lunes, 28 de julio de 2014

Mandar.

Don Benito Pérez Galdós, canario de Las Palmas (1843-1920), escritor egregio, tuvo tiempo en su larga vida para escribir novelas, teatro, crónicas de la historia patria, y para ser diputado en los ratos libres. En su ingente obra destacan, por su volumen y brío, los cuarenta y seis “episodios nacionales”. En el Prólogo de uno de ellos, Gerona, escrito en junio de 1874, hacía notar: «En el invierno de 1809 a 1810 las cosas de España no podían andar peor. Lo de menos era que nos derrotaran en Ocaña a los cuatro meses de la casi indecisa victoria de Talavera: aún había algo más desastroso y lamentable, y era la tormenta de malas pasiones que bramaba en torno a la Junta central. Sucedía en Sevilla una cosa que no sorprenderá a mis lectores, si, como creo, son españoles, y era que allí todos querían mandar. Esto es achaque antiguo, y no sé qué tiene para la gente de este siglo el tal mando, que trastorna las cabezas más sólidas, da prestigio a los tontos, arrogancia a los débiles, al modesto audacia y al honrado desvergüenza».
En la Relación de Andresillo Marijuán sobre los meses de increíble resistencia de Gerona al asedio francés, brotan, como contraste y entre muchos personajes y acciones heroicas, las inverosímiles andanzas de los hermanos Siseta, Bardonet, Manalet y el pequeño y pobrecito Gasparó; el doctor don Pablo Nomdedeu y Josefina su hija, etc...
Y, al frente de todo y de todos, el gobernador Mariano Álvarez de Castro. Su imagen de defensor y responsable de la fidelidad de la ciudad bien pueden definirla estas palabras de un bando suyo del 1º de abril de 1809 “… a los sitiados: «Se impondrá pena de la vida ejecutada inmediatamente a cualquier persona sin distinción de calidad ni condición, que hablare de capitular o rendirse»”.
Escribió Andresillo: “Yo estaba en Santa Lucía. Don Mariano se presentó allí, y no crean ustedes que nos arengó hablándonos de la gloria y de la causa nacional, del Rey o de la religión. Nada de eso. Púsose en primera línea, descargando sablazos contra los que intentaban subir y al mismo tiempo nos decía: «Las tropas que están detrás tienen orden de hacer fuego contra los que están delante si éstos retroceden un solo paso». Su semblante ceñudo nos causaba más terror que todo el ejército enemigo. Como algún jefe le dijera que no se acercase tanto al peligro, respondió: «Ocúpese usted de cumplir su deber y no se cuide tanto de mí. Yo estaré donde convenga»”. 

Nos vale (y mucho, pienso yo) ese doble retrato de los mandos de Sevilla, donde todos querían mandar, y el don Mariano, único e indiscutido jefe, que murió (no se sabe cómo, pero es seguro que por haber sido como fue), siendo fiel a la misión que le encomendaron y a la necesidad de que todos (niños y jóvenes, mujeres y hombres, monjas y frailes, españoles y extranjeros, que los había…) diesen la vida - ¡juntos! - por la ciudad que amaban.  

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