jueves, 27 de febrero de 2014

El Maestro.



Hace ya algunos años, bastantes, tuve la oportunidad y el agrado de colaborar en una encuesta de extensión europea. Se trataba de obtener el parecer de adolescentes sobre el Ego ideal. Es decir, cómo era para un adolescente la persona que consideraban modelo. Mi trabajo fue sencillo: proponer por escrito a un número amplio de muchachos estas dos preguntas: Describe a la persona que te parece ejemplar entre las que conoces. Si hay alguna persona entre las que conoces que corresponde a esa definición de ejemplar, ¿quién es?
Para enviar al centro de estudio de la encuesta debí leer todas las respuestas y clasificarlas. Como se puede pensar, las respuestas a la primera pregunta eran muy variadas, aunque todas ellas giraban alrededor de un modelo común. No me produjeron sorpresa. Pero sí las respuestas a la segunda: Mi Maestro fueron extrañamente las más frecuentes. Extrañamente, porque superaban en gran número a las repuestas Mi padre, también abundantes.
Recordando aquel trabajo he pensado muchas veces cómo serían hoy los resultados. Hoy ya no hay maestros. En las escuelas de muchachos adolescentes hay profesores. Sin duda muy competentes en su materia, pero con un cometido en el que el aprecio del alumno por su persona queda menos marcada porque son muchos los profesores y por la relativa brevedad del tiempo que pasan con los alumnos.
Pero mi reflexión va también y con más fuerza en otra dirección. Hubo un tiempo en el que el maestro era muchas veces el forjador de la personalidad del alumno. Convivía con él. Y muchas veces, afortunadamente, tratar, contemplar, apreciar, admirar y querer a aquel hombre que dedicaba tanto de su vida por ellos, que manifestaba no sólo la grandeza de sus conocimientos, sino la de su paciencia, constancia, cercanía y honradez y que despertaba en los jóvenes destinatarios de sus esfuerzos las ganas de parecerse a él. Si no como maestro, sí como persona.
Y… ¿es el padre hoy el “sucesor” del maestro de antes? ¿O se encuentra con que el trabajo le impide estar con su hijo, interesarse por su progreso en todo día a día, aguantarle en sus deficiencias sin impacientarse porque saca malas notas, estimularle con el aprecio, el seguimiento, la cercanía?
Sería triste que si hoy se hiciese una encuesta como aquella, el padre no quedase al menos en segundo lugar en la escala del aprecio de su hijo.

viernes, 21 de febrero de 2014

Yamal.



La capital de Yamal, en el Ártico, es Salekhard. Yamal significa en la lengua de los nénets “Fin del mundo”. Los nénets, los khantys y los selkup son los tres grandes grupos de pobladores de Yamal. Yamal es una península que tiene una extensión equivalente a un poco más de la cuarta parte de la de España. Allí está la fuente de la que se extrae la mayor parte del gas natural de Rusia. Con decir que al año se obtienen más de ocho millones de toneladas. Y hay renos, muchos renos. Bueno, medio millón de renos, si no nos paramos a contarlos con mucha atención. Renos nómadas que van y vienen según el momento del año en busca de pastos. Y que cuidan miles de pastores, igualmente nómadas, que dicen que a ver qué va a pasar con sus vidas si Gazprom, el monopolio ruso, le hinca el diente y les agujerea su  permafrost: ya sabes, el terreno helado de aquella latitud.  

La vida está condicionada para estos nómadas por la temperatura de su tundra. Veamos: por ejemplo, la media (¡media!) más baja, en 1900, fue de 11º bajo cero. La más alta, en 1940, de – 3º. Y la media más frecuente, entre -6º y - 7ºC.       

Hace algunos días veía un reportaje sobre la vida de aquella gente, encorsetada en espesos refajos, manguitos, perneras y gorros de piel. No es para menos. Y no se quejan. Lo más admirable de sus encendidas caras, pequeñas y grandes, según las edades, es su contento. Estoy seguro de que no se trataba del que produce que a uno le saquen en una foto. En sus tiendas, fuera de ellas, con los renos, en los juegos, durante la comida… ¡no se quejan! ¡Sonríen siempre!

Vivimos (al menos a mí me parece vivir) en un mundo en el que la queja, la protesta, el pinchazo al vecino y al lejano, al conocido y al ignorado, al pariente y al de DNI distante, el descontento, echar de menos no se sabe qué… es frecuente, en algunos casos, continuo y diría (¿pero quién soy yo para afirmarlo?) que patológico.

¿No ha pensado usted en aportar al mundo, al menos al mundo pequeño o grande que le rodea, una brizna de luz, una ráfaga de aire limpio, una chispa de calor? Somos nómadas, aquí abajo o junto al río Obi de la Siberia helada. No hagamos de nuestra casa un mausoleo de lona o de piedra o de humor negro en el que el huésped se nos quede de hielo.

viernes, 14 de febrero de 2014

San Valentín.



Wilferd Arlan Peterson (1900-1995) fue un trabajador de la pluma en artículos, secciones periodísticas y libros. Estaba casado con Ruth Irene Rector Peterson y decía de ella que era la inspiración de su trabajo: “Mientras él escribía sobre el arte de vivir, ella lo vivía”.  
Vale la pena, sin más comentarios, en esta fecha, reproducir el “decálogo“ del matrimonio feliz que proponía:
«La felicidad en el matrimonio no es algo que simplemente sucede: un buen matrimonio debe crearse.
En el Arte del Matrimonio las pequeñas cosas son las grandes cosas; nunca se es tan viejo como para no tomarse de las manos.
Hay que recordar decir «te amo» al menos una vez al día y nunca irse a dormir enfadados.
Nunca hay que hablar al otro sólo por ser condescendiente; el cortejo no debe terminar con la luna de miel, debe continuar a través de los años.
El Arte del Matrimonio es tener un sentido mutuo de valores y objetivos comunes, es ponerse en pie juntos enfrentándose al mundo.
Es formar un círculo de amor que se alimenta en toda la familia.
Es hacer cosas para el otro, no en actitud de servicio o sacrificio, sino en espíritu de gozo.
Es hablar con palabras de aprecio y demostrar gratitud de manera considerada.
No se busca la perfección en sí, el Arte del Matrimonio es cultivar la flexibilidad, la paciencia, la comprensión y el sentido del humor.
Es tener la capacidad de perdonar y de olvidar.
Es dar al otro una atmósfera en la que cada uno pueda crecer.
Es encontrar espacio para las cosas del espíritu, en una búsqueda común del bien y la belleza.
Es establecer una relación en la cual la independencia sea igual para el uno y para el otro, la dependencia mutua y las obligaciones recíprocas.
No es sólo casarse con la pareja perfecta, es ser la pareja perfecta.
Es descubrir lo que el matrimonio puede ser en su mejor momento».

martes, 11 de febrero de 2014

¡No hay remedio!



Quinto Horacio Flaco, nuestro Horacio de siempre, escribía en su segunda carta del primer libro de Epístolas al joven Lellio: Sincerum est nisi vas, quodcumque infundis acescit. Aunque es un latín que se entiende fácilmente, me atrevo a darles esta traducción, para salir del paso, a los especialistas en Inglés (y que me perdonan los maestros del Latín): Si el cacharro no está limpio, cualquier cosa que le eches se agriará.

Horacio escribía hace más de dos mil años. Pero qué bien diagnosticaba lo hondo del corazón de algunos hombres. De entonces y de algunos de ahora.

Entre los de entonces, un poco antes, Lucio Sergio Catilina, según parece porque le fueron mal los planes económicos que proponía al Senado, porque le fue mal su repetida aspiración al consulado, porque le fue mal su proyecto de dar más poder a las asambleas de la plebe, tramó una revolución.

Y entre los de ahora nos basta asomarnos a las asociaciones, a los grupos políticos, a la tertulias, a los “medios”, a la calle… para darnos cuenta de que algo queda en el fondo del corazón de algunos hombres que les hace ver, sentir y expresar que todo va mal, que todo les disgusta, que nadie acierta porque todos se equivocan, que todos actúan torcidamente (ahora está de moda decir torticeramente). Porque todos caminan y construyen a partir de sus propios intereses. ¡Todos, todos, todos! Menos ellos mismos. Y los suyos, naturalmente.

A mí, que soy ingenuo por naturaleza, no me preocupa especialmente lo descrito. Mi desazón nace al preguntarme, sin saber responderme (o respondiéndome de un modo que no me gusta), qué es lo que ellos han hecho de bien, hacen o saben y están en condiciones de hacer. Y qué habrá de acidez, de amargura, de resentimiento, de revancha en el fondo de su corazón cuando, por fin, se decidan a callarse y hacer algo.

jueves, 6 de febrero de 2014

Democracia, ¿para qué?



Cuando el 20 de agosto de 1823 moría el papa Pío VII (Bernabé Chiaramonti) no sabía que un mes antes (en la noche del 15 al 16 de julio) un incendio había destruido casi totalmente la imponente basílica de San Pablo Extramuros. ¿Para qué entristecer la pesada agonía, a los 81 años, con la que coronaba una vida llena de persecución, gallardía, humillaciones y fortaleza? Desde 1775 y hasta 1782, todavía joven y como benedictino que era, había sido prior de aquella querida Abadía de San Pablo. Fue después obispo de Tívoli, cardenal-arzobispo de Imola y, al final del largo cónclave a la muerte de Pío VI, en 1800, Papa con el nombre de Pío VII. 
En 1804 Napoleón quiso ser coronado emperador en la catedral de Notre-Dame, pero el Papa se limitó a bendecirlo y Napoleón se coronó a sí mismo. Y la tensión entre el Vaticano y Napoleón creció año tras año.
El 17 de mayo de 1809 Napoleón Bonaparte decretó el expolio del Estado Pontificio: los estados de la Iglesia se unían al Imperio. Roma era ciudad imperial y libre. Todos los eclesiásticos (y el Papa entre ellos) debían jurar las cuatro proposiciones de la Iglesia galicana. El Concilio Ecuménico era el órgano en autoridad y enseñanza. Se ocupa militarmente Roma. Pio VII declara nulo el decreto y el 10 de junio de 1809 redacta la excomunión del emperador. El 6 de julio el general Radet y sus hombres escalaron los muros del Quirinal y lo llevaron a Florencia, Génova, Alessandria, Turín, Grenoble, Valence, Avignon. Y después a Niza, Mónaco, Oneglia, Finale Ligure y Savona, donde estuvo preso hasta 1815.
En el sermón de la Navidad de 1799, cuando era Arzobispo de Imola, Bernabé Chiaramonti había dicho: «La forma de gobierno democrático en manera alguna repugna al Evangelio; exige, por el contrario, todas las sublimes virtudes que no se aprenden más que en la escuela de Jesucristo. Sed buenos cristianos y seréis buenos demócratas». Napoleón, que no había empezado todavía la demolición caprichosa de la cosa pública en Europa, le tildó de jacobino.   
Y a nosotros ¿no se nos ha ocurrido pensar que el vandalismo de los que cacarean democracia es fruto de la ausencia en sus cabezas y en sus corazones de las sublimes virtudes que no se aprenden más que en la escuela de Cristo?