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martes, 12 de febrero de 2013

¡Pues no señor!



Acabo de escuchar en una emisora parte de la declaración de un personaje de nuestra historia actual: “Afirmó «... no sólo… sino también…»”. Para la reflexión que me permito hacer, basta eso. Porque el que comentaba en el mismo medio la declaración referida la reproducía así: «... no…  sino…». Lo cual es muy distinto. Veamos.
Si oigo a mi médico decirme: «No basta con que cuide su alimentación, sino que es preciso que haga ejercicio» entiendo que debo comer menos y andar más. No lo uno sin lo otro.
Tengo un amigo que cuando oye decir, por ejemplo: «La letra A suele ser la primera de todos los alfabetos», lo traduce así en sus comunicaciones e interpretaciones: «Hay quien se atreve a estas alturas a condenar a la Z a que sea siempre la última».
Lo más importante no es, por desgracia en muchos casos de la llamada comunicación social, lo que se dice, sino la descripción del personaje al que se envuelve en la baba de la propia animadversión, para defender, aunque sea indefendible, la propia doctrina, para eliminar de la tribuna pública al que no hable como yo.  Es decir: «Mi ideología cosiste en no permitir que ese señor hable, que diga lo que dice. Y si dice lo que dice y lo que dice lleva toda la razón, yo se la quito porque mutilo su discurso y lo convierto en un cuerpo de delito que manipulo como un arma».
Se puede decir de otro modo: «Para defender lo que defiendo recurro a la mentira». Y a lo mejor el comunicador al que me estoy refiriendo ataca a la víctima de su mentira motejándolo de ignorante, fascista, deleznable… sin darse cuenta de que está ejerciendo de dictador y de que, al no poder cortarle la cabeza materialmente, le condena al ostracismo de los foros de opinión.
Es notable nuestra indomable tendencia a responder con un rotundo «¡Pues no, señor!» a lo que no nos gusta o no coincide con lo que nosotros pensamos o va en contra de nuestros intereses.
Pues ese lenguaje, que es una postura vital y casi constante, se da con mucha frecuencia en la educación de nuestros hijos. No los acompañamos en la subida a la cima de un criterio ecuánime y justo. Nuestras intervenciones suelen ser tajantes y definitivas. Y enseñamos con ello a ser punzantes y autoritarios. No enseñamos a conversar, sino a discutir; no a escuchar (para aprovechar con equilibrio lo bueno y razonable que hay en la palabra de nuestro interlocutor), sino a preparar nuestra respuesta que empieza muchas veces con un torpe y contundente «¡Pues no, señor!».  

viernes, 24 de agosto de 2012

Informar.


Me permito tomar, por lo que tiene de aleccionadora, una página de El libro de los hechos insólitos de Gregorio Doval, escritor fecundo, profundo y divertido, lector e investigador versátil e incansable, periodista, guionista, director de televisión…
No sé si figura como de advertencia a los alumnos de primer curso de periodismo. Pero en todo caso nos sirve a los que solemos ejercer de portavoces de la novedad o a los que nos gusta ser los primeros en contar o los que aseguran que ellos son los que tienen la verdad de la verdad.
En un estudio sobre el mecanismo de creación de los rumores, el investigador Jean-Noël Kapferer relata un famoso caso extremo ocurrido en la prensa europea durante la Primera Guerra Mundial. Todo comenzó al informar el periódico alemán Kölnische Zeitung de la toma de la ciudad belga de Amberes por el ejército alemán, con el siguiente titular: «Las campanas sonaron con la noticia de la caída de Amberes», entendiéndose que se refería a las campanas alemanas. Pues bien, basándose en esta noticia, el diario francés Le Matin informó como sigue: «Según el Köilnische Zeitung, los párrocos de Amberes se vieron obligados a tocar sus campanas una vez que las defensas habían caído». El tumo tocó entonces al londinense The Times, que daba su versión: «Según Le Matin, que reproduce una noticia de Colonia, los sacerdotes belgas que se negaron a hacer volar sus campanas después de la caída de Amberes han sido depuestos de sus funciones». La noticia se va complicando cuando la hace pública el italiano Corriere de la Sera: «Según The Tímes, que cita noticias de Colonia comentadas en París, los desafortunados sacerdotes que se negaron a hacer sonar sus campanas han sido condenados a trabajos forzados». Pero la cuestión queda rematada cuando de nuevo Le Matin informa sobre el suceso: «Según una información del Corriere de la Sera, vía Colonia y Londres, se ha confirmado que los bárbaros ocupantes de Amberes han castigado a los sacerdotes que heroicamente se negaron a repicar las campanas, colgándolos de ellas con la cabeza hacia abajo, como un badajo vivo».
En nuestra jerga nacional esto se llama cotilleo. Ya en el lejano 5 de marzo del año pasado reflexionábamos (o eso queríamos hacer) sobre el deporte olímpico del cotilleo. Es deporte porque es ejercicio de práctica ociosa (¿quién cotillea en el trabajo? o ¿es trabajo-trabajo lo que hacemos salpimentándolo con alfilerazos de ocurrencia, comadreo, rumor y aserto?).
Y es olímpico por varias razones. En primer lugar porque nos sentimos dioses de nuestro olimpo decidiendo como dioses sobre la vida, la conducta y la suerte del vecino (¡cuánto más vecino, mejor!). Es olímpico porque lo ejercemos en competición airada y a veces desairada y entregamos a ello nuestras mejores energías. Es olímpico porque nos gusta encumbrar los podios de las medallas y gozamos con oírnos pregonar como los mejores artistas en el arte de referir, tergiversar, amplificar, desdecirnos, mejorarnos en el arte de arrancar la piel con bizarría y solidez.

martes, 17 de enero de 2012

Fuera...!!

Odi profanum vulgus, et arceo, “decía” de sí mismo Horacio (Quinto Horacio Flaco) en sus Carmina, confesando el disgusto que le producía, seguramente, la insensibilidad del vulgo ante su poesía. Odio al vulgo profano y lo aparto de mí, podría ser una traducción más o menos correcta, pero que dice en castellano lo que decía Horacio. Este selecto poeta venusiano, que propone el carpe diem (toma, aprovecha cada día), la aurea mediocritas (la mediocridad de oro) y el retiro del beatus ille (feliz aquel…) para ser feliz, encuentra eco en otro poeta, el nicaragüense Félix Rubén García Sarmiento, con el nombre de combate artístico más conocido de Rubén Darío. Darío definía (creo haberlo leído en el prólogo de las obras poéticas de un buen amigo suyo) como público municipal y espeso al vulgo profano del otro poeta.
Y al leer estos calificativos nos quedamos pensando si eran seres engreídos por una hinchada autoestima o por la estima de los demás que los colocaban en baldaquinos de honor y selección.
Si pensamos y juzgamos así, somos injustos. No valemos para jueces. Porque en la médula de nuestra personalidad hay mucho más de lo que creemos de esa necesidad de apartar de nosotros a los que no son de los “nuestros”. Necesitamos la seguridad de pertenecer a una tribu (y sabemos lo que la tribu tiene de cerrazón en defensa de su identidad) para sentirnos arropados por ella, conocidos por los demás, aceptados como gente de su “raza”.
Basta repasar las filas del deporte, del arte, de la política, del tener o no tener y de las tantas esferas en las que nos movemos, para darnos cuenta que tendemos casi instintivamente a alejarnos o alejar a los que no nos son propios. ¡Cuánta torpeza hay en avanzar cuando rechazamos sistemáticamente lo que dice el que no es “nuestro” porque no es nuestro no porque no tenga razón! 
Es un instinto animal. Basta observar el comportamiento de animales salvajes o domesticados para afirmarlo. No es malo ese instinto: pertenece a nuestra naturaleza.
Lo malo es depender del instinto cuando somos algo más que animales movidos por esa fuerza. Advertirlo con nuestra capacidad de discernir, decidirse a no resignarse a ser esclavos depender de ella, y ejercitarse en la apertura, la aceptación y hasta el aprecio del que nos es distinto.     
Se da en la educación familiar un riesgo en este asunto. Se previene sin más al hijo, ya desde niño, hacia o, peor todavía, contra el que no es de “los nuestros”, sin darse cuenta de que están planteando una vida para el futuro en la que necesariamente debe haber amigos y enemigos.
Tal vez nos venga bien ensanchar el corazón y hacer de nuestra actitud de acogida un principio de conducta para nosotros y nuestros hijos.

viernes, 24 de junio de 2011

En sesenta segundos...


…dicen los adictos a la estadística (Go-Gulf.com: «60 Seconds - Things That Happen On Internet Every Sixty Seconds») pasan, al menos, estas cosas en internet: 168 millones de correos, 6.600 fotos nuevas en el portal Flickr, los servidores de Google responden a 694.445 preguntas, 600 nuevos videos en  YouTube con una duración total de 25 horas. En Facebook se actualizan 695.000 status, se fijan 510.000 comentarios. En el microblog de Twitter se crean 320 nuevos perfiles y se producen 98.000 mensajes de 140 caracteres. Se hacen más de 370.000 minutos de llamadas Skype. Nacen 60 nuevos blogs, se escriben 1.500 posts, se registran 70 nuevos dominios, se publican 20.000 nuevos mensajes en la plataforma Tumblr, nacen cien nuevas cuentas en LinkedIn y 40 nuevas preguntas en la página de  YahooAnswers.com...
Eso hoy. ¿Y mañana?
Es impresionantemente apabullante la red de comunicación abierta a nuestra vida. Y la posibilidad que se ofrece para ponerse en contacto con empresas, con fuentes de noticias, de opinión, de estudio e investigación, de acercamiento a personas, lugares, fenómenos, acontecimientos, propuestas, invitaciones, ofertas… Y la posibilidad que presentan de acceder a una realidad incomparablemente más grande que la que nos rodea.
La reflexión casi natural (porque a todos se nos ocurre, pero a la que no prestamos la atención que exige, ante este mundo que se amplía y perfecciona técnicamente minuto a minuto) es plural y llega a ser acuciante. Está de por medio el perfeccionamiento de nuestra personalidad que se pone en juego de un modo aparentemente imperceptible. El uso de estos medios ¿en qué me hace mejor? En medio de tanta comunicación ¿de verdad me comunico? ¿Me siento más comunicativo, más capaz de cultivar la amistad cara a cara? ¿Soy capaz de elegir, de seleccionar campos de interés, de limitar tiempos de uso? ¿No me he sentido poco o mucho esclavo, prendido en esta red?
Y si soy responsable de la educación de alguien - hijos, educandos, alumnos, amigos – ¿tengo argumentos, estrategias de actuación, intervenciones eficaces para acompañar a los que quiero en ese proceso de decidir, de dignificar la vida, de ennoblecerla y enriquecerla con una razón equilibrada y una voluntad exigente? ¿No contribuyo con mi pasividad y mi ausencia a que se produzca la fragmentación de la personalidad y la dependencia del mundo que se nos mete por la ventana del monitor? 

jueves, 2 de junio de 2011

Un móvil de madera.

Así es: el teléfono móvil TOUCH WOOD SH-08C es de madera. Por fuera. Por dentro tiene un alma como la de cualquier otro teléfono móvil. Pero hay algo más: la operadora NTT Docomo ideó un atractivo método para su propaganda. En un bosque de la isla sureña de Kyushu, una de las cuatro islas grandes de Japón (tiene otras tres mil de pequeño calibre) ha levantado un monumento musical. Es una marimba gigante, es decir, un xilófono formado por tantas cajitas de resonancia como notas tiene el décimo movimiento de la bellísima Cantata BWV 147 de Juan Sebastián Bach, Jesús alegría de los hombres, que empieza con las palabras “Jesús, acepta mi alegría”. Una bolita va rodando de caja en caja y al caer en cada una de ellas produce la nota correspondiente. Hay al final algunas, me parece, un poco desafinadas, pero es tan poco y son tan pocas en el conjunto que se puede dar por correcto en su intención.     
Alguno ha protestado por el sacrificio de tantos árboles como han hecho falta para la confección de tan singular órgano. Tal vez sea una acusación exagerada. No es difícil contar en el video que gira por la red el número de cajas y, sin duda, no es como para temer la deforestación de los bosques de Kama.   
Kenjiro Matsuo ha hecho un bonito trabajo. Aparte del tino en cortar maderas, unir piezas, probar tonos, medir distancias, calcular desniveles e introducir silencios, es el producto de una mente inventiva, original y valiente; paciente y exigente. Puede despertar la duda y el temor de que la intemperie dañe un trabajo tan arduo. Pero siempre cabe adaptarlo a las medidas de un museo.       
Sin embargo el aspecto más notable de su valor, más allá del arte, la técnica y la habilidad, es que ha colocado en medio del bosque un canto a la alegría usando para ello a la creación, es decir, el mismo bosque, que ha aprendido a cantar esta otra creación, la música  del hombre. Si en las invenciones y en el extrañamente llamado progreso contasen siempre esos valores, probablemente el sonido del mundo sería fuente de serenidad y de paz.