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martes, 6 de mayo de 2014

Domingo Savio y los 50 años de los humildes.



Francisco Cerruti entró en el Oratorio de Valdocco de Don Bosco a los doce años. Fue una columna noble y robusta en la consolidación de la obra de Don Bosco y un actor entusiasmado con la memoria de su Padre en la propagación de su imagen y su espíritu.
Cincuenta años después de su entrada en aquella bendita Casa, escribió la siguiente declaración de nostalgias y de afectos a la que  nosotros volvemos hoy, 6 de mayo, fiesta del joven santo gigante.

“DOMINGO SAVIO Y LOS CINCUENTA AÑOS DE LOS HUMILDES”
«La tarde del 11 de noviembre 1856 yo entraba en el Oratorio S. Francisco de Sales de Turín. De mi humilde pueblecito pasaba a la capital del antiguo Reino de Cerdeña; desde los cuidados de una madre tiernísima, toda corazón y toda piedad, que guió durante 30 años mis pasos en el camino de la vita y ahora me sostiene desde el Paraíso, la Divina Providencia me conducía entre los brazos de un segundo padre, don Bosco, ya que al primero, mi padre, lo perdí ante de haber cumplido yo tres años. 
Me encontré, los primeros días, como perdido. Aun estando con gusto en el Oratorio, mis pensamientos y mi corazón estaban siempre en mi madre, sobre todo por la tarde, cuando comenzaba a oscurecer. Por eso a las cinco, cuando llegada al estudio con mis compañeros, lo primero que hacía era hablar un ratito con mi madre diciéndole muchas cosas por escrito, en el mismo cuaderno de apuntes, vertiendo en él, como si la tuviese presente, todo mi corazón. Después, secadas mis lágrimas, me ponía a trabajar en el mismo cuaderno, que servía a un tiempo por eso para los desahogos del corazón y los deberes de clase. Y esta música... duró bastante.
Un día, durante el recreo, mientras estaba acobardado y pensativo,  apoyado en una de las columnas del pór­tico, se me acerca un compañero de aspecto modesto, frente serena y mirada dulce y me dice: “¿Quién eres? ¿Cómo te llamas?...” – “Me llamo Francisco Cerruti” – “¿En qué clase estás?” – “Segundo de bachillerato” – “¡Oh! Muy bien, siguió él; por tanto sabes latín... ¿Sabes de dónde deriva Sonámbulo? – “De sonno ambulare.  Pero ¿quién eres tú?” le pregunté mirándole a la cara. – “Yo me llamo Domingo Savio” – “¿En qué clase estás?” – “En cuarto de bachillerato” – Y sin hacer más preguntas: “Seremos amigos, ¿no es verdad? Me preguntó”. – “Con mucho gusto”, le respondí yo”.
Hecho esto, nos separamos, pero su fisonomía, su actitud en aquel momento, hasta el mismo lugar en el que tuvo lugar aquel coloquio afortunado, todo me quedó tan profundamente impreso, que lo tengo presente como si hubiese sucedido ayer. Tuve ocasión frecuente de estar cerca de él, de hablarle, de entretenerme con él, aun en circunstancias íntimas de la vida, durante aquellos tres meses y medio que pasaron desde aquel primer coloquio hasta su partida para Mondonio, que tuvo lugar la tarde del 1° de marzo de 1857».

lunes, 6 de mayo de 2013

Domingo Savio.



Domingo Savio (alumno excepcional de Don Bosco en su Oratorio de Valdocco y santo desde 1954) aparece en su fiesta (hoy, 6 de Mayo) en un testimonio de 1906, de Francisco Cerruti, un compañero dos años más joven que él, que fue, con D Bosco y a los 15 años, uno de los fundadores de la Congregación salesiana en 1859.

“DOMINGO SAVIO Y LOS CINCUENTA AÑOS DE LOS HUMILDES”
«La tarde del 11 de noviembre 1856 yo entraba en el Oratorio S. Francisco de Sales de Turín. De mi humilde pueblecito pasaba a la capital del antiguo Reino de Cerdeña; desde los cuidados de una madre tiernísima, toda corazón y toda piedad, que guió durante 30 años mis pasos en el camino de la vita y ahora me sostiene desde el Paraíso, la Divina Providencia me conducía entre los brazos de un segundo padre, don Bosco, ya que al primero, mi padre, lo perdí ante de haber cumplido yo tres años.
Me encontré, los primeros días, como perdido. Aun estando con gusto en el Oratorio, mis pensamientos y mi corazón estaban siempre en mi madre, sobre todo por la tarde, cuando comenzaba a oscurecer. Por eso a las cinco, cuando llegada al estudio con mis compañeros, lo primero que hacía era hablar un ratito con mi madre diciéndole muchas cosas por escrito, en el mismo cuaderno de apuntes, vertiendo en él, como si la tuviese presente, todo mi corazón. Después, secadas mis lágrimas, me ponía a trabajar en el mismo cuaderno, que servía a un tiempo por eso para los desahogos del corazón y los deberes de clase. Y esta música... duró bastante.
Un día, durante el recreo, mientras estaba acobardado y pensativo, apoyado en una de las columnas del pór­tico, se me acerca un compañero de aspecto modesto, frente serena y mirada dulce y me dice: “¿Quién eres? ¿Cómo te llamas?....” – “Me llamo Francisco Cerruti” – “¿En qué clase estás?” – “Segundo de bachillerato” – “¡Oh! Muy bien, siguió él; por tanto sabes latín.... ¿Sabes de dónde deriva Sonámbulo? – “De sonno ambulare.  Pero ¿quién eres tú?” le pregunté mirándole a la cara. – “Yo me llamo Domingo Savio” – “¿En qué clase estás?” – “En cuarto de bachillerato” – Y sin hacer más preguntas: “Seremos amigos, ¿no es verdad? Me preguntó”. – “Con mucho gusto”, le respondí yo”.
Hecho esto, nos separamos, pero su fisonomía, su actitud en aquel momento, hasta el mismo lugar en el que tuvo lugar aquel coloquio afortunado, todo me quedó tan profundamente impreso, que lo tengo presente como si hubiese sucedido ayer. Tuve ocasión frecuente de estar cerca de él, de hablarle, de entretenerme con él, aun en circunstancias íntimas de la vida, durante aquellos tres meses y medio que pasaron desde aquel primer coloquio hasta su partida para Mondonio, que tuvo lugar la tarde del 1° de marzo de 1857».

viernes, 6 de mayo de 2011

El Armiño.

Me contaron de niño que existía un animalito muy pequeño (no pesan más de 300 gramos), de pelaje blanco, que vivía en la nieve y que defendía el blancor de su piel para no ser sorprendido y cazado. ¡El mimetismo animal!
El armiño, un mustélido (así los llaman sonoramente), con la marta (la marta cibelina, la más apreciada por el pelaje oscurísimo de las llamadas “diamante negro”, raras y estimadas), el tejón, el hurón, la nutria, la comadreja…  son parientes cercanos de la molesta mofeta, de olor repelente.
Del armiño (digno de aparecer en obras de arte y en la heráldica de guerreros del Norte) me decían que si su piel se manchaba, intentaba quitarse aquel horror a zarpazos. Y así llegaba a desgarrarse y morir exangüe. Y así lo cazaban.
Y me invitaban a conservar mi vida limpia de toda mancha. ¡Qué bello propósito! Desde la atalaya de mis años, me pregunto si ese instinto o algo parecido se da en el hombre, si se ha dado antes, si lo seguimos teniendo. Viendo el modo de las pieles (las llaman moda) del vestido que nos echamos encima en estos tiempos, me viene la duda de que nos importe la limpieza de nuestra dignidad. Pero la duda es mayor cuando pienso en mi interior (e, indebidamente, lo confieso, un poco en el de los otros) y advierto tantas trampas, mentiras o medias verdades, zancadillas, puñaladas por la espalda o por delante, traiciones, olvidos, desprecios, ignorancias intencionadas para no comprometerse, cobardías, medias tintas en la conducta… y me quedo (nos quedamos) tan tranquilos.
Hubo un rey de Francia, Luis IX, primo de otro rey nuestro, Fernando III (ambos santos), que en su dolorosa enfermedad de muerte, en 1270, rechazó algo que le ofrecían como alivio, porque prefería morir a pecar.  
En nuestra familia hubo un muchacho que en 1854 tomó ese lema para su vida. No se trataba de convertirse en armiño. Era conservarse como lo que quería ser: propiedad de Dios, feliz por ser su amigo, por contagiar a sus compañeros con la alegría que le daba esa felicidad, por encontrar que servir y amar a los demás, a todos los demás, era el único modo de vestirse de Luz. Se llamó Domingo. Y lo era: que es decir “del Señor”. Y Savio. Y lo fue: porque encontró en el amor a los demás la fuente de la felicidad.