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jueves, 13 de abril de 2017

La familia... Nadie ni nada por encima de la Vida del otro.

He sufrido hondamente al encontrar, en algún rincón de tantos y tantos papeles como se nos ofrecen, esta enternecedora fotografía antigua. Su pie dice: “Una abuela lleva a sus nietos, sin saberlo, al interior de una cámara de gas en el campo de exterminio de Auchswitz”. Seguramente la conoces, querido lector. Para mí era nueva.
Los hechos apuntados y denunciados en la foto nos hacen volver, una vez más, la vista atrás y gritar en nuestro interior, con lágrimas o con violencia, por tantos y tantos actos de barbarie que han encanallado la historia de los hombres de todos los tiempos.    
Parecería, por lógica y por la imparable inercia de los días, que la vida es algo tan sagrado, tan divino, tan por encima de cualquier forma de saña o de insensibilidad, que nadie y nunca se atreviese a tocarla de ninguna forma. Y, sin embargo, a pesar de esa lógica, tan débil según parece, es constante en la historia de todos los tiempos y en todas las naciones, que haya quien ha creído y cree y seguirá creyendo, por su alta autoestima que le hace sentirse capaz de gobernar los astros, que el gobierno del mundo depende de su criterio y voluntad.          
Cuando la familia es el centro inviolable en el que brotan las vidas, como tesoros inigualables en la historia de los hombres, entrar en ella, desgajarla, profanarla, aplastarla de cualquier modo es hacer de lo más noble de lo existente un canibalismo repulsivo que nos rebaja como seres humanos.
Porque en ninguna cadena de la vida animal en cualquiera de sus manifestaciones, desde la más suave en sus formas hasta la de bestias aparentemente feroces, se producen esas aberraciones.
El hombre, sí. Algunos, naturalmente: “Si soy capaz de segar la vida, lo hago. Me demuestro que estoy por encima de todo y de todos”. Te demuestras, pobre engendro, que estás podrido por dentro y que estás por debajo de cualquier sentina humana que se pueda imaginar.

martes, 8 de octubre de 2013

Bartali.



Gino Bartali, nacido en 1914 en Florencia, murió el 5 de mayo del año 2000. Le llamaban el Ginettaccio en sus años jóvenes por la formidable entrega a la práctica del ciclismo desde que el dueño del taller de arreglos de bicicletas le regaló una. Su vida profesional empezó a partir de 1935. Hasta 1954 había obtenido 91 victorias. Aunque durante la 2ª Guerra Mundial había tenido que interrumpir su “carrera”. Pero en 1948 ganó su segundo Tour con siete etapas ganadas. Subía como nadie. Fue ganador del gran premio de la montaña del Giro siete veces. Y dos del Tour. Durante años los nombres de Gino Bartali y Fausto Coppi, bastante más joven que él,  lo gritaron los muchachos y los menos muchachos italianos animando o ensalzando a su ídolo. Pero ellos siempre fueron muy buenos amigos.
Hace unos días se supo que se había reconocido a nuestro corredor como Justo entre las Naciones, un tratamiento concedido por la Comunidad Hebrea a los que, durante la persecución de los judíos en los oscuros años anteriores a la Guerra y en ella, habían contribuido a salvarlos. De él se dice: «…un católico devoto, durante la ocupación alemana en Italia formó parte de una red de salvamento cuyos jefes eran el rabino de Florencia Nathan Cassuto y el Arzobispo de la ciudad, el cardenal Elia Angelo Dalla Costa... Esta red hebreo-cristiana… salvó a centenares de hebreos locales” (se dice que ochocientos)… Bartali actuó «como correo de la red escondiendo falsos documentos y papeles en su bicicleta y llevándolos a través de la ciudad con la excusa de que se estaba entrenando. Aun conociendo que su vida corría peligro por ayudar a los hebreos, Bartali entregaba documentación falsa a diferentes contactos, entre ellos el rabino Cassuto».
Giorgio Nissim, miembro activo de la red, y autor de gran parte de la documentación entregada por Bartali, dejó un diario que sus hijos no descubrieron hasta 2003. En él se describía el funcionamiento de la red clandestina. Y allí aparecía Bartali con los recorridos que hacía, los documentos que llevaba y la abnegación por aquella causa justa.
Bartali fue un héroe público en su carrera ciclista durante algunos años. Pero “su carrera” secreta, de la que no se supo nada mientras vivió, se coronó con el premio que un creyente cristiano estima más: ofrecer su vida para salvar las de los demás.