domingo, 23 de julio de 2017

Nostalgia de la Dictadura.

En el régimen de los pueblos pasados, de hoy y del futuro, aquí y allá, aparece, de vez en cuando, una nube que pretende hacer el bien: proteger del exceso de Sol, indicar el camino por el que conviene ir, convertirse en lluvia benéfica para la cosecha que se desea. Pero la presencia de la nube, su injerencia y hasta su pertinacia, no resultan a la larga bienquistas. Y se plantea la necesidad de verla como es, una dictadura, y eliminarla.
Se usa para ello normalmente la violencia. Pero no se acierta cuando no se sabe por qué se agrede, dónde dar, cómo golpear, a quiénes y de qué manera guillotinar. 
¿Te has fijado que la mayor parte de las personas que se presentan con ese programa de eliminar lo que dicen que no es correcto, porque es dictadura de algún interesado, se convierten inmediata e inflexiblemente en dictadores, si no lo eran ya antes de irrumpir en la plaza pública? Su modo de hablar, su modo de actuar, su modo de moverse y removerse, sus gestos, sus gestas… llevan siempre el marchamo de la superioridad, de la infalibilidad, del dominio de la cosa, sea cual sea la cosa, con un tono de desprecio, de lejanía y de absolutismo de lo que no son conscientes (¡malo!) o sí lo son, pero lo esgrimen (¡peor!) y lo consideran necesario para hacer las cosas como les interesa (¡pésimo!)? 
Esto, pienso, cuenta en el mundo político (no hay más que asomarse a la ventana), pero también y mucho más en el mundo de la educación. ¡Todos sabemos educar! ¡Los padres somos educadores natos! ¿Cómo me van decir a mí, que soy su padre, cómo es mi hijo y de que pie cojea? ¡Llevo veinte años educando y me dicen que no sé hacerlo! 
Necesitamos un poco o un mucho más de sensatez que nos llevaría a acertar. Debemos estar y sentirnos más interesados en ver de qué modo caminan los que empiezan a caminar y presumen erróneamente de que lo hacen muy bien. En general el auténtico dictador (y me refiero al político, al social, al familiar) es un engreído cuyo engreimiento se ha alimentado casi siempre con el aplauso de los que le han hecho creer lo que no valía la pena creer porque no era nada sólido: que era el mejor de todos.

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