jueves, 14 de abril de 2016

Gaius Appuleius Diocles

Cayo Apuleyo Ninfidiano y su hermana Ninfidiana dedicaron a la Fortuna Primigenia, en Palestrina, una estatua en recuerdo y honor de su padre, Cayo Apuleyo Diocles, que murió en aquella ciudad “a los 42 años, siete meses y veintitrés días” en 146. En la base del monumento pusieron sus hijos la lápida que bien puedes leer arriba, pero que transcribo por si acaso no.

                                                  C. APPVLEIO DIOCLI
                                               AGITATORI PRIMO FACT
                                            RVSSAT NATIONE HISPANO
                                              FORTVNAE PRIMIGENIAE
                                      DD.C. APPVLEIVS NYMPHIDIANVS
                                                 ET NYMPHYDIA FILII
Cayo Apuleyo Diocles había nacido en Mérida Augusta (lo dice brevemente la tercera línea). Y había sido conductor – agitator - de cuadrigas en el equipo rojo (se lee en las líneas segunda y tercera).
Desde que Nerón, casi un siglo antes, había traído de uno de sus viajes a Grecia el espíritu deportivo, los juegos y un poco más tarde sus sucesores el pan gratis, habían empezado a corromper a una ciudadanía, la de la capital del Imperio, que estaba más por divertirse que por trabajar. Los circos (“máximo”, al pie del Palatino, y el de Calígula y Nerón, al pie de la colina Vaticana) eran lugares de encuentro, de apuestas, de comida, de luchas y de pasarlo bien durante horas y horas y hasta días y días.
Algún experto ha sumado los premios que nuestro paisano Cayo Apuleyo desde que empezó a correr a los 18 años, hasta su retirada profesional, pudo ganar en su carrera de carros: hasta 35.863.120 de sextercios, que hoy serían – aventura un cálculo posible - 13.600 millones de euros.
En el circo de Nerón apareció, entre otras dedicadas a héroes del mismo deporte, una lápida en la que se contaban detalladamente sus proezas: 4.257 carreras (alguna hasta con siete caballos unidos en un mismo tiro) y 1.462 victorias; dando, además, el nombre glorioso de los caballos. Y sus ganancias.
Nos vale para meditar. La grandeza debe nacer de la entrega constante. El honrado no es el que lo es en un acto concreto, siendo artero en los demás, sino el que ofrece en una bandera llena de sudor tal vez, pero limpia de marrullería, el fruto de su trabajo. Y tenaz no es el que pone toda su fuerza en conseguir un premio halagüeño, sino el que pone en su vida, día a día, acto a acto, gesto a gesto, la constancia del esfuerzo sin mengua hasta que la cuerda aguanta.
Nuestro arte de educadores y padres consiste en alentar sin desfallecer, con la belleza de la trasparencia, el entrenamiento de nuestros artistas de la  vida en ciernes. 

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