miércoles, 25 de febrero de 2015

El ánsar calvo.

El ánsar índico, llamado también calvo no sé por qué, ya los sabes, es inteligente, fuerte y listo. Veranea en las tierras frescas de Mongolia, pero pasa el invierno en las playas acogedoras de la India. Y va y viene del mar a la estepa y de la estepa al mar volando por encima del Himalaya. Le queda de camino. Y es tan admirable, casi sobrecogedor su viaje de Sur a Norte (el de Norte a Sur es más benigno) que los estudiosos lo han querido medir hasta con satélites.      
Sin más comentarios que el que añadamos tú y yo a estas líneas, he aquí algunos datos. 
La travesía la realizan por encima de los 6.000 metros. Alguna vez a 10.000. La presión atmosférica y la riqueza del aire en oxígeno es allí la mitad que en la base de la montaña. Podrían aprovechar los vientos a favor. Pues no, señor. Hacen la travesía (ellos y no otras aves) a golpe de ala en ocho horas. Con pulmones más grandes, hemoglobina más rica, huesos más fuertes y músculos a prueba de Himalaya,  aprovechan el poco oxígeno que tiene el aire por encima de esas alturas. 
Vuelan a una velocidad media de 61,2 kilómetros cada hora. Y el ascenso de la montaña es como media de un kilómetro en una hora. Vuelan a una altura sobre las rocas que van dejando de entre 100 y 300 metros. La travesía la hacen casi siempre durante la noche y primera hora de la mañana, antes de las 10, porque la velocidad del viento es menor.
La cultura que nos acompaña en nuestro crecimiento y en el de nuestros niños, nuestros adolescentes y nuestros jóvenes es la de reducción de esfuerzo. Bienvenida sea esa reducción cuando se trata de ahorrar energías y tiempo. Pero en absoluto cuando lo que nos ahorramos es personalidad porque no es ya tiempo en que debamos sufrir. Sólo el tesón, la constancia, la exigencia, el esfuerzo, la entrega nos hacen nobles en la sociedad humana. Acostumbrarse a evitar esfuerzos es invocar al mago de la lámpara de Aladino para que nos conceda lo que nuestra indolencia no nos ha fabricado porque cuesta. 

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