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lunes, 7 de agosto de 2017

George Ivanovich GURDIJEFF: El Cuarto Camino (2/2).

Nació hacia 1875 en Alexándropol, en la actual Armenia, de madre armenia y padre griego. Desde su infancia, pobre y con dificultades sociales y políticas, aprendió las lenguas que necesitaba para moverse y sobrevivir: ruso, turco, griego y armenio. Estuvo muy joven en las sociedades secretas de Armenia contra la dominación turca y empezó u proceso interior. En 1912 escribió sobre su vida en el libro Encuentros con Hombres Notables. Viaje por Asia, donde forma un grupo, Los Buscadores de la Verdad. Viaja, escribe, adoctrina, reflexiona  e interioriza, compone música, organiza espectáculos de danza o ballet acordes con su pensamiento y forja los principios del Cuarto Camino.


Ayuda al otro a ayudarse a sí mismo.
Vence tus antipatías y acércate a las personas que deseas rechazar.
No actúes por reacción a lo que digan, bueno o malo, de ti.
Transforma tu orgullo en dignidad.
Transforma tu cólera en creatividad.
Transforma tu avaricia en respeto por la belleza.
Transforma tu envidia en admiración por los valores del otro.
Transforma tu odio en caridad.
No te alabes ni te insultes.
Trata lo que no te pertenece como si te perteneciera.
No te quejes.
Desarrolla tu imaginación.
No des órdenes sólo por el placer de ser obedecido.
Paga los servicios que te dan.
No hagas propaganda de tus obras o ideas.
No trates de despertar en los otros emociones hacia ti como piedad, admiración, simpatía, complicidad.
No trates de distinguirte por tu apariencia.
Nunca contradigas, sólo calla.
No contraigas deudas; adquiere y paga en seguida.
Si ofendes a alguien, pídele perdón.
Si lo has ofendido públicamente, excúsate en público.
Si te das cuenta de que has dicho algo erróneo, no insistas por orgullo en ese error y desiste de inmediato de tus propósitos.
No defiendas tus ideas antiguas sólo por el hecho de que fuiste tú quien las enunció.
No conserves objetos inútiles.
No te adornes con ideas ajenas.
No te fotografíes junto a personajes famosos.
No rindas cuentas a nadie; sé tu propio juez.
Nunca te definas por lo que posees.
Nunca hables de ti sin concederte la posibilidad de cambiar.
Acepta que nada es tuyo.
Cuando te pregunten tu opinión sobre algo o alguien, di sólo sus cualidades.
Cuando te enfermes, en lugar de odiar ese mal, considéralo tu maestro.
No mires con disimulo; mira fijamente.
No olvides a tus muertos, pero dales un sitio limitado que les impida invadir toda tu vida.
En el lugar en el que habites, consagra  siempre un sitio a lo sagrado.
Cuando realices un servicio, no resaltes tus esfuerzos.
Si decides trabajar para los otros, hazlo con placer.
Si dudas entre hacer y no hacer, arriésgate y haz.
No trates de ser todo para tu pareja; 
admite que busque en otros lo que tú no puedes darle.
Cuando alguien tenga su público, no acudas para contradecirlo y robarle la audiencia.
Vive de un dinero ganado por ti mismo.
No te jactes de aventuras amorosas.
No te vanaglories de tus debilidades.
Nunca visites a alguien sólo por llenar tu tiempo.
Obtén para repartir.

martes, 3 de abril de 2012

Alabanza propia.


Cuenta Cervantes en el capítulo decimoquinto de su encantador “libro de caballería” que su amado ahijado (¡o hijo!) don Quijote sufrió lo indecible a manos de los “desalmados yangüeses”. En el capítulo siguiente nos hace sonreír y compadecer al narrarnos la llegada del sufrido caballero con su fiel escudero Sancho a la “venta que él imaginaba castillo”. Sancho explica la razón del mal estado de su caballero y tanto el posadero como su compasiva mujer como Maritornes se asombran de que Don Quijote no alardee ni pregone su nombre ni sus hechos. Lo que hace Sancho, extrañado de que los señores del acogedor y afamado castillo no conociesen a tan gran caballero andante. Sí que habla entonces Don Quijote para decir algo tan consustancial con su oficio y su entraña como fueron estas cuatro solemnes palabras: “La alabanza propia envilece”.
Don Quijote, siempre grande en la compasión, en la defensa del débil, en la prédica del bien, en su entrega, hasta la muerte, en favor de la justicia y el equilibrio social, en la práctica de los más altos deberes morales, en el amparo de viudas y huérfanos… se hace pequeño cuando salen a relucir sus prendas personales de enderezador de conductas sinuosas y entuertos interesados. Quiere ser como la levadura que no se palpa, pero que convierte en pan a la masa; como la mano izquierda que no necesita saber, ni quiere enterarse, de lo que hace la derecha. Don Quijote, tan sonoro y tan devastador cuando se siente convocado a hacer valer lo recto, se calla, desaparece en la hora de la alabanza.
¿Y yo? ¡Ya estoy! Diciendo siempre mi nombre: “¡Yo!”, “¡Yo!”, “¡Yo!”… Tres veces, cien veces, todas las veces: Se cuenta algo y “¡Yo ya lo sabía!”. Se cuenta algo (vivimos contando siempre algo) y “¡Yo conozco detalles muy delicados sobre eso!”. Se cuenta algo y “¡Yo tengo que corregir algunos errores!”. Pero si no es verdad que yo lo supiese ¡me molesta saberlo después del otro, sobre todo si el otro no tiene por qué ir delante de mí! Si necesito demostrar que la verdad y toda la verdad la domino yo solo, cuento esos detalles delicados que nadie sabe porque me los invento yo. “¡Yo conozco mucho al autor de ese libro!” (y lo conozco de oídas) “¡Hace una semana me saludó el tal cantante!” (sí, desde el escenario a toda la concurrencia)…     
No nos damos cuenta, pero la vileza en la que vivimos (enredándonos con suma seriedad, como un gusano de seda se encierra en su capullo), se alimenta con una autoalabanza constante, pueril, engreída, falseadora que hace sonreír al avisado que nos escucha y compadecerse de nosotros al que nos conoce.

lunes, 25 de julio de 2011

Por el iris al trullo.


No te dejes fotografiar por un desconocido. Aunque tenga tipo de policía. O precisamente por eso. Porque se corre el peligro de que la afición a la fotografía cale en algunos estamentos de los servidores del orden hasta el punto de que se dediquen a coleccionar iris. Iris oculares, sí. Esa parte misteriosa del misterioso ojo, que parece un animal agazapado siempre en tensión como si quisiese saltar, con un misterioso color azul o azulado, verde o verdoso, color miel, marrón o casi negro. ¡O violeta, como sucedía en los ojos de una afamada actriz de cine que, sin duda, recuerdas! Y con un dibujo más misterioso aún que se parece a un mar organizado en olas concéntricas. ¿Y qué decir de la pupila? Esa especie de espía, que se ensancha o se encoge, y que rapta lo que se le ponga delante y lo arrastra al negro abismo del que es puerta.
Con un iPhone 5, a punto de dispararse, pueden captar tu iris. A lo mejor esperan un poco y en ese mundo inquieto de Galaxy S2, HTC Sensation, tecnologías EDGE, UMTS, HSDPA (que tú conoces y del que yo no tengo la menor idea) llegan a perfeccionar el instrumento con que capten tu iris y lo envíen al archivo en el que, cada vez más, nos almacenan, clasifican y mantienen al tanto de un posible desliz en tu vida. Para entonces las huellas dactilares habrán pasado ya al museo.
Todo lo anterior puede avivar los temores que nos nacieron leyendo y considerando 1984 y Rebelión en la granja de George Orwell. Por ahí  iremos. Pero de momento la reflexión va por otro camino más trivial.
No nos conocemos. Cada uno a sí mismo. Somos tan maravillosos, tan complejos, tan profundos, tan ágiles, tan lánguidos, tan cambiantes, tan soporíferos, tan seguros, tan flacos, tan valientes, tan mustios, tan alegres, tan decididos, tan dubitativos… que es imposible que nos conozcamos. Admitimos, sin darnos cuenta, que el condimento de la historia, de nuestra rica y breve historia, pesa más en nuestros estados de ánimo, en nuestro humor, que nuestra misma voluntad, nuestras convicciones, nuestros principios y nuestros proyectos. Y son muchas veces, demasiadas veces, los sentimientos los que nos mueven. Mucho más que la conciencia. Y eso no estaría mal si los sentimientos aceptasen ser sólo el iris de nuestras decisiones.
Lo que ve en el ojo es lo que no se ve: eso que está dentro, en la oscuridad del globo, la retina, la redecilla que elabora y envía al cerebro las impresiones que recibe.         
Nuestra vida animal vibra y gira alrededor de nuestro sentimientos. Vale la pena ser conscientes de ello para tenerlos en cuenta. Tanto en los pasos que damos para ocupar la tierra como en los esfuerzos que hacemos para educarlos en los que siguen esos pasos nuestros.

sábado, 2 de julio de 2011

El espejo.

¿Cuántas veces al día nos miramos al espejo? “Nunca las he contado”. “¡Qué tontería: ¿le interesa a alguien, me interesa a mí mismo?”. Y sin embargo, ¿cuántas veces nos hemos mirado al espejo en nuestra vida?
Lo que es seguro es que ante el espejo nos hemos dicho al menos alguna vez: “¡Pues no estoy tan vieja!”. “Mi cara despierta atracción. Por eso me miran tanto”. “Ya quisiera fulanita tener mis ojos”. “Creo que caigo bien”. “Me gustaría tener la nariz más pequeña. Lo demás, muy bien”. “Qué bien estoy a pesar de mis años”.
Es decir, hacemos un análisis de nuestra persona. Porque, además de la cara, lo mismo hacemos con nuestra conducta, con nuestra forma de movernos, de tratar, de responder, de preguntar, de comentar, de criticar, de morder...
¡Cuánto hablamos de los demás! ¡Y qué poco sabemos de lo que los demás hablan y piensan de nosotros!  “¡Porque no tienen nada que echarnos en cara!”.
Con unos pocos versos de esos que ácidamente vertía Unamuno sobre el mundo que veía (¡y sobre sí mismo!), nos orienta en el ejercicio general de autocomplacencia ante el espejo de nuestra benévola autocrítica
No, nadie se conoce, hasta que le toca
la luz de un alma hermana
que de lo eterno llega
y el fondo le ilumina.
Cuatro versos con muchas verdades. Algunas de ellas, como ejemplo: que a lo peor nos pasamos la vida sin conocernos; que para conocernos necesitamos el espejo de un alma hermana; que podemos vivir sin tener, sin sentir la necesidad, sin buscar el alma hermana; que nos molestaría  terriblemente que un alma hermana nos lanzase la luz de la sinceridad sobre el fondo de esta nuestra otra alma; que fraternidad sí, pero que la fraternidad se meta donde no la llaman, y menos en mi fondo, eso habría que verlo; que no le veo ni gracia ni respeto a que alguien toque con su luz lo que yo tengo en mi fondo sin meterme con nadie… Y, además, ¿una luz que de lo eterno llega? ¡Es demasiado!: meterse en el fondo de uno, ¡mal! Pero pretender que la luz con que quiere iluminar mis fondos venga de lo eterno, en absoluto. Es un derecho que no acepto.
¡Y sigo sin conocerme!

jueves, 14 de abril de 2011

¿Adocenarse?


Este honrado y sonriente funcionario de York es Sam Pointon,
Director de Entretenimiento del Museo Nacional del Ferrocarril.

Casi al mismo tiempo han aparecido en los noticieros de los primeros días de abril estas comunicaciones: se tiene el propósito de establecer un bachillerato de excelencia en la comunidad de Madrid; los niños de los Beckham se sienten orillados en la escuela en la que se han inscrito porque “proceden de clase obrera”; Sam Pointon, un niño inglés de seis años, se ofreció para ser director del National Railway Museum de York al conocer hace dos años que se jubilaba el titular, Andrew Scott, y fue nombrado “Director de entretenimiento”, cargo creado para él; y Jacob Barnett (Jake para los amigos) de doce años, trabaja en la universidad de Indiana (EEUU) en una teoría que desafía la del «Big Bang», la “Gran Explosión”, propuesta en 1948 por el ucraniano George Gamow como origen y evolución del universo y que todos creíamos que era la acertada.
Uno de los rasgos más acentuados en esta sociedad que formamos es el de la igualdad. No es nuevo. La envidia nos juega malas tretas a los españoles desde que existimos. Porque ¿de cuándo es el dicho "Al maestro, puñalada" que se decía ya hace siglos? No aguantamos que nadie sepa más que nosotros y ni siquiera que lo sepa antes. Y que nos exija que seamos mejores, como lograban hacer los maestros antes. Segar cabezas que sobresalen es un ejercicio que siempre nos ha dejado sosegados. Porque nos molesta que alguien descuelle: “¡Duro y al cuello!”.   
El primer intento no es ese. Es más instintivo intentar estar a la altura del más alto. “¿Que ese canta? Mejor yo”. Y canta. Pero si no es un insensato y se da cuenta de que ha hecho el ridículo, cede. A no ser que no aguante no poder sobresalir y da el segundo paso: cargarse como sea al que lo hace mejor que él.  
El tercer intento es organizar las cosas socialmente (¿legalmente?) de modo que todos seamos iguales, como los monstruos del mundo feliz de Thomas H. Huxley.
¿No sería lógico y natural que si uno no vale para ser presidente del Consejo de ministros no lo intente? ¿O cardiólogo si no es experto en corazones? ¿O actor de cine si sólo es un fantoche? ¿O rector de una universidad?
Con lo bonito que es que cada uno sea él mismo, que los padres alienten a sus hijos para que den la talla a la que pueden llegar, que los responsables públicos inviertan responsablemente en favorecer la subida por la escala del saber y del servir a los que son capaces de convertirse en auténticos servidores de la humanidad.

lunes, 7 de marzo de 2011

El libro Vojnicz.


Existe un libro manuscrito de 230 páginas (pero le faltan bastantes) de autor desconocido, que no se sabe cuándo se escribió (se cree que a principios del siglo XV) ni dónde ni qué dice.
Parece que fue propiedad de Rodolfo II de Bohemia, nieto de nuestro rey Carlos I. Y pasó por varias manos hasta que en 1912 un inquieto buscador de libros raros, el  lituano Michal Wojnicz (y cuando se nacionalizó norteamericano Wilfrid Michael Voynich) lo compró al Colegio Romano (ahora Universidad Pontificia Gregoriana). Desde 1969 figura entre los libros insignes (MS 408) de la Universidad de Yale. Se llama el libro Voynich.
Y no se sabe lo que dice porque, a pesar de que muchos sagaces intérpretes de textos cifrados se han quemado las cejas (se suele decir, pero eso era antes: ahora no se usan velas para alumbrarse) intentando averiguarlo, ninguno llegó a ninguna conclusión. Ni se sabe en qué lengua está escrito (si es que está escrito en alguna lengua), ni qué significan sus palabras (si es que son palabras lo que se ve), ni cuál es el equivalente de sus letras (si son letras los signos que figuran en él).
Por si alguno de los que leen estas líneas tuviese poder mágico para descifrarlo, damos una mínima muestra de su escritura.
Hay muchos libros que no dicen nada, aunque tengan muchas palabras. Pero sirven, cuando menos, para hacer ejercicio de lectura. Y a propósito del libro Voynich a todos se nos puede ocurrir lo siguiente: si, metaforeando mi vida, yo fuese un libro, ¿qué les diría a los que me “leyesen”? Puede ser que algunos de los que conviven conmigo me calificasen como una broma pesada. Otros, como con ganas de llamar la atención. Algunos como una pérdida de tiempo. Otros, como un ser raro incapaz de ofrecer comunicación, de ofrecer amistad, de abrirse como un hogar a la presencia de los imposibles amigos. Sería triste y debe dejar de serlo.
Tengo que descubrir (y puedo), antes de que me clasifiquen en el frío anaquel de los ya idos como un MS (manuscrito…),  lo más hondo del sentido de mi vida: el valor que debo acrecentar, el color que toman mis actos y mis gestos, mi sonrisa y mi saludo, el servicio que me ennoblece, la entrega que me hace fecundo, el amor que me convierte en creador.