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domingo, 19 de octubre de 2014

“El de las Nabas”

De Juan Fernández, llamado El Labrador, se sabe muy poco. O casi nada. A pesar de que sus obras, del aire de Caravaggio, se buscaban para enriquecer algunas colecciones como, por ejemplo, la del rey Carlos I de Inglaterra. Fue un pintor barroco español que vendía sus obras (más numerosas las de naturaleza muerta) en Madrid y en Semana Santa, única ocasión en que acudía a la Corte, así parece, allá por los años de 1630 para arriba o para abajo. Le gustaban, sobre todo, las uvas, como ves en el cuadro que te ofrezco de entrada.
Antonio Palomino, buen pintor y justo crítico, le consideraba «Pintor Insigne», discípulo de Luis de Morales y extremeño. En el inventario del marqués de Leganés (1655) se hace referencia a un cuadro con una «porcelana de uvas, dos búcaros, unas castañas y bellotas» y se  atribuye al «labrador de las nabas». En el de Ramiro de Quiñones se citan tres cuadros del «Labrador de las navas». Y en el Museo del Prado se pueden conocer dos obras suyas.
Me ha venido el recuerdo de este singular artista, singular por muchas razones: producía arte, es decir aportaba belleza al mundo en que el que convivimos; lo hacía de un modo sobresaliente muy por encima de los muchos que hoy creen aportar belleza para el recreo y la contemplación de los que la deseamos. Me ha venido al leer una y otra vez el aire que se da en tantos lugares y por tantas personas adictas al marujeo a personas que no enriquecen ni el aire ni nada con su vida y su obra. Personas que despiertan compasión; porque lo que se airea de ellas suelen ser rasgos lamentables si no despreciables. La meta que se debe proponer un ciudadano estimable es la de su aportación para dotar al mundo y a su historia más cercana con grandeza, belleza, generosidad, entrega, altruismo.
Oí decir a un muchachito, al que le preguntaban qué le gustaría ser de mayor, que su sueño era ser una persona importante. Ese propósito encierra tan grandes horizontes que merece la pena ver si en nuestros hijos y educandos se caldea un deseo parecido. Es más frecuente de lo que pudiera parecer, aunque no lo confiesen de ese modo tan decidido. Más importante todavía es indagar el perfil de la “importancia” que desean. ¿Sobresalir? ¿Poder presumir entre los iguales, que ya no serían tan iguales? ¿Servir con algo que se intenta conquistar pero es difícil conseguirlo? ¿Ganar mucho? ¿Distanciarse de los demás o acercarse a ellos?

El mundo necesita, por encima de todo, corazones grandes que lo hagan más “mundo”, es decir, más hermoso, más limpio; más humano, más hermano.

miércoles, 21 de septiembre de 2011

Buena Educación (6): El Amenti.

Veredicto de Osiris

El mal llamado “Libro de los Muertos” era un largo y pesado prontuario que todo egipcio llevaba consigo a la tumba. Algo así como una guía para el último viaje, el viaje hacia “Occidente”, el Amenti, uno de los nombres del infierno egipcio: «región escondida». Plutarco en el tratado de Isis y de Osiris, capítulo XXIX, dice: «El paraje subterráneo al cual se trasladan las almas después de la muerte se llama Amenthes.» El Libro de los muertos, en el capítulo XV, se expresa en conformidad con el texto de Plutarco en estas palabras: «A la tarde el sol vuelve su faz hacia el Amenti.» Las creencias egipcias habían asimilado la vida humana a la jornada solar, y por eso al declinar la existencia el alma, desprendida del cuerpo por la muerte, el alma descendía a la región inferior, hasta llegar al Amenti o sala del tribunal de Osiris, juez supremo que, asistido por 42 asesores, decidía la suerte futura de la misma. De aquí que el Amenti fuera llamado el “país de verdad de palabra”. El Amenti estaba personificado en el panteón egipcio por una diosa llamada Amen-t con la cabeza coronada por el grupo jeroglífico del Occidente, y por otra diosa de tocado isiaco llamada Merseker, es decir, «amante del silencio
Y para el momento en que se debía pasar por el juicio de Osiris, para el momento en que pesarían el corazón en una balanza infalible, sin mentira, el viajero al más allá debía repetir en su interior una y otra vez: “Corazón mío, corazón de mi madre, no te alces contra mí, no depongas en contra de mí”.
Vivimos ansiando la verdad (menos cuando la mentira nos sirve como instrumento de ventaja): la verdad en los otros y alguna vez también en nosotros mismos.
El que es la Verdad nos ha explicado bien dónde se encuentra la buena educación: la verdad que debemos ofrecer en el momento de la pesada de nuestro pobre corazón, en el juicio definitivo. Será un repaso a nuestra buena educación, es decir, a la grandeza o la pequeñez de nuestro corazón. Se nos llenará el corazón de la infinita ternura del Padre (“¡Benditos de mi Padre!”) si dimos un vaso de agua al sediento (¡por un vaso de agua un Reino!), un poco de pan al que se nos acercó con hambre, un saludo para el que se nos cruzó en el camino, una visita al solo y al enfermo, un silencio ante el silencio del que calla, una palabra al que sufre si nuestra palabra no le escuece en la herida, respeto y apoyo al que sigue mi mismo camino, una sonrisa al que vive buscando la aurora, una mirada al hermano que está junto a mí, mi tensión interior por saber que existen los demás, tenerlos en cuenta, atenderlos, servirles, convertir el agua sencilla de las cosas pequeñas en el vino nuevo que llena los odres nuevos del Reino, lavar los pies al que creo que es menos que yo, pero al que elevo en un trono de estima cuando me arrodillo ante él, dar la vida por los amigos, regalándonos sin que nos duela morir.

domingo, 18 de septiembre de 2011

Buena Educación (5): Hombre-hombre.

Lao-Tze

Lao-Tzu (o Lao-Tze o Lao-Tzi, o …), con su sabiduría exacta aunque un poco enigmática, como casi todo lo chino, afirmaba que “Ser grande significa ir adelante. Ir adelante significa estar lejos. Estar lejos significa volver”. Todos queremos ser grandes. Es una de las necesidades fundamentales del hombre. Y si no llegamos a serlo, intentamos aparentarlo. Y al lanzarnos a ser los primeros, constatamos que sólo empezamos a serlo cuando comprendemos que tenemos que volver hasta el último lugar y mirar con ternura a los que caminan junto a nosotros, tal vez renqueando, poner al compás de su caminar nuestros pasos y los latidos de nuestro corazón.
Un profesional, aunque alcance a ser el primero de su profesión, si no es más que un profesional, es bien poca cosa. Lo que ante todo define al hombre ¿hará falta decirlo?, es la hombredad”. Son palabras de Ramón Pérez de Ayala. Y sigue: “Por su mucho saber, tal vez un hombre es útil a los demás hombres, como lo puede ser una máquina, y esto no siempre. Por su hombredad, el hombre se afirma hermano de otros hombres y, por ende, se hace amar de ellos fraternalmente”.
Ese debería ser el primer empeño de los que tenemos un hueco en este mundo apretado en que vivimos. Pero la competitividad, el logro, ser el primero... suelen exigir casi todas las energías de quien intenta abrirse paso. Y no quedan ya para el cometido más importante, casi determinante, de educar y educarse. Sin corazón, sin amor, nadie es hombre, nadie es ‘educado’.
Algo perecido y de modo más solemne escribía Ignacio Romero Raizábal: “La hombría es elegancia espiritual y alma maciza. Se consigue a muy alto precio. Constituye una adquisición ruinosa. Se adquiere y paga sólo a base de corazón, de voluntad y de sacrificio.
El hombre hombre es amable con los demás y tirano consigo mismo.
Cuando tiene un amago de tristeza el hombre hombre se sonríe por un acto reflejo.
Al hombre hombre no se le nota cuando le duele el estómago o el alma.
El hombre hombre es algo que son pocos, no quiere ser ninguno y todos dicen que lo sean.
El hombre hombre es un moderno caballero andante que ama la dignidad, odia la injusticia y desprecia la murmuración.
El hombre hombre necesita tener buen corazón, mala memoria, bastante entendimiento y muchísima voluntad”.
Menos mal si vivimos juzgándonos para examinar ese corazón del que nos van a juzgar cuando todo se haya hecho vida y verdad: “A la tarde de la vida nos juzgarán del amor”. Sólo del amor.