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sábado, 22 de enero de 2011

"Sí, mamá... ofrecí mi vida para obetener la gracia de tu vuelta"

Esta niña que se ve en el centro de un fragmento de fotografía hecha en Junín de los Andes (Argentina) en 1900 es, con mucha probabilidad, la beata chilena Laura Vicuña. De ella decían los que la conocieron:
  • “… tenía cara redonda, cutis blanco, rostro siempre rosado, cabellos y ojos grandes, hermosos y más bien oscuros; mirada inteligente e ingenua, modesta, sonrisa habitual aun en los sufrimientos, lloraba y reía al mismo tiempo, la pose de la cabeza un poco inclinada hacia la derecha”
  • “Los cabellos de Laura eran castaños, no muy rizados; los ojos negros”.
  • “Laura era de carita pequeña y redondita al principio, luego flacucha, pero siempre sonriente y afable; cuerpo de estatura regular para su edad, pero más bien delgadita… Color de la piel blanco; trato afable y cortés en sumo grado”.
  • “Laura tenía una carita sonriente, trato afable y cortés, y jamás la vi triste… carita chica y redondita en un principio, luego demacrada, pero siempre sonriente”.
  • “Era de aspecto delicado, tez blanca, cabellos oscuros y abundantes, ojos también oscuros, callada…”
  • “… era una niña de suaves modales, peinado nunca suelto, con trencitas, tomadas con una cinta, sosegada su mirada, modesta; labios no finos, regulares, su cara redondeada, sus mejillas sin color, apenas algo”.
  • “Tenía un aspecto agradable; su mirada era dulce, compasiva, caritativa y cuando estaba sana, tenía unos hermosos colores”.   
  • ”Los ojos de Laura al mirar no pestañeaban… y, al mirar, Laura tenía una sonrisa apenas perceptible”.
  • “… siempre la veíamos con la sonrisa en los labios”
  • “…  Así pude notarla, con su sonrisa triste, sin abundar en palabras ni términos”.
     ¿Y por qué la declaró Juan Pablo II beata en 1988? Tal vez la respuesta esté en las palabras del mismo Papa: “Que la suave figura de Laura Vicuña, gloria purísima de Argentina y Chile, suscite un renovado empeño espiritual en esas dos nobles naciones, y enseñe a todos que, con la ayuda de la gracia, se puede triunfar sobre el mal; y que el ideal de inocencia y de amor, aunque denigrado y ofendido, al final resplandecerá e iluminará los corazones. Porque este mundo pasa, con sus pasiones. Pero el que hace la voluntad  de Dios, permanece para siempre”.
     Su madre, probablemente viuda, pasó de Chile a Argentina (Junín de los Andes) el año 1900 con sus dos hijas Laura y Amanda. Las llegó al colegio recién inaugurado de las Salesianas. ¿Colegio? Eran más bien unos chamizos, dignamente limpios y pintados, al pie los Andes, levantados al extremo de un poblado igualmente pobre, pero menos, de gente advenediza, buena o bronca. Uno de esta última gente, Manuel Mora, dio cobijo a la joven viuda chilena, que se veía obligada a realizar las labores de la casa, complacerle tocando la guitarra y cantando y prestando otros servicios que a Laura, la hija mayor le hicieron encontrar sentido a su vida ofreciéndola a Dios para que su madre volviese al buen camino.
     La vida de Laura en casa de Mora era un tormento. El colegio era su cielo. Y en ambos lugares, hasta el 22 de enero de 1904 en que falleció (faltaban dos meses y once días para cumplir 13 años), vivió buscando realizar la voluntad de Dios, queriendo y sirviendo a sus compañeras de colegio y pensando en su madre.
     «Sí, mamá, yo me muero. Yo misma se lo he pedido a Jesús... Hace casi dos años que le ofrecí la vida por ti... para obtener la gracia de tu vuelta. Mamá, ¿no tendré, antes de morir, la alegría de verte arrepentida?» Mercedes cayó arrodillada en lágrimas, fuera de sí: «¿He sido yo entonces la causa de tu largo sufrimiento y ahora de tu muerte, hija mía? Qué infeliz soy. Mi querida Laura, te juro en este momento que haré lo que me pides... Me arrepiento. Dios es testigo de mi promesa».
     Y se abrazaron tiernamente, llorando.