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viernes, 22 de agosto de 2014

Ojo por ojo! (o por menos).

Conocemos todos ese código instintivo de justicia que se llama tradicionalmente “del talión”, con el que decidimos rápidamente que se haga “tal para cual” o, mejor, “tal por tal”. Solemos resumirlo o aclararlo vulgarmente (pero con el riesgo de que nos lo apliquen; y en ese caso no nos quedará tan claro si nos quedamos con un solo ojo) estableciendo: “Ojo por ojo…”.
Ur-Nammu, el conocido rey de Ur, hacia el año 2050 con su código; o Eshnunna con el suyo un poco después, 1930; o Lipit-Ishtar, de Isín, en 1870 (con su precepto “Si un esclavo abofetea al hijo de un hombre libre: se le corta una oreja”) y el archiconocido Hammurabi de Babilonia en 1760 (todos aC) así lo entendieron. (Si el lector no tiene un próximo viaje al Louvre para estudiar y leer su estela directamente, puede hacerlo con un poco en la foto de arriba). 
Como según los estudiosos la palabra venganza encierra en su origen indoeuropeo los conceptos de fuerza y de dedo, el código del talión, es decir, de la venganza, supone siempre señalar con un dedo acusador y ejercer la violencia sobre el que ha faltado.
Criticamos con mucha frecuencia el sistema de castigos que emplea la sociedad con los delincuentes. Nos parece que el que ha faltado es un pobrecito que merece, no solo compasión, sino hasta perdón por parte del juez, del ofendido, de la sociedad… Pero no tenemos en cuenta que los primeros que aplicamos esa vieja ley somos nosotros cuando nos rozan las fibras de nuestro abrigo. Y no nos contentamos con hacer nosotros lo mismo, que sería una respuesta talionana. No. Quedamos mortificados, calificamos de sucio (con palabras más gordas que esa) al que nos toca, lo excluimos de la lista de los que pueden andar libres por la calle, formar parte de los ciudadanos normales.
¿De dónde nace esa actitud? ¿Es innata, instintiva, es la forma de ladrar o de morder al perro que nos ha ladrado o nos ha enseñado los dientes?

A lo mejor, sí. Pero no somos responsables si no nos esforzamos por construir una familia, un grupo de personas, una sociedad que dé el peso justo a la posible ofensa y al obligado desquite. Los padres, las madres, los educadores tenemos que echar como cimiento de la obligada convivencia una seria carga de serenidad, sensatez, equilibrio, dominio de sí, desapasionamiento que permita ayudar al que yerra a que corrija su tiro y aporte al equipo en el que juega, acierto en su disposición para convivir.

miércoles, 28 de marzo de 2012

Defender al débil.


La habitación que me asignaron estaba en un segundo piso. Y me acosté pronto. De modo que cuando, a medianoche, me despertó un alboroto de la calle, creí que ya era hora de levantarme. No lo era. Pero me levanté. Porque el alboroto se mantenía en todo su vigor, pero de un modo alternado entre voces de protesta y silencios casi absolutos. Voces de mujeres. Y como eran ya las doce y media, me levantó la curiosidad. Y me asomé medio dormido a la ventana.
Lo que vi me resultó extraño: un coro de unas ocho mujeres rodeaba el cuerpo de un hombre que yacía, inmóvil, en el suelo, junto a un furgón de la policía municipal. Dos policías estaban en el centro del cuadro junto al varón doliente. Y me preguntaba por qué no lo recogían para llevarlo a la Casa de Socorro o a una Urgencia de alguna clínica. Les debí de transmitir el pensamiento, porque se agacharon como para levantarlo o incorporarlo y llevarlo a seguro. Pero apenas iniciaron aquel lógico y compasivo intento, el hombre empezó a agitarse como de epilepsia y las mujeres volvieron a su protesta alborotada. Y así por tres veces en poco tiempo, de modo que me retiré de mi punto de observación e intenté volver al sueño.         
A día siguiente leí en un diario: “Un experto del tirón salió corriendo con el bolso que había arrancado de las manos a una señora en la calle…”.  Se añadía que, “identificado, había sido detenido por la Policía…”. Mi reflexión se clavó en el hecho de que un grupo de mujeres estaba defendiendo de la Justicia a un delincuente.
Es instintiva la tendencia a compadecerse del débil. Y es admirable. Pero no siempre caemos en que ciertas compasiones pueden ir contra la justicia, la conveniencia, el deber, la exigencia, el orden, la equidad, el reparto justo, la solidaridad... Podéis poner ejemplos vosotros. Serán sin duda más numerosos y más acertados que los míos. Pero ahí van. ¿Por qué se ha de dar una beca para estudios universitarios a un muchacho que no da golpe, que es un vago, que no tiene cabeza ni ganas ni voluntad para someterse a la seriedad y exigencia de estudios superiores? ¿Por qué tengo que ayudar a un primo mío a que triunfe en el arte si no es artista ni va a dejar nunca de ser un caradura? ¿Por qué tengo que apoyar con eso que llaman “dinero público” a una jarca de cantamañanas que lo único que han hecho en la vida y en la historia es chupar del bote y armar jaleo? ¿Por qué tengo que confiar la salud y la existencia de los ciudadanos de tal ciudad que acuden a los servicios de un mal llamado médico que hizo su carrera a trancas y barrancas y está ahí porque le colocó su tío, el eminente político? ¿Por qué me hacen votar a un candidato que ha hecho de la política su pesebre porque no ha valido para otra cosa que ser “importante” de pacotilla? ¿Por qué apoyo al que se ha convertido en repartidor de prebendas a costa de comprar con ellas la benevolencia de los dictadorzuelos de la “lista”? ¿Por qué tengo que aguantar a instituciones, sociedades, grupos y foros que se sostienen sólo porque han logrado hacer bien su “teatro”? ¿Qué sentido tiene subvencionar a entidades que no retribuyen absolutamente nada al conjunto social, de cuyos bolsillos sale esa ayuda?