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miércoles, 8 de enero de 2014

Presumir.



El crucero Costa Concordia es el primero de los hermanos gemelos Pacifica, Favolosa, Fascinosa y Carnival Splendor, como todos sabéis. Se presentó en sociedad en julio de 2006 y navegó en su esplendor hasta el 13 de enero de 2012. Con sus 114.500 toneladas pudo lucir el mensaje de unidad y concordia de su estirpe hasta que un accidente – según parece, leve – acabó con sus deseos: una vía de agua de 70 metros de longitud le hizo zozobrar y escorarse casi 90 grados con la irreparable pérdida de la vida de 32 personas.
Era (y sigue siéndolo, pero derrotado) largo: 290,20 m.; ancho: 35,50; y profundo: 8,20 m. de calado (lo de eslora y manga queda para los especialistas). Lo lanzaban por las aguas, con una velocidad de hasta 19,6 nudos (más o menos 33 kilómetros por hora,  seuo), seis motores de 75.600 kW. Tenía 1.555 cabinas de lujo y 70 suites de superlujo; un Samsara Spa, con fitness, gimnasio, piscina de  talasoterapia, sauna, baño turco, solárium… más otras cuatro piscinas, cinco jacuzzis y otros cinco spas; cinco restaurantes, dos Clubes y trece bares…; un teatro, casino y discoteca, un área para niños, un simulador de Grand Prix motor racing y un Cibercafé.
Ya había tenido un susto cuatro años antes en Palermo: parece que una ráfaga de viento impertinente lo llevó hasta un muelle flotante y se dañó su estribor. Pero todo se arregló.
¿Y…?
Virgilio en sus bucólicas (2,17) advertía y sigue advirtiendo: “¡Hermoso muchacho, no te fíes demasiado de tu aspecto!” (O formose puer, nimium ne crede colori!). Unos menos, otros más y otros mucho vivimos fiados de la apariencia, de nuestra apariencia y de la de los demás. Presumir es poner por delante lo que suele siempre quedar atrás. Cuántas veces hemos dicho y hemos oído decir con asombro, reprobación y casi como disculpa: “¡Pues parecía…!”. Hay personas que “parecen” y se esfuerzan en “parecer” y se apoyan en el “parecer” de las cosas, de las personas y de los acontecimientos como si la cáscara poseyese siempre el sabor del fruto. Y en esto no suele haber escarmiento, es decir, la corrección de conducta que supone haber tropezado, el látigo que se aplicaba a los escolares para que aprendiesen, o la burla mucha veces cruel que se hace del que vive del viento.

jueves, 30 de mayo de 2013

La Ley del Embudo.



Como sin duda recuerdas, en el “Tratado primero” de su autobiografía cuenta “Lazarillo de Tormes”: Mi  viuda madre, como sin marido y sin abrigo se viese, determinó arrimarse a los buenos por ser uno de ellos, y vínose a vivir a la ciudad y alquiló una casilla y metióse a guisar de comer a ciertos estudiantes, y lavaba la ropa a ciertos mozos de caballos del comendador de la Magdalena, de manera que fue frecuentando las caballerizas.
Ella y un hombre moreno de aquellos que las bestias curaban vinieron en conocimiento. Éste algunas veces se venía a nuestra casa y se iba a la mañana. Otras veces, de día llegaba a la puerta en achaque de comprar huevos, y entrábase en casa. Yo, al principio de su entrada, pesábame con él y habíale miedo, viendo el color y mal gesto que tenía; mas, de que vi que con su venida mejoraba el comer, fuile queriendo bien, porque siempre traía pan, pedazos de carne y en el invierno leños a que nos calentábamos.
De manera que, continuando la posada y conversación, mi madre vino a darme un negrito muy bonito, el cual yo brincaba y ayudaba a calentar. Y acuérdome que, estando el negro de mi padrastro trebejando con el mozuelo, como el niño vía a mi madre y a mí blancos y a él no, huía de él, con miedo, para mi madre, y, señalando con el dedo, decía: -¡Madre, coco! Respondió él riendo: -¡Hideputa! Yo, aunque bien mochacho, noté aquella palabra de mi hermanico, y dije entre mí: «¡Cuántos debe de haber en el mundo que huyen de otros porque no se ven a sí mismos!».
No es que yo afirme que el inventor de la Ley del embudo fuese el hermanico negro de Lázaro. Porque debe de ser el embudo tan natural que hasta un niño que empieza a hablar ya lo usa. Lo asombroso de una ley como esa (que debió de nacer con el primer ser vivo que nació) no es tanto que yo me conceda a mí lo ancho para dejar lo angosto al otro, sino que cuando lo hago no me entere de que estoy  cometiendo un fraude como si fuese lo más justo del mundo, de la vida y de la historia. 
Quiero decir que el que más chilla no es el que más trabaja, ni el que más pide el que más necesita, ni el que más reclama el que más derechos tiene, ni más blanco el que rechaza al negro. ¡Cuántos cocos andan sueltos de lengua y de pies por el mundo y llenan ese mundo que los aguanta - ¿hasta cuándo? – y que ponen negros a los que no son como ellos, o no les hacen caso porque conocen su bastardía!

viernes, 30 de diciembre de 2011

San Gimignano.


San Gimignano a la hora de la siesta 
Quien viaja de Siena a Florencia por la apacible, hermosa, acogedora, artista Toscana y a igual distancia de esas dos preciosas ciudades, descubre a la izquierda, en una colina elevada (y si no hay niebla, tan bonita y tan espesa como la de la Toscana), una ciudad amurallada de sueño: San Gimignano. Y si tiene tiempo y se desvía a la izquierda, como queda dicho, a la altura de Poggibonsi, puede encontrarse en medio de las altas torres que dan a San Gimignano su carácter propio y, creo, exclusivo. Tiene otros atractivos este viejo y casi misterioso lugar, asentamiento etrusco primero y romano más tarde. Pero lo que le ha dado carácter fue el fruto del tesón de algunos de sus habitantes, los nobles que lo habitaban en el siglo XII, que contendían en nobleza y apariencia y que levantaron en sus moradas (no podemos llamarlas simplemente “casas”) su propia torre, más alta que la del vecino, ¡claro está! Se conservan 15 de las 72 que parece que tuvo. 
La UNESCO, que anda a la caza de cosas y lugares donde colocar sus distinciones, declaró a San Gimignano, hace poco más de veinte años, Patrimonio de la Humanidad.   
¿Nos valen esta historia y estos pujos para mirarnos a nosotros mismos, mirar a los vecinos y mirar, sobre todo, a nuestros hijos? Sería pueril que nuestras vidas estuviesen movidas por el “¡Pues yo, más!” que tanto nos condiciona, generalmente, … ¡para ser menos!. Porque esa expresión, esa actitud interior, nace de la inmadura pretensión de aparecer, de parecer que, por ser máscara de la vida, suele ocultar el vacío interior que tan poco suele preocupar a los que andan locos por adornar el escaparate. “¡Yo no sé parecer…!”, decía Hamlet a Gertrudis, su madre. Hay quienes se alimentan de parecer. Y enflaquecen en el nervio interior del “ser”.
Pero puede haber otra mirada, no más benévola sino más exigente, al contemplar las altas torres de san Gimignano, que es la del estímulo, la emulación. Cuando un protagonista de la Historia (¡lo somos todos!) mira a su alrededor y descubre la grandeza de un obrero, la nobleza de una madre, la dignidad de un servidor público, los notables logros de un tesonero estudiante, la belleza de un paralítico que sonríe y agradece, la sonrisa de un paciente enfermo sin remedio… está estudiando y aprendiendo, si la entiende, la alta lección de ascender en la verdadera aristocracia, la interior.
¡Qué hermoso sería poder contemplar y vivir en medio de un bosque de torres no cerradas en sí mismas y alimentadas de envidia y acechanza, sino levantadas a costa de esfuerzo, sacrificio, entrega, solidaridad y amor! No sería utopía. Sería simple y sublime realidad de la que es capaz el ser humano, investido del Soplo divino.