domingo, 11 de octubre de 2015

Cariño

Os los presento en la medida en que las noticias que tengo de ellos me lo permiten.
Tonka (a la izquierda) vive la tristeza de su orfandad (su madre murió en un accidente) en una refugio de animales “dependientes” en Billabong (Australia). Samantha Sheema, responsable del centro de atención, nos dice que padece de una profunda depresión. Tonka lleva siempre consigo al osito. Y lo rompe con frecuencia. “Se lo sustituimos apenas tiene un destrozo sensible… Muchos animales encuentran alivio acariciando un juguete de peluche en su luto”.    
Al de la derecha le llaman Doodlebug y está internado en otro refugio australiano y a lo mejor lo has visto en Twitter. Como Tonka, intenta consolar con otro osito su soledad de canguro pequeño que ha perdido a su madre.
Necesitan un cariño que nada ni nadie puede ya darles. Naturalmente tienen memoria. Memoria de caricias, de abrazos, de presencia materna... Se me ocurre pensar: ¿un animal es solo instinto?; ¿por qué creemos (y tal vez afirmamos) que solo el ser humano tiene sentimientos?; ¿su “conducta” futura quedará condicionada por su situación actual?; ¿habrá algo en su evolución que abrevie su vida, que influya en sus actitudes, en sus reacciones, en su relación con los demás?
Me parecen inútiles para nuestra práctica diaria estas preguntas. Pero pueden valer para aplicarlas a niños, adolescentes, jóvenes, hijos o educandos, que crecen en algún modo dependiendo de nosotros.
Resulta evidente que los frutos de una familia, de unos padres, de un educador, de una educación,  son diferentes y a veces muy diferentes en seguridad, madurez de mente y sazón de corazón. No es solo la simiente la que cuenta (“De tal palo tal astilla”), porque hay una profunda relación de auténtico enriquecimiento entre el fruto y el árbol cuando la flor se va haciendo cosecha sanamente seductora para el mundo y los demás.

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