domingo, 5 de febrero de 2017

AS: grandeza de espíritu

Este que ves aquí (en imagen) es la frágil estampa de un as. Se llamaba así en Roma y en sus posesiones a esta pequeña y antigua moneda (desde el siglo VI aC) probablemente porque era de bronce, aes en Latín. Sin marca al principio (aes rude), con una palma o ramita más tarde (aes signatum) y de tamaño y peso variados. Parece que fue el rey Servio Tulio el que, mediado el siglo VI aC, dijo que el as libral o grave (de 293 gramos o libra romana) fuese, para la entonces pequeña Roma, el único tipo de moneda con sus cinco divisores: semis, triens, quadrans, sextans, uncia (la onza era la doceava parte del as). El as dejó de valer y correr cuando surgió el imperio o un poco antes, porque aparecieron monedas de nombres más o menos conocidos vulgarmente como  dracma, didracma, quadrigatus, victoriatus, denarius, aureus, antonianus, quinarius, sextertius
Pues bien: en ese bosque de monedas nos atrae hoy el aes segovianum (el nombre me lo invento yo, pero su realidad no es inventada), del que se han encontrado poco más de cien ejemplares. Y llama la atención de que en una de sus caras (en la que aparece un jinete a punto de clavar su lanza en un enemigo) figura la palabra SEGOVIA. ¿Y por qué llama la atención? Porque si Hispalis es ahora Sevilla y Tarraco Tarragona, Caesarausgusta Zaragoza y Compludo es Alcalá…, Segovia fue siempre Segovia.
¿Hemos pensado alguna vez en nuestro apellido? ¿Estamos seguros de que nuestros “sucesores” llevan un nombre que nos gustaría que fuese siempre conservado, honrado, respetado, admirado? Sencillamente admirado. Pero ¡admirado! Y no por corresponder a una estirpe de sangre o de “cátedra”, sino porque en esa cuna adquirieron la condición de dignos herederos de un tesoro.
No sé si se sigue pensando, sintiendo y proponiendo a nuestros hijos, más a menos solemnemente, al principio de “dejar en buen lugar el propio apellido”. Y no, evidentemente, por orgullo o para no sufrir vergüenza, sino porque sentimos la necesidad de querer y saber que somos sembradores de luz, de grandeza de espíritu, de riqueza de corazón.
Hubo una moneda, el denario, que, según parece, indicaba el precio de diez asnos. Que no era poco. Ni por número ni por valor. Cuando uno tiene un caballo puede, si quiere, reírse de un burro. Pero el que tiene un asno y sabe valorarlo, tiene un tesoro. Y nunca vale más, para casi todo, un caballo que un asno. No hay apellido innoble.   

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