viernes, 22 de noviembre de 2013

Tragar.



San Onofre fue uno de los “padres del desierto” de la Tebaida en el siglo IV. Durante sesenta años (según cuenta en la biografía que de él escribió un discípulo suyo, otro grande de la soledad, Pafnucio) estuvo apartado del mundo sin más atención que orar. 
Pues bien: en la plaza que Roma dedica a aquel santo (san Onofrio en italiano), siuada en el Gianícolo, asomado al Tiber, se levanta el hospital pediátrico Bambino Gesù.
El sábado 7 de septiembre a las 13.00 horas, los niños residentes, sus padres, los médicos y el personal sanitario dedicaron un rato a orar por la paz. ¡Buena falta hace!
En los meses del verano anterior, 2013, se habían dado en el hopital 12.019 ingresos en urgencias. Desde 2004 los médicos de la Sección de Cirujía y Endoscopia Digestiva muestran a los visitantes la cartelera que se ve arriba. No se trata sólo de una exhibición curiosa, sino de una auténtica lección y advertencia. Son una muestra de los objetos extraídos de los estómagos de los niños ingresados: monedas, muchas monedas, alfileres, distintivos, un anzuelo…
¿Qué comen esos niños? ¿Qué se tragan los niños, aquellos y estos? Porque no importa sólo lo que llega al estómago, sino lo que invade y envenena el cerebro, la voluntad y el corazón. “¡Imposible!”, dijo la mamá a la que le enseñaban el anzuelo que su niño tenía en el buche. “No me explico cómo ha podido suceder”.
Pero el hecho es que nuestros niños, nuestros mozuelos, nuestros jóvenes acusan, sin que nadie se preocupe de llevarlos a urgencias, las consecuencias de haberse tragado un mundo de emociones, de experiencias, de consejos del amigo más divertido y más cercano. Y se vuelven raros, esquivos, displicentes, desganados… violentos.
Todo empezó el día en que su padre le dijo: “Tú ya eres mayorcito y sabes muy bien lo que está bien y lo que está mal”. Y el padre quedó tranquilo porque su confianza en su retoño nacía de la garantía de su madurez, criterio, sensatez, entereza y responsabilidad. Se sacudió la preocupación, convencido de que había descargado en su hijo, “¡qué alivio!”, el pesado papel de acompañarlo en la difícil digestión de la vida.

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