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lunes, 3 de octubre de 2011

Pelo a pelo.

A los que recuerdan la historia de España de hace algo más de veinte siglos les suena el nombre de aquel “general” victorioso en muchas batallas que se llamó Quinto Sertorio. Y que fundó en Huesca una especie de universidad para los hijos de sus oficiales hispanos, por ejemplo. Se estaba en la “guerra social” entre los sostenedores de Sila y los que seguían a Cayo Mario. Y Sertorio estaba por éste. Cuando Cneo Pompeyo, enviado por Sila, llegó a Hispania y Sertorio constató la inferioridad de sus fuerzas, convocó en Castra Aelia, según cuentra Tito Livio, a sus capitanes, romanos e hispanos. Se trataba de defender una causa común. Y echó mano de un ejemplo de cómo habían de plantear su lucha contra los senatoriales.
Puso delante de ellos dos caballos y encargó a dos hombres, uno fuerte y robusto y el otro más bien flacucho, que pelasen la cola de los caballos. Por mucho que el primero lo intentó tirando con fuerza de la cola no llegó a nada más que a bañarse en su sudor. El débil fue arrancando pelo a pelo los del caballo y acabó dejándole sin crines en su cola.
Era el modo de enseñarnos (porque si Sertorio puso una “universidad” en Huesca, bien puede seguir siendo un buen maestro hoy) que el logro de un empeño no viene casi nunca de un golpe de ímpetu, sino de la constancia en plantear modos, de la tenacidad en ir madurándolos, de la paciencia en descubrir que cuando se da un paso con seguridad es más fácil que se puedan dar otros mil que si se lanza uno a la carrera sin método, sin reservas, sin reflexión.
Y lo que es buen camino para nuestra propia formación debe serlo también para los que educamos o pretendemos educar. Porque si no, corremos el riesgo de una patada de quien queremos que deje de darlas, o de cansarnos de remar inútilmente sin llegar a ningún puerto.

viernes, 18 de marzo de 2011

Y se hundió!

En 1628 se hundió el Vasa. Se construyó mal, dicen los entendidos; se botó peor, dicen los historiadores; y se hundió bien, muy bien, en su primer viaje, al escorar y llenarse de agua en la bahía, a dos millas (marinas, claro) de su “cuna”, los astilleros de Estocolmo. El rey Gustavo II Adolfo tenía prisa por verlo gloriosamente lucido por las aguas de todo el mundo y, sobre todo, por enfrentarlo a los polacos en la Guerra de los Treinta años.  Al cabo de los siglos - en 1961 después de purgar su titanismo (¿recuerdan el Titanic?) en el limbo de sus 333 años de ostracismo submarino - se recuperó. Y ahí está en su Vasamuseet (el único barco que tiene un museo para él solo) de Estocolmo, luciendo su gloria de ser nave, su largo sabor a fango y su vergüenza de no haber servido nada más que para vergüenza del rey.  
¿Conocen ustedes a hombres hundidos? ¿Han visto alguna vez a jóvenes reposando en el lodo? Casi siempre están así por culpa de sus constructores. Creyeron sus padres que bastaba con tener apariencia (como los 54 metros del Vasa), dos pies para pisar el mundo (como su corta manga de menos de 12 metros), amplia bambolla para sorber los vientos (como los 1.275 metros cuadrados de velamen), y más que suficiente fiereza para enfrentarse con quien fuese (como aquellos 64 cañones de bronce) y se encontraron con que una leve brisa los escoró en la vida y se llenaron del lastre de la muerte.
Hacer hombres es una tarea preciosa, una profesión sublime, un programa superior a cualquier otro de los que existen. ¿Pero cuántos responsables hay que entren en la dura escuela de formarse para ello? A medida que pasa el tiempo y se suceden las generaciones, las oleadas de padres improvisados son más numerosas. Y sus hijos, desarbolados o con heridas en su calado, ceden rápidamente y se convierten en despojos de un museo triste como es el de los sin-ganas, sin-ilusiones, sin-amor, sin-vida.

sábado, 12 de marzo de 2011

Nuestras huellas.


Si viene esta noche ante nosotros Francis Galton  (1822-1911) no es porque fuese primo del conocidísimo Charles Darwin, que lo era;  ni porque aportase un toque de acierto al intento fallido del francés Alphonse Bertillon en su método de identificación de personas y hace casi ciento veinte años ofreciese en su libro Huellas dactilares el método todavía en uso para lograrlo, que lo aportó. No.
Entra en el arranque de estas líneas porque, como  buen conocedor del ser humano, y entre sus muchas experiencias e investigaciones, de errores graves y aciertos plausibles, insistía en que la convivencia humana debe condimentarse con una amable acogida y una sonrisa constante. Quiso demostrárselo a sí mismo para demostrárnoslo a nosotros. Y él, que paseaba apoyado en un precioso bastón por las calles de Birmingham, saludando y sonriendo a todos, hizo esta prueba un día: bajó a la calle adoptando un semblante sombrío, distante, casi hostil, como minado por un agudo dolor de estómago… Y contaba... que la gente que le conocía evitaba cruzar la palabra con él, la desconocida procuraba dejarle paso libre y distante. Y contaba… que hasta un caballo que observó su cara le dio una coz.
¿Cómo condimentamos nosotros la vida? ¿No creéis que la niña que habla a gritos es hija de una madre que adoba la vida familiar con gritos y voces? ¿Que el insulto que suelta un adolescente por un quítame allá esas pajas a un amigo es un brote espontáneo de los que ha escuchado en su casa desde que tuvo uso de razón o antes? ¿Que la debilidad diarreica con que ensucia las calles que patea es efecto de la misma enfermedad de su abuelo o de su padre?  
La sociedad, la pandilla, la calle, la escuela… no curan de eso. Al contrario: ofrecen muchas veces (o siempre) y gratis sobredosis de lo mismo.
La familia que da bien de comer a sus hijos, que ofrece alimentos sanos, no  caducados ni contaminados, que pone amor en la exigencia y ternura en la corrección, que ofrece aperitivos de los valores esenciales en la vida, que da ejemplo de un apetito correcto y oportuno, de selección de lo que come, de digestiones maduras y de fuerza para no ceder ante la sugestión de cualquier engaño de apariencia, logra de los hijos que crezcan sanos, equilibrados, solidarios, con un respeto digno ante los demás  y las instituciones y el deseo de aportar lo mejor de sí mismos.

jueves, 10 de marzo de 2011

¿Desmenuzarse?


El suelo se resquebraja. La piedra se desmigaja entre los dedos. Se producen socavones amenazadores. Las calles están desiertas. Aunque en verano Lésina Marina, en la provincia italiana de Foggia, se llena con miles de turistas cercanos: “¡En la playa no hay peligro! Y en septiembre nos vamos”.
Es un fenómeno alarmante, pero natural, dicen los expertos. Su sino último, tarde o pronto, es la disolución. ¿Pero cómo es posible? Lo atribuyen a la densa red natural de aguas que van reblandeciendo todo por capilaridad. O por lo que sea. La tierra se empapa de agua y se convierte en polvo. El canal de Gargano podría ser el causante. Y se plantean trasladar a la población con sus casas lejos de esa trampa mortal.
¿No lo han observado ustedes a su alrededor, en sí mismos, en las instituciones que parecen fundadas para sostener y que no se sostienen ellas mismas? ¿Han observados ustedes a sus hijos, si los tienen, o a las muchachas y muchachos de la edad que tendrían sus hijos si los tuvieran?
“¡Exageras!” No parece. Nos gustaría que todo esto fuese una exageración: pero no es así. No es posible que se inventen aparatos tan sabios que lleguen a la resonancia magnética de la personalidad. Pero si así fuese, la alarma de una pandemia de inconsistencia de nuestro sistema óseo espiritual sería terrible.  
La educación de los niños hoy es la de la complacencia: “¡Que no sufran!”. Más todavía: “¡Que se diviertan!”. Muchas madres recurren a los médicos pidiendo sólo para sus hijos algo para que no les duela lo que les duele. No les importa estar maleducándolos dándoles de comer lo que les gusta. O atiborrarlos con veneno en forma de dulzainas. ¡Cómo penan los padres que ven a sus hijos ahogados por la droga! Y fueron ellos, los padres, los que los indujeron a morir así dejándolos empezar ¡por la complacencia!  
¡El gusto! Es el criterio más alto de nuestra vida actual. Basta analizar los programas políticos de todos los partidos, de todas las tendencias. En lo más alto de sus proyectos está la meta: “Estado de bienestar”.
El esfuerzo, la superación, el trabajo, la exigencia, la constancia, la renuncia, la generosidad, el altruismo, la solidaridad, la responsabilidad, el deber, la entrega, la nobleza, la apertura, el sentido del “otro”, la dignidad, el honor… “¿Dónde va usted? ¡No sea rancio! Esas son cosas de cuando no teníamos qué comer. ¡Ya está bien de sufrir! ¿No se ha enterado usted de que la democracia nos ha traído un modo distinto de vivir? ¡Déjenos de antiguallas y respete nuestro modo de ser y de ver las cosas!”.     
¡Pues no tenemos que dejar! El polvo de nuestra roca no puede convertirse en la médula de nuestras vidas.

sábado, 5 de marzo de 2011

Cotilleos.


El DRAE (no nos quedemos atrás en el manejo de siglas) o, lo que es lo mismo, pero dando la cara, el Diccionario de la Real Academia Española, dice que cotilla es la persona amiga de chismes y cuentos. ¿Conocemos a alguna? Cota, cota de malla, por ejemplo, era la defensa del torso del que entraba en la batalla que se resolvía con lanzadas o a espadazos. Cotilleo es la guerrilla menuda de la vida de quien no tiene mucho importante que hacer, de los que son, porque la usan, cotilla.
No sé si nos ha preocupado mucho descubrir qué tanto por ciento ocupa la alta reflexión política de algunos de nuestros mandantes. Y, como contraste, el cotilleo, el chismorreo con que roen la paciencia de los mandados, mientras éstos esperan la solución de los problemas que se les ha confiado resolver, que es la función de su servicio.   
Es bueno repasar algunos programas de televisión, escenario y pesebre de muchos cotillas, para hacerse cargo de ese fenómeno, fruto de la exquisita cultura de nuestros maestros (porque sólo un maestro tienes agallas para asomarse a esa tribuna del saber y sentir que es la pantalla). Y junto a estos escenarios, las planas de algunos de nuestros diarios o publicaciones semanales. Nuestras conciencias, nuestras mentes ¡y nuestras voluntades! se alimentan con ese producto de la digestión de los prohombres de nuestra sociedad. 
Pero donde se fragua todo, donde mana el agua que riega nuestras vidas, ya desde muy niños,  donde el cotilleo es más pernicioso, es en la familia. ¿Con qué fuerza sienten los padres el deber de construir la empresa que han acometido, de autoeducarse para poder, saber y querer educar?  
¿De qué se habla en casa? ¿Qué se vierte en la conversación familiar? Y antes: ¿qué deseos arden en nuestros corazones? ¿qué luz ilumina nuestros pensamientos? ¿qué sentimientos mueven nuestras pasiones? Porque todos sabemos o deberíamos saber que el joven de hoy no es así porque lo haya hecho así la sociedad, sino porque le hemos dado de comer así. 

lunes, 14 de febrero de 2011

Honderos Baleares


Después de navegar como cangrejos en las rocas de Gimnesis rodeados de mar, arrastraron su existencia cubiertos de pieles peludas, sin vestidos, descalzos, armados de tres hondas de doble cordada. Y las madres señalaron a sus hijos más pequeños, en ayuno, el arte de tirar; ya que ninguno de ellos probará el pan con la boca si antes, con piedra precisa, no acierta un pedazo puesto sobre un palo como blanco.
Eso contaba Licofrón de Calcis 280 años antes de nuestra era, en un poema. Escribía de los descendientes de los fugitivos de la guerra de Troya al llegar a Gimnesias, como llamaban los griegos a las islas Baleares. Y Diodoro Sículo, dos siglos más tarde nos los describía así: Su equipo de combate consta de tres hondas, una de las cuales llevan en la cabeza, otra en la cintura y una tercera en la mano; utilizando esta arma son capaces de arrojar proyectiles mayores que los lanzados por otros honderos y con una fuerza tan grande que parece que el proyectil ha sido lanzado por una catapulta. Por ello en los ataques a las ciudades son capaces de desarmar y derribar a los defensores que se encuentran en las murallas y, si se trata de combates en campo abierto, consiguen romper un número enorme de escudos, yelmos y toda clase de corazas.
Listos los cartagineses (Amílcar, Asdrúbal, Aníbal), los tomaron en sus guerras púnicas contra Roma. En agosto del año 216 hicieron sentir la dureza de sus balas de piedra o de plomo en la batalla de Cannas. Quinto Cecilio Metelo, conquistador de las islas, acorazó sus barcos con cuero, porque los honderos atravesaban con sus proyectiles la línea de flotación de las naves y las hundían. Más tarde también fueron tropas auxiliares de Julio César en la conquista de la Galia.
Después de tanta digresión histórica va bien – y es lo que aquí interesa especialmente - una breve aplicación práctica: ¡Las madres baleares, educadoras de sus hijos, transmisoras de la propia cultura, sabían bien que sólo la disciplina, desde la infancia, podía formar buenos cazadores y buenos guerreros, que eran las dos únicas profesiones del mercado laboral de la época! Disciplina que no llevaba consigo sólo el aprendizaje de la puntería, sino la educación en los valores del ejercicio físico, el esfuerzo, la constancia, la solidaridad, el sacrificio, la renuncia, la aplicación, la obediencia, la atención, el silencio…
Cuando vemos hoy a un preadolescente engreído, suficiente, despotilla, egoísta, comodón, maleducado… (que los hay), exclamamos en nuestro interior:”¡Qué hermoso pelele!”. 

miércoles, 26 de enero de 2011

¿Sí? ¿No? El arte de educar


      ¡Qué encargo tan delicioso es el que reciben los padres de ser pajes de los Magos! La fiesta de los Reyes es un sueño compartido, preparado, vivido y disfrutado... Es un monumento absoluto al SÍ al niño que pide y recibe. Y una experiencia de orgullo, de paz y de calma de los padres que dura... un largo rato.
     Mientras eso lo experimentábamos en nuestras casas, en Bielorrusia (¡lo contaban los periódicos a mediados de enero de 2011!), en la región de Grodno, tuvo lugar un hecho como éste: un cazador sorprendió en la nieve a un zorro, apuntó, disparó, lo abatió y corrió a echarle mano. Pero cuando lo intentó, el zorro dio un manotazo que alcanzó el gatillo (¡sin mala intención: los zorros son honrados!), salió la bala, hirió al cazador en una pierna y el zorro salió corriendo. ¡El cazador cazado!
     Es frecuente que en la educación de los hijos suceda lo mismo. El padre (y un poco la madre) se siente investido de autoridad y usa del SÍ como de un supremo instrumento para ganarse al hijo. A la vuelta de la esquina no hay NO que quepa en la letra chica del pacto mutuo. El cazador ha sido cazado. Y el hijo manda. Habrá gritos, amenazas, intentos de echarle de casa, de suprimirle la paga semanal… por parte del padre. Pero como el hijo no ha aprendido el valor del NO, porque no lo ha oído nunca, al final se hace lo que él manda.
     Parece una caricatura, una exageración, una acusación injusta. Pero “parece”, porque no gusta oírlo. En el fondo se reconoce que el deber, la disciplina, la auténtica autoridad (que es ayuda a construir) son desconocidos en el dulce hogar que se comparte. Dice para alivio de la propia cobardía: “¡Ya eres mayorcito! ¡Tú verás lo que haces!”. Y el hijo, que no sabe lo que hace, hace, naturalmente, lo que le da la gana. Es decir, lo que hizo siempre. Porque desde niño sabe que por ser bueno, por ser guapo, porque le quieren mucho, porque así deja en paz a los padres… (hasta la siguiente), oye siempre SÍ, cuando está claro que no siempre era esa la respuesta que debía haber recibido.            
     Y de ese modo, tan frecuente en la maraña social y moral en que vivimos, el niño deja de ser niño; es adolescente, deja de ser adolescente; es joven, deja de ser joven; y llega a parecer maduro dándose como respuesta SÍ a todo lo que le gusta, y exigiendo esa respuesta de los demás, especialmente de los padres que son quienes debieron decirle la verdad. El deber, el cumplimiento de una tarea, la renuncia a lo que no se tiene derecho o posibilidad, el sacrificio que ahorma la personalidad, la solidaridad con quien al lado necesita ayuda, la entrega de algo propio o de sí mismo a una causa noble, a un proyecto arduo, a un camino largo y pesado cuando es necesario, son esferas desconocidas.  
     ¿Cuál es el camino? La ternura empapada de razón. Sin ternura no se educa. Pero sin razón tampoco. Y la razón es el ejercicio que ayuda a darse cuenta (razón) padre e hijo de la mano, o del brazo (ternura), que hay decisiones, actuaciones, vivencias en las que se debe partir de un NO claro, gallardo y decidido. Y otras para las que la respuesta es un SÍ igualmente rotundo, valiente y definitivo. Y que ambas respuestas, tanto el SÍ como el NO acertados, son un bien cuando se está tomando en las manos el propio destino.