jueves, 25 de julio de 2013

Deja huellas.



Que Shoep, perro alemán, haya dejado su huella en la arena de la playa del Lago Superior, en Estados Unidos, no tiene importancia. Pero sí su historia, aparentemente sin relieve. Porque cuando su amigo (me da vergüenza llamarle “dueño”) John Unger lo presentó en Facebook a los que quisieron verlo, más de 351 mil nuevos amigos, desde entonces, sintieron un nudo en la garganta. Aparecía dormido en brazos de John sumergido en el agua. Los remedios para su artritis no eran eficaces. Pero los brazos de su amigo metido en el lago y el agua que lo envolvía durante un largo rato le permitían cerrar los ojos, tal vez dormir y tal vez, también, olvidar que era viejo.
Hace pocos días ha muerto, a los 20 años, Shoep. Nos deja una huella que puede poner algo de ternura en estas vidas nuestras tan llenas, muchas veces, de prisas o hasta violencias, de cansancios y de exigencias. ¡Qué poco espacio dejamos a la intuición de que una persona que vive cerca de nosotros necesita un gesto de cariño de nuestra parte! Sentirse querido es el estremecimiento más hondo del ser vivo. Ese sentimiento no lo despiertan palabras repetidas (¿por costumbre?, ¿para cumplir?…). Me decía una persona con experiencia en el trato con personas en fase terminal: “Es posible constatar, al menos en algunos casos, que una caricia, un susurro, una palabra de cariño es para ellas mucho más de lo que se puede imaginar”.
Sin que lleguemos al final, ¿por qué no sustituimos los rebuznos con que comentamos algunas veces conductas propias o ajenas, nuestras y más bien suyas, con palabras “humanas” que hagan sentir al que las recibe que al menos lo tenemos en cuenta como compañeros del mismo camino?

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