miércoles, 26 de junio de 2019

Cuvivíes y Ozogoche: una vida de esfuerzo y excesos.


Como sabes, los Cuvivíes tienen más nombres: Bartramia longicauda, Zarapito ganga, Correlimos batitú, Scoloprácida batitú… Y tienen el acierto de reproducirse y crecer en tamaño y fuerza en Estados Unidos para poder veranear en el Sur de América.
Para ello hacen cada año un largo viaje, sin parada ni fonda, en Julio y Agosto, y llegan en Septiembre a las metas soñadas: el Parque Nacional de Sangay del Ecuador a 3.500 metros sobre el nivel del mar. Y mueren a cientos al lanzarse “en picado” a un baño reparador en las aguas, si no heladas, sí heladoras, de las altas lagunas ecuatorianas. El corazón no soporta tantos excesos. Y allí acaba su carrera.
Su vida y sus costumbres nos quedan muy lejos, parece. Pero me aventuro a pensar que algunos jóvenes padecen del mismo mal. Una vida de esfuerzos en muchos sentidos: aguantar la imposición de padres y maestros; dedicar tiempo a cosas que ni les van ni les vienen, como son las que enseñan libros odiados y sin sentido; sufrir la horrible férula intelectual del estudio y del repaso; lidiar en los exámenes la embestida de unas preguntas para las que solo tienen, si acaso, una leve idea; renunciar a las libertades a las que se sienten llamados por la Naturaleza; tragar que otros que parecen más tontos, se adelanten en resultados y cimas como si ellos no mereciesen lo mismo …
Fallan los cimientos de la formación, las bases de la educación. No se ha descubierto la grandeza y la felicidad del hogar en el que cada uno aprende y asume para cada momento de su vida un quehacer propio. No se ha enseñado que el esfuerzo no es un castigo, sino una condición sin la que nada es posible construir, ensamblar, consolidar.
La alegría del deber cumplido debe ser de la primera que se enseñe a gozar. Engordar para lanzarse a un vuelo que acaba en un insensato lanzamiento en el placer ni es inteligente ni arrojo.
La sonrisa inteligente de los que caminan, ¡juntos!, por la senda debida, a pesar de los esfuerzos, renuncias y sudores, es la muestra más auténtica de que el hogar y el centro educativo aciertan con el tino, el estilo, el tiento, el aire de la mejor sabiduría. 

viernes, 21 de junio de 2019

Malvavisco: curar con la buena compañía


Antes de hablar del malvavisco, planta malvácea aparentemente vulgar, nos referimos a su nombre griego que alternaba con el de altea, que es médico, medicina, con propiedades tan extensas como eficaces.
Cuida el malvavisco de la piel sanando quemaduras y heridas – dicen los que entienden - , alivia la inflamación de las vías respiratorias y los abscesos dentales y algunos casos de amigdalitis y laringitis. Es un magnífico tratamiento para el asma y la bronquitis, los trastornos de la vejiga y el estreñimiento, hematomas, forúnculos, luxaciones y esguinces, picaduras de insectos, gastritis, dolor de estómago, etc., etc., etc.
Pero esto no es el puesto de venta del malvavisco de un curandero, sino una sugerencia útil sobre un hecho del que sin duda has gozado alguna vez en tu vida social: la presencia de un amigo, uno de tantos muchas veces, que estaba sin relieve aparente, pero que sonreía, hablaba y se movía de modo que la vida del grupo gozaba de un espacio de paz y felicidad fecunda que tal vez no se daba en otros grupos ni tal vez en la propia familia.
Es un privilegio nacer como uno de esos constructores de convivencia serena, casi feliz. Pero puede ser una condición personal de tono y comportamiento que podemos cultivar en nosotros, en nuestros educandos, en nuestros hijos. Ser sólo individuo es acentuar el propio yo, hacer saber con la actitud que con él no cuentas para todo lo que exija generosidad, entrega, ayuda, cercanía, acogida, luminosidad…
Debemos hacerles pensar y sentir que una persona es una persona, no un mero individuo. Es decir la fuente de un sonido – personare – grato en su forma y gratísimo en su intención, la fuente de una palabra oportuna, un gesto de simpatía, una mirada de identificación, la seguridad de que cuentas ya con él, de que puedes contar siempre con él.

viernes, 14 de junio de 2019

Luy y Cielo, se nos ofrecen a todos.

Georges Benjamin Clemenceau tuvo una larga vida (1841-1919) en la que, sumido de lleno en la política (fue durante tres años primer ministro de la República Francesa), desplegó literatura y autoridad (le llamaban “El Tigre”) casi hasta su muerte.
Nos interesa en este lugar solo una anécdota como arranque de una reflexión sin duda oportuna.
Se cuenta que tenía su despacho de trabajo junto a una residencia de los Jesuitas en París (Lycée Saint-Louis de Gonzague) rue Benjamin Franklin seguramente. O en otro lugar. Da lo mismo.   
Y que las abundantes ramas de un venerable árbol de la residencia jesuita le quitaba la luz del día. Y como con la Iglesia no se hablaba, le pidió a un amigo que escribiese una carta al superior de los religiosos manifestando su problema. Y se taló el árbol.
En esta ocasión sí fue el mismo ilustre personaje el que escribió: «Querido Padre: No sé cómo daros las gracias por el favor que me habéis hecho. No os extrañéis de que os llame padre, porque me habéis dado luz…».
La respuesta del Jesuita fue esta: «Querido hijo: ¿Qué no hacer por el padre de la patria? El favor que os he hecho es bien poco (…). No os ofendáis si os llamo hijo porque se ha abierto el cielo…». 
La luz del cielo que se necesitaba y se pedía con tanto interés y el cielo para todos que se ofreció con absoluta generosidad son dos dones que se nos ofrecen a todos, que no siempre buscamos, que casi nunca apreciamos porque creemos que no nos hacen falta.
Pero para unos padres que dan luz y ofrecen cielo deben ser tesoros que no estén nunca ausentes de su propio corazón y del horizonte espiritual de los hijos.    
Pascua no es solo una gran Fiesta. Es para todos el remate de una vida luminosa que se abre con claridad de fe a los que inexorablemente tendrán al final de su camino el regalo del cielo. 

domingo, 9 de junio de 2019

Plantas insectívoras y Sana Conversación.

Tal vez conozcamos poco de las mal llamadas plantas carnívoras. Y  las consideremos molestas, feas o inútiles en nuestra vida. Y acaso también comentemos  que no tienen sentido en lo diario de nuestro entorno. Pero tal vez igualmente ignoramos que pueden sernos útiles en nuestra existencia diaria en las temporadas de calor y frecuencia de insectos molestos. Hay culturas en las que son plantas de presencia constante y de precio muy asequible. Ocupan poco espacio en un balcón o en el interior de casa. Y son guardianas del aire, porque su dulzura atrae más que nuestro sudor y porque sus lentas, pequeñas y eficaces garras acaban con esas visitas indeseadas.     
Hay en otro ámbito de nuestra vida (las relaciones, las visitas, las conversaciones…) otro mundo de insectos maléficos o, al menos, molestos que pican, inyectan veneno deformante, provocan actitudes de molestia, rechazo, exclusión… para el que debiéramos siempre estar preparados y preparar.
El cotilleo, la murmuración, el despecho, el comadreo, el chismorreo… constituyen el alimento normal de algunas personas y de algunos grupos de personas. Es triste. Porque si cada palabra es un tesoro que entregamos a otros con el que podemos hacer más sólida la amistad, más firme la cercanía, más sabia la mirada hacia el mundo y la historia, sucede que algunas veces (¡menos mal si solo son algunas!) convertimos nuestros encuentros en una sentina a la que acuden inevitablemente esos insectos parásitos del espíritu.         
¿Hay plantas carnívoras para ese mal? 
Una conversación en la que la amenidad, el buen gusto, la referencia interesante a la historia menuda o grande, lejana o muy próxima, rica de experiencia y de gracejo queda convertida en un proceso de construcción de criterio, respeto y educación es un regalo que siempre podemos acoger o dedicar.
Los que intentamos formar para el futuro, debemos tener muy presente esa dimensión privilegiada de la conversación para acercar sabiamente a ella a los que, detrás de nosotros, van a ser constructores, ¡ojalá!, de un mundo cada día más noble, más respetuoso, más sensato, más luminoso.

martes, 4 de junio de 2019

El pobre Nakuru en el Día del Medio Ambiente


Todo hace pensar que es una triste verdad. Triste, pero, desgraciadamente, verdad. Leemos en la prensa: “El lago Nakuru, en el oeste de Kenia y famoso por sus flamencos rosados y sus rinocerontes, está «muerto» debido a la contaminación”.
El Gobierno de Kenia promueve una investigación. Y el ministro de Turismo Najib Balala expone: «El parque ha sido famoso por su gran número de flamencos, pero muchos de ellos se han ido a otras zonas». Y afirmó, después de haber recorrido ese privilegiado parque nacional, que no había visto ningún ejemplar de los «cinco grandes»: león, elefante, rinoceronte, búfalo y leopardo.
No es, ni mucho menos, un hecho único y ni siquiera raro. Si giramos nuestra atención por nuestro contorno (más o menos de verdad “nuestro”) lo comprobamos con seguridad y, tal vez, con desaliento.
Porque el precioso parque que hasta ahora hemos llamado familia (familia de sangre o de corazón: hijos y educandos) se nos mustia por la contaminación.
Se me ocurren dos caminos de los muchos que con seguridad apunta la visión que tenemos de nuestro mundo: la exclusión y la fortaleza. El primero es casi impensable, pero no de un modo absoluto, especialmente si va unido al segundo.
Con limpieza y firmeza en la definición y descripción de contaminantes, podemos  indicar los caminos que podemos y debemos (o no debemos) recorrer con amigos, conocidos, luminosos e iluminados que se nos presentan en la vida. Sin convicciones estamos perdidos. Y una de esas convicciones debe ser la de que si ponemos un pie en el fango estamos haciendo fácil hundirnos en él: excluir el camino del lodo es un deber ineludible.
Es más difícil el camino de la fortaleza. Pero suele ser el menos cuidado, porque es el menos grato. Es camino de exigencia. Y la sociedad civil o familiar en la que respiramos no cultiva precisamente la exigencia. Cree que respeta si concede, que si halaga, gana. Y está convencida de la necesidad de conceder para evitar rechazos. Y así ni respeta ni forma. 
Lo halagüeño debilita la voluntad. Y con una voluntad débil no hay ganas de lanzarse a lo noble, a lo alto, a aceptar el golpe del mazo, la herida del buril, la mancha del pincel. Y de ese modo cultivamos parques en los que no brotan ni la vida ni la belleza. Sin embargo y a pesar de todo, estamos gozosamente invitados a algo que es posible: cultivar en el campo que se nos confía la esplendidez de una cosecha feraz.