasequible.
Pero sí debemos vivir de modo que nuestra palabra construya. Que no sea un instrumento punzante en nuestras relaciones. Que quien nos oiga quede con el gusto y el deseo de volvernos a oír. 

viernes, 7 de septiembre de 2018

Hablar: apreciar nuestra lengua.


Los lectores más jóvenes no conocen, tal vez, a Thomas James Merton (1915-1968). Fue un escritor estadounidense con un recorrido largo en su no larga vida y en sus experiencias políticas y espirituales. Se convirtió al catolicismo en 1938. Trapense en  1941, se ordenó como sacerdote en 1949. Escribió La montaña de los siete círculos donde expuso su camino hasta el catolicismo. En abril de 1940, un año y medio después de su ingreso oficial en la Iglesia católica tuvo en Cuba una experiencia muy grata que nos narra con evidente agrado (El corte magnético) en el libro citado.
Con frecuencia yo dejaba una iglesia e iba a oír otra Misa a otra iglesia especialmente si era domingo y podía escuchar los armoniosos sermones del sacerdote español, la perfecta gramática de quien estaba lleno de dignidad y misticismo y elegancia. Después del Latín me parece que no hay lengua tan apropiada para rezar y para hablar de Dios como la española, ya que es una lengua al mismo tiempo fuerte y flexible; hay en ella agudeza, se encuentra en ella la calidad del acero que le da la precisión que necesita la verdadera mística, y sin embargo es delicada también, y donosa y flexible como la devoción requiere; y cortés y flexible y afable y se presta asimismo sorprendentemente a un poco de sentimiento. Tiene algo de la intelectualidad del Francés, pero no la frialdad que intelectualmente se da en el Francés; y nunca se desliza hacia las melodías femeninas del Italiano. El español no es nunca un lenguaje lánguido, nunca tibio ni siquiera en los labios de una mujer”.
Los que leen estos leves comentarios de las Buenas Noches tienen la buena fortuna de poseer, usar y gozarse con la lengua que Merton apreció en su estancia en La Habana. Se me ocurre preguntar si la estimamos, la apreciamos, la cultivamos, la cuidamos, nos la exigimos con la nobleza y belleza que expresa, en nosotros mismos y en los que caminan a nuestro lado y aprenden de nosotros a hablar. La siembra que hagamos de ello será una buena defensa de nuestra hermosa lengua frente a los desgarros de los que es víctima con asidua frecuencia. 

domingo, 24 de mayo de 2015

En griego.

Uno de los lectores de unas Buenas Noches anteriores preguntaba si era posible tener el texto griego del papiro de Oxyrrinco con la oración Bajo tu amparo… (Sub tuum praesidium…). La pregunta denota, evidentemente, en el preguntador su conocimiento del griego, condición que no es la nuestra. Y, por si no ha tenido modo de hallarla por sí mismo, hela ahí arriba, como llegó a nosotros en un humilde papel egipcio. Y esto me sirve para un breve desahogo personal que quisiera de utilidad para el inteligente lector.
Hace varios años un buen amigo me hizo el regalo de dejarme leer un libro que él consideraba un maravilloso tesoro. Y lo fue también para mí. Lo había escrito el entrañable y eminente catedrático leonés (nacido en Canales, donde le llamaban familiarmente Manocho) Manuel Rabanal Álvarez. El título o subtítulo de ese libro era sorprendentemente “De cómo los griegos somos nosotros”. Y con el sabroso jugo con que los buenos maestros saben aderezar el alimento que nos dan, iba repasando palabras y palabras castellanas y haciéndonos ver el cómo el griego está en las entrañas de muchas de ellas. No me refiero a las que los científicos encuentran hoy (o encontraron ayer) en el diccionario griego, como apódidos (sin pies) para clasificar al vencejo; o esternocleidomastoideo (¡y cómo me costó llegar a decirla bien!) para definir al noble músculo que baja desde nuestro cuello hasta ocultarse bajo el cuello de la camisa. Sino a otras, como chirimbolo, que es el despojo en que ha quedado la designación de un “ostracon” entregado en mano como recibo de haber consignado una  mercancía.
Tuve que vérmelas yo, que no sé alemán, con un médico alemán, que no sabia español. Nos entendimos en Latín. Y me explicaba que en la preparación a la carrera de Medicina se estudia Latín. ¿Lo seguirán haciendo? 
Entiendo que los que trabajan en Informática y en Metalurgia no sepan Latín y Griego aunque el nombre de su profesión sea latino o griego y que la mayor parte de los instrumentos y conceptos que usan sean latinos o griegos. Y que las madres que daban a sus hijos Pelargón no supiesen que en Griego pelargós es cigüeña.
Pero no puedo entender que se deban desterrar del cuadro de estudios desde el comienzo esas Lenguas que llamamos Clásicas, pero que son Madres, que son Nobles, que ayudan a desentrañar no solo el pasado, sino el significado de nuestros lazos con el pasado que se dan, en gran parte, en la palabra.

sábado, 28 de marzo de 2015

Palabras, palabras, palabras...

… respondía Hamlet a Polonio que le había preguntado “¿Qué  leéis?”. Y a Horacio, al morir: “Lo que queda es silencio”.
Hace pocos días oí que el hombre se distanció - ¡y cómo! - de otros animales por el precioso movimiento del dedo pulgar, la visión frontal, la ingestión de carne y… la palabra.
Hablamos sin darnos cuenta de que la palabra es la cima de los instrumentos de que dispone el hombre. La palabra, que no es solo la emisión de un sonido, sino el regalo que podemos hacer a quien amamos u odiamos y el reflejo de lo más hondamente humano que existe: la mente, el alma. Dicen los que entienden de este mundo que con la palabra el hombre tiende (Boucher y Osgood lo llamaron hipótesis de Pollyanna hace casi cincuenta años) a comunicarse con un sesgo de positividad.
Estudiosos de Estados Unidos y Australia han dicho ahora que es verdad. Han tomado 100.000 palabras en 24 bloques y en 10 idiomas (español de México, francés, alemán, portugués de Brasil, coreano, chino, ruso, indonesio y árabe) de muy diversas fuentes y en todas ellas se ha comprobado que las palabras alegres priman sobre las tristes”. Sugieren que los resultados obtenidos prueban "una profunda huella de sociabilidad humana en el lenguaje", es decir se da en todos los bloques o corpus una tendencia hacia la positividad. Y - ¡atento! – las mayores tasas se identificaron en las páginas web en español”.
¿Será verdad? Si dudamos, ¿por qué no hacemos lo posible para que sea verdad? Está en nuestras manos, en nuestras palabras.
Repasad, por ejemplo, ahora que estamos en palestras de elecciones políticas, la medida de la positividad de los que hablan. Y de los que escriben. Y de los que comentan. Y de los que critican.
Los investigadores de los que hablamos han construido un hedonímetro, es decir, un  sistema de “medir” la felicidad que contiene un texto. Nos aprovecharía usarlo: tanto para medir la felicidad que vierte en nosotros lo que leemos o escuchamos como la que comunicamos con nuestras propias palabras o silencios. ¿Has visto sonreír a un delfín? Viven sonriendo.

miércoles, 21 de enero de 2015

La voz de la madre.

Don Bosco visitó Roma 20 veces. Los viajes no eran nada fáciles, ni cómodos: tren, barco (al menos alguna vez, de Génova a Civittavecchia), diligencias, pasaporte (¡y testamento antes de uno de ellos!), pesadas posadas, cantinas, mareos… 
El último fue en mayo de 1887. Se trataba de asistir a la consagración, en el llamado Castro Pretorio, de la Basílica del Sagrado Corazón de Jesús. Había supuesto para él un esfuerzo ingente aquel precioso monumento de fe y de amor que el Papa León XIII le había encargado: pedir dinero, aguantar trampas, llorar de emoción en el acto y en la misa que celebró al terminar la ceremonia contemplando su vida y sus obras. Le quedaban ocho meses de vida.     
El día 8, domingo, se le hizo un recibimiento de honor al que acudieron autoridades y personalidades de la Iglesia y de la política, italianos y extranjeros. Muchos intervinieron con discursos breves y sentidos, cada uno en su propia lengua. Alguno le preguntó después: “¿Cuál es la lengua que más le agrada?”. Y él, sonriendo, respondió: “La lengua que más me gusta es la que me enseñó mi madre, porque me costó poco esfuerzo para expresar mis ideas y además no la olvido tan fácilmente como las demás lenguas”.

Es un recuerdo que nos debe hacer pensar en la fértil siembra que una madre hace siempre en el corazón de sus hijos. Es verdad que hay casos, pocos seguramente, en los que esa siembra no es como debiera ser y resulta árida, escasa, torcida, con amargura, con dolor y resentimiento. Pero la sensibilidad de un corazón materno, la sabiduría de una responsabilidad vivida, la ternura en acompañar en su crecimiento el tesoro de las vidas de los hijos, su atenta mirada al verlos entrar en la corriente del fenómeno social (escuela, amigos, asociaciones, equipos, afectos…) lleva consigo el dulce y permanente sonido de quien más los quiere. ¡Ojalá sea de modo que no lo olviden tan fácilmente!

domingo, 27 de abril de 2014

Chabacano.



Joseph Jerome Fleuriot, marqués de Langle, fue un viajero pertinaz en sus viajes por España. En su libro Voyage en Espagne, de 1784, decía cosas tan bonitas como ésta: “Aseguraría que el español es la lengua más hermosa que se habla sobre el globo terráqueo… Es preciso oír hablar a una española… Por poco que se la ame, por poco que uno sea correspondido, por poco que ella sea bonita, todas las palabras que pronuncia dejan en el oído un sonido tan dulce, tan nuevo que uno cree oírla, cree que habla cuando ya no habla y luego lamenta que un sonido tan bello se pierda en el aire…”.
¡Oh, el romanticismo! Pero tenía razón.
Hoy Bert Torres, profesor de la Universidad de Zamboanga, junto a otros esforzados impulsores del idioma “chabacano” en “la ciudad latina de Asia”, lucha por recuperar un poco cada día el uso del ancestral idioma, casi español, que hablan en esa ciudad (además del inglés y del tagalo) el 80 por ciento de sus casi 800.000 habitantes. Aunque los menores de 60 años mezclan, como es natural, palabras inglesas o tagalas, ajenas a esa lengua.
Parece que esa lengua nació después de que, en el siglo XVII, trabajadores mexicanos de la base naval española de Cavite fundieron su lengua con la de los nativos. Y algo parecido sucedió en Zamboanga, a 890 kilómetros al Sur, durante la construcción del fuerte de San José.
¿Qué lengua usamos nosotros hoy? ¿Nos damos cuenta de que somos herederos de un tesoro que no podemos perder, como procuran hacer los habitantes de Zamboanga? ¿No nos duele que, siendo el español un lenguaje que enamoraba a los que venían a vernos y oírnos desde más allá de los Pirineos, lo estemos haciendo brusco, extraño, zafio, “malhablado”, a gritos, llenos de exabruptos, cuajado de bufidos…? El niño aprende a hablar en su casa, de su madre, la “lengua materna”. Tenemos el deber de afianzarla de tal modo que el albañal de la calle no la manche. 

martes, 25 de marzo de 2014

On-line.



En 1917, hace casi un siglo, don Miguel de Unamuno, a quien bien conocéis, revisó un libro propio que contenía siete ensayos.  El primero lleva el título de Contra el purismo. Y en él va afirmando: «Llamo aquí civilización al conjunto de instituciones públicas de que se nutre el pueblo oficialmente, a su religión, su gobierno, su ciencia y su arte dominante; y llamo cultura al promedio del estado íntimo de conciencia de cada uno de los espíritus cultivados… El proteccionismo lingüístico es a la larga tan empobrecedor como todo proteccionismo; tan empobrecedor y tan embrutecedor… cabe sostener que una de las más profundas revoluciones que pueden hoy traerse a la cultura (o lo que sea) española, es, por una parte, volver en lo posible a la lengua del pueblo, de todo pueblo español, no castellano tan sólo, es cierto, mas, por otra parte, inundar al idioma con exotismo europeo … la vida se debe a los excitantes, y hasta a las intrusiones de las corrientes heterodoxas. Las lenguas, como las religiones, viven de herejías. El ortodoxismo lleva a la muerte por osificación; el heterodoxismo es la fuente de la vida».
Transcribo esto cuando tímida y profanamente me asomo a tomar el pulso a la cultura de nuestro pueblo y advierto la siembra de palabras nuevas en nuestra lengua que seguramente encantarían a don Miguel. Advertiría con qué pujanza avanza el idioma castellano, por ejemplo, gracias al “heterodoxismo fuente de vida”: onlain (está claro ¿no?), internet, uasap, bloguero, chatear, customizar, friki, tableta, sánduich, estrés, “celular”, tunear, grafitero, video, comando, cliquear, sueter, toner…ueb, baner, hit, zip, aipad, uindos, feisbuk, email, android, escáner, pen, host, modem, pasuord…   
Y con qué docilidad el “proteccionismo, tan empobrecedor y tan embrutecedor” abre por fin el paso en el diccionario de nuestra Real Academia (con sus trescientos años a cuestas, que “limpia, fija y da esplendor” a nuestra lengua) a la riqueza que aportan otras lenguas, por lo visto más limpias y luminosas que la nuestra.
Hasta aquí la ironía. Ahora un poco de seriedad. Porque la ironía es siempre un poco de pimienta negra. ¿A qué modos de vida, de conducta, de trabajo, de servicio… hemos abierto la puerta en estos cien últimos años? ¿Estamos seguros de que nuestra identidad, limpia, fija y esplendorosa, es de verdad una identidad que vale la pena conservar? O, al menos, ¿hay en ella rasgos conocidos, definidos, subrayados por el buen sentido y que ennoblecen la vida de los que los poseen?
No es esta tribuna de decisiones y definiciones. A cada padre, a cada madre, a cada educador le corresponde mantener el alma (no el arma) en alto para cerrar el paso a desviaciones en las líneas que deben definir nuestra fisonomía personal, familiar, colectiva, ciudadana, nacional. A costa de parecer raros o rancios. No es rancio el oro que se aprecia, se muestra y se mantiene como un tesoro estimable. No es rara la corriente de agua pura en la que cada uno y todos juntos podemos mirarnos, beber y bañarnos.

miércoles, 5 de junio de 2013

Ortografía.



Ruperto Chapí Lorente (1851 Villena – 1909 Madrid) nació en un hogar en el que se respiraba música. A los 9 años tocaba en la banda Música Nueva de su ciudad. A los 12 compuso su primera obra sinfónica: Un día entre bosques. En Madrid desde los 16, tuvo ocasión de aprender de grandes maestros y orientar su vida hacia la composición. Aunque durante algún formó parte de la orquesta del Circo Price porque, a los 19 años, necesitaba fondos para seguir sus estudios.
Sorprende saber que a lo largo de sus 58 años de vida compuso 160 obras: 8 óperas, algunas operetas y composiciones orquestales y, sobre todo, zarzuelas de las que, sin duda, conoces algunas. Vale la pena. Fue un maestro en ello.
Todo lo anterior es una lección de responsabilidad, tenacidad, entrega al cultivo del arte, entusiasmo y perseverancia. Si a esto se añade que fue el fundador de la SGAE (¿te suena?). Una gran lección para las familias que creen que se cosecha donde no se ha sembrado.
Pero hablamos hoy de una de sus zarzuelas, un poco peculiar por su formato (¿o es una revista?), Ortografía, en un acto, que se estrenó en el teatro Eslava el último día de 1888.
Don Canone Valente Bomba da Silva, caballero portugués, llega a Madrid y quiere perfeccionar su español. Su profesor, el Guión, le asegura: «Yo voy a proponer a usted un nuevo sistema de enseñanza, de resultados brillantes, siendo al mismo tiempo recreativo y pintoresco, por el cual a la vez que nuestra ortografía, conocerá muchas de nuestras costumbres». Y desde los acentos agudos y esdrújulos hasta el brillante final de los símbolos tradicionales y patrióticos, Carlos Arniches y Gonzalo Cantó, los libretistas, despliegan sátiras sobre las cesantías, los chanchullos políticos o la invasión de barbarismos. Como hoy, ¡vamos!
Pero la habanera del coro de «los puntos suspensivos» es la que nos debe servir para una lección más cercana a nuestros silencios y a nuestros fracasos en la educación: «Somos puntos suspensivos, / nuestra misión es callar, / y decir con el silencio / más de lo que es regular. / Tenemos mucha malicia, / pero la tienen también / los que en las líneas de puntos / la intención de un toro ven... Nuestra picardía / hace presumir / lo que no se atreve / la pluma a escribir».

martes, 5 de marzo de 2013

... Que algo queda.



En la fiesta que Medio dió en Babilonia el 31 de Mayo del año 323, Alejandro Magno se sintió mal. Y fue decayendo con fiebres sin remedio hasta su muerte el 10 de Junio. Medio no fue precisamente amigo del pequeño de estatura y gran general macedonio y conquistador de medio mundo que movió tanto en tan poco tiempo.
Medio fue un moscón de corte, más bien, que pasó en la historia de Alejandro y en la Historia de la Humanidad como adulador. Poca cosa. Pero de él se guarda algo tan sabroso como lo siguiente que refería Plutarco en sus consejos para distinguir al adulador del amigo: «que recomendaba atacar y morder sin miedo con calumnias, diciendo que aunque la víctima lograse sanar de la herida, queda en todo caso la cicatriz». Nosotros decimos ahorrándonos palabras, pero no saña: “Calumnia que algo queda”.  
Tal vez alguno tenga, como tengo yo, la impresión de que vivimos en un tiempo y en un lugar en el que todos arrastramos en nuestras carnes alguna cicatriz. O que todavía nos sangra el alma atacada y mordida. Te invito a que prestes atención a cualquier conversación. Entre frase y frase se entrevera un mordisco, una agresión, un ataque, una calumnia, un encantamiento maligno que hiere a su víctima y contagia a quien escucha.
Porque la maledicencia actual es fruto de una moda. Se ha puesto de moda insultar. Bien sabemos que las modas consisten en adoptar un modo que “se lleva”. Y si no “lo llevas” quedas mal. La entereza del que sabe lo que debe llevar y lo lleva se quiebra en los que no saben por qué hay que llevar lo que lleva, pero lo lleva porque lo llevan todos.
Es efecto de cretinismo por consiguiente. Como mi criterio no me llega para juzgar con limpieza de miras y grandeza de ánimo, adopto el modo del que más grita. ¡Y menos mal! 
Porque si la calumnia fuese la excrecencia moral de quien ha ahogado la conciencia o quiere ahogar la existencia del que no coincide con él, estamos ante el que clama por la libertad y la ahoga en el que pretende vivir en ella.