miércoles, 27 de noviembre de 2013

Blake.



William Blake (1757-1827) fue un inglés, un artista abstraído en el mundo de la imaginación. Artista por sus grabados iluminados con acuarela, por sus poemas, por sus mitos (Albion, Urthona, Tharmas, Luvah y Urizen), por la fuerza incontenible que esos mitos vertían en su vida y su fantasía: la inspiración, la creatividad, el instinto, la fuerza, la emoción, la pasión, el amor. Era un místico, a veces como un volcán de cólera, incomprendido, tachado de loco…
Incomprendido: sus Libros Proféticos lo fueron. Vivió en el extrañamente llamado siglo de las luces, asomado y horrorizado desde Inglaterra ante la guillotina de la revolución francesa, revolución que el había alentado antes. Y proyectado con entusiasmo hacia el mundo nuevo de la revolución americana con la que veía con placer cómo se independizaba de Inglaterra.
Pero… el legado tal vez mejor que, con visión profética, nos dejó, fue su advertencia clara y violenta de que el racionalismo y el materialismo habrían de convertirse en la enfermedad que destruiría y alienaría a los hombres.        
Y aquí estamos los hombres del siglo XXI, obsesionados (¿hasta qué punto?) por entenderlo todo, rechazando como inútil y desechable todo lo que no entendemos; por enriquecernos con todos los resortes posibles, más allá del buen gusto, de la honradez, de la justicia, de la aceptación, del otro, de los otros, de todos los otros. Como si este camino que se nos acaba tan pronto tuviese que estar alfombrado con billetes de quinientos euros, decorado con pieles arrancadas al prójimo, caldeado por todos los recursos a nuestro alcance aunque sean fruto del despojo que hemos hecho en los más débiles.

viernes, 22 de noviembre de 2013

Tragar.



San Onofre fue uno de los “padres del desierto” de la Tebaida en el siglo IV. Durante sesenta años (según cuenta en la biografía que de él escribió un discípulo suyo, otro grande de la soledad, Pafnucio) estuvo apartado del mundo sin más atención que orar. 
Pues bien: en la plaza que Roma dedica a aquel santo (san Onofrio en italiano), siuada en el Gianícolo, asomado al Tiber, se levanta el hospital pediátrico Bambino Gesù.
El sábado 7 de septiembre a las 13.00 horas, los niños residentes, sus padres, los médicos y el personal sanitario dedicaron un rato a orar por la paz. ¡Buena falta hace!
En los meses del verano anterior, 2013, se habían dado en el hopital 12.019 ingresos en urgencias. Desde 2004 los médicos de la Sección de Cirujía y Endoscopia Digestiva muestran a los visitantes la cartelera que se ve arriba. No se trata sólo de una exhibición curiosa, sino de una auténtica lección y advertencia. Son una muestra de los objetos extraídos de los estómagos de los niños ingresados: monedas, muchas monedas, alfileres, distintivos, un anzuelo…
¿Qué comen esos niños? ¿Qué se tragan los niños, aquellos y estos? Porque no importa sólo lo que llega al estómago, sino lo que invade y envenena el cerebro, la voluntad y el corazón. “¡Imposible!”, dijo la mamá a la que le enseñaban el anzuelo que su niño tenía en el buche. “No me explico cómo ha podido suceder”.
Pero el hecho es que nuestros niños, nuestros mozuelos, nuestros jóvenes acusan, sin que nadie se preocupe de llevarlos a urgencias, las consecuencias de haberse tragado un mundo de emociones, de experiencias, de consejos del amigo más divertido y más cercano. Y se vuelven raros, esquivos, displicentes, desganados… violentos.
Todo empezó el día en que su padre le dijo: “Tú ya eres mayorcito y sabes muy bien lo que está bien y lo que está mal”. Y el padre quedó tranquilo porque su confianza en su retoño nacía de la garantía de su madurez, criterio, sensatez, entereza y responsabilidad. Se sacudió la preocupación, convencido de que había descargado en su hijo, “¡qué alivio!”, el pesado papel de acompañarlo en la difícil digestión de la vida.

domingo, 17 de noviembre de 2013

Uluru.



Hasta hace poco se podía escalar el Uluru. Ahora está prohibido. Lo conocen ustedes. Es una formación de arenisca, de color rojizo a la puesta del Sol. El Uluṟu, que significa Madre Tierra, tiene para los Anangu, habitantes del centro de Australia, naturaleza sagrada. William Christie Gosse (1842-1880), inglés afincado, cuando tenía ocho años, con su familia en Australia, lo “descubrió” en 1873. Lo escaló con su guía Jamran. Y lo llamó Ayers Rock. Fue un brindis, o algo así, al Primer Ministro de Australia Meridional, Sir Henry Ayers, que gobernó desde Adelaida un inmenso terrotorio durante casi todo el segundo medio siglo del XIX.
Yo creo que Gosse cometió dos errores ante la roca: escalarla y darle nombre. Errores perdonables, porque lo encontró allí tan solo y tan raro, que se dijo “Esta es la mía”. Y lo hubiese hecho con más ganas si hubiese esperado un poco para saber que ese monolito, el segundo en volumen del mundo, se hunde dos kilómetros y medio bajo tierra. Pero aun así, hizo mal, pienso yo, en escalar los 348 metros de un lugar tan solemne y tan sagrado y ponerle nombre cuando ya lo tenía. Y bien sonoro: Uluru.  
Nos viene bien recordar los errores de los demás, como los descritos, para aprender a conducirnos mejor. Pensemos, por ejemplo, en la facilidad con que nos apropiamos de una noticia, de un juicio, hasta de una sentencia que nos hemos encontrado en una encrucijada de nuestros caminos. El derecho de autor nos tiene sin cuidado. Ser el primero en airear algo que podemos presentar como nuevo es un placer parecido al que comunica al mundo haber descubierto el Océano Pacífico. ¡Si lo hizo hace cinco siglos Vasco Núñez de Balboa!
Y el otro error, que también cometemos, es el de pisar sin permiso terrenos que no son nuestros. “Meterse en camisa ajena” o “en camisa de once varas” no es nunca una decisión acertada. La sabiduría de los siglos nos lo advierte: Madre e hija caben en una camisa. Suegra y nuera ni dentro ni fuera. O también: Come camote y no te dé pena. Cuida tu casa y deja la ajena.

martes, 12 de noviembre de 2013

El "Tabarro"



Tuve el placer de pasar dos veranos en las Hurdes. Compartir la vida juntamente con mis compañeros en medio de la apacible, acogedora, generosa e inteligente población de la alquería de El Castillo nos sirvió para abrir en nuestra vida un precioso horizonte de grandeza.
Al final de la mañana íbamos a una de las pequeñas presas del río Esperabán para refrescar nuestra fatiga. Aquel rato en el agua era ideal. Menos los “tabarros”. Bueno, “tabarro” llaman allí a los tábanos. Se lanzan a 30 kilómetros por hora contra las espaldas húmedas de los bañistas en busca de sangre que necesitan, - ¡pobrecitas las tabarras! - (los machos se alimentan de néctar y polen al anochecer) para formar sus huevos.
¿Se han dado ustedes cuenta de que vivimos un momento excepcional de nuestra noble historia en la que proliferan los “tabarros”? El 90 por ciento o el 95 o más (o un poquito menos) de las noticias, de las conversaciones, de las tertulias, de los panfletos de los “medios”, de los comentarios, de las llamadas a abrir los ojos, a conocer “toda la verdad”, a hurgar en la vida de los otros… es un ejercicio incansable de remover basuras, reabrir heridas, infectar llagas, perniquebrar a cojos. Parece como si los responsables de los ventiladores de la sordidez humana hubiesen seleccionado a expertos tábanos de la noticia con la intención de poder vender más y al mismo tiempo envenenar más y más profundamente la vida y la convivencia. Y peor es que existan bebedores de ese jugo, comedores de esa deyección que estimulan la propagación del producto. 
Nos hartamos de proclamar la democracia, de presumir de demócratas, de insultar a los herederos de sistemas totalitarios y no nos damos cuenta de que con ello estamos ejerciendo la más ridícula forma de dictadura. ¿Será posible que los que vienen detrás de nosotros aprendan a vivir en plenitud y a dejar vivir a los demás del mismo modo?   

miércoles, 6 de noviembre de 2013

Beati Hispani.



No se sabe (ni hace falta saber) de quién salió la frase Beati hispani quibus vivere bibere est (Dichosos los españoles para quienes vivir es beber). No es ciertamente de Cicerón, de Antonio o Craso, de Hortensio o de Molón de Rodas. Ni siquiera de Catilina. Vino (no de beber sino de venir) bastante más tarde cuando los romanos (y los galos y los germanos… a los que obligaron a ser también romanos) sufrían porque los españoles no distinguían en la pronunciación latina entre la V y la B. Nos sigue pasando a muchos. La frase tiene mucho de filosofía práctica, además de crítica. O de envidia.
Entre los objetos que se contemplan en el Museo Monográfico de la Villa romana de La Olmeda (ya sabes: Saldaña-Palencia) hay uno (¿una lámpara?) en el que se proclama (con faltas de ortografía) que para estar alegre, para vivir, para ser feliz (¿) hace falta beber: VINARI - LETARI. Pero no siempre. Ni para todo ni para todos. Ni en igualdad de exigencia. Porque hay quien está triste aun bebiendo mucho. Y quien es feliz sin vino, sin el aturdimiento de la juerga.
Porque, llevando las cosas a términos más anchos, es verdad que a veces sucumbimos a la tentación de olvidar que la vida, el vivir, encierra y ofrece un inmenso tesoro del gozo que da trabajar, construir, ordenar, servir, amar, dar la vida por quien se ama. O por un desconocido que la necesita. “No hay mayor amor que el del que da la vida por un amigo”. Esta frase encierra el mensaje del Maestro en amor, vida y felicidad que nos dice en cada paso de la vida dónde está la grandeza de nuestros actos.
El grano que se encierra en sí y se guarda queda estéril. La juerga, es decir la “huelga”, el no hacer nada, esperar que me den, exigir que me den la “sopa boba” me hace ser un parásito de los demás. Contempla tu entorno familiar, social, político, laboral… Comprender que “el otro es (soy) yo mismo” me hace amar hasta morir por él.