jueves, 29 de noviembre de 2012

Leontopodium (2).



La edelweiss (el Leontopodium alpinum) aparece agazapada en su lecho encumbrado. No pasa los diez centímetros que miden las más esbeltas. Esa pequeñez y su aparente debilidad y pálido color hacen pensar cuando se la contempla en una frágil y acobardada flor huidiza. Pero no es verdad. Su resistencia la prueban las cotas que alcanza su nido, siempre por encima de los 1.500 metros y algunas hasta los 3.000, donde el invierno es riguroso y las heladas tercas.
Crecen en superficies hendidas de material calcáreo y en las quebraduras de las rocas donde reciben la tenue caricia de un rayo de sol. Las heladas y las radiaciones ultravioletas no la hieren gracias a una fibra vegetal que las protege. Florece en el verano y sus vistosas hojas son blancas, grises o tenuemente amarillas.
Es propia de las alturas de Europa y abunda en los Alpes de Austria y Suiza. Y se encuentra también en algunas cordilleras de Asia, como el Himalaya.
Por todo ello es símbolo de valentía. Cuando las flores hablan, Edelweiss dice: “Escríbeme”. Y, según la leyenda, los jóvenes enamorados subían, cuando el amor era amor, hasta los 2.000 metros en busca de una para su amada.
Pero es también leyenda sobre la edelweiss que se eleva en la montaña para preservar su blancor, que sorbe de la Luna, de la rapiña de los hombres.
Dicen también que es símbolo del amor eterno que nunca se enmustia, del mundo de los sueños y del honor y refleja la belleza arcana, mansa y misteriosa de una belleza escondida.
¿Y nosotros? Leí hace unos días el diagnóstico de un humorista (los humoristas son personas muy serias) sobre nuestra nación: es hoy un país donde reina la mediocridad. Nos proponemos como modelo al mediocre para no ser menos que él; nos planteamos ser mediocres porque aspirar a lo que llaman excelencia exige esfuerzo; programamos la extinción del que destaca porque no aguantamos que alguien nos supere; acusamos de lo que sea al que sobresale porque necesitamos destruir la verdad de su entereza; presumimos y exhibimos vulgaridad porque es lo único que tenemos y porque de ese modo acosamos y creemos hace callar al que pudiera echarnos en cara nuestra miseria moral y espiritual.  
¿Dónde se encuentran los que suben a lo alto logrando mantener la blancura de su existencia? ¿Cuántos son los que mueren por defender y contagiar la claridad de su honor?

sábado, 24 de noviembre de 2012

Nana nene nini nono nunu.



Sí, ya sé que este título es una tontería. Pero permitidme que discurra por él y sobre él. Esas cinco palabras (existentes o no existentes) podrían describir cinco posibles estadios de la estatura de uno de nuestros hijos. Como conozco a alguno que ha pasado por ellos y vive en ellos, me atrevo a decir lo que sigue.
La nana no es sólo esa canción dulce y monótona que le canta la mamá al niño tierno y con tendencia a trasnochar. ¿Qué no se duerme? ¡Una nana! Una canción para que se sienta adorado, arrullado, protegido por lo más acariciador que una mamá le puede dar al querer que se duerma de una vez. ¡La caricia! ¡Las caricias! Son, es verdad y deben ser, un alimento de la sensibilidad, de la identificación, de la entrega, de la pertenencia. Pero ¡con mesura! Hay niños que se hacen hombres sintiendo y deseando la caricia materna de su nana. Y siguen siendo nenes, en vez de adolescentes: ¡Que no sufra, que no le falte nada, que nadie pueda decir que su mamá le ha abandonado a sí mismo! Las que no saben que adolescente significa desarrollarse. Las que desean que siga siempre tan nene, tan guapo, tan “manejable” le convierte en un apegado al arrimo materno (o paterno) y que no sea capaz de romper el cascarón de la infancia. O lo lanzan a un mundo para el que no llevan los recursos que necesitan para ser en él, a pesar de todo y de todos,  ellos mismos.      
Un hombre en proyecto como el modelado tiende a ser un nini. De esos que NI optan NI eligen. Porque lo que han hecho parecido a optar y decidir ha sido echar mano de los caprichos que han tejido y necesitan que sigan tejiendo su vida diaria. NI se esfuerzan por trabajar, NI se entregan a estudiar, NI deciden ser útiles a otros, NI aceptan el esfuerzo, el tesón, el sudor, que nos es naturalmente rechazable, pero humanamente forzoso.
Cuando se llega así a los catorce, veinte, veintiocho años esos seres humanos han hecho del NO su categoría más segura. Decir sí, piensan, es sucumbir ante la voluntad de otro. Es ceder a su gusto y a su decisión, aceptar su proyecto aguantando  el bochorno de no tener ninguno. Cuando decir NO a todo, que es lo único que algunos saben hacer, excluir el a la vida de los demás, es, no solo carecer de horizonte, sino creerse llamado a destruir el de todos los que sueñan con el suyo. Es ignorar al otro. Es desconocer que se camina en sociedad. Es pretender defender la libertad estableciendo la tiranía y la dictadura del propio parecer y gusto.    
Tal vez conozcáis el mundo de los que llegan a ese punto, el mundo nunu, el entablado de leyendas, ensoñaciones, irrealidades, nieblas imposibles porque no son metas altas, ni siquiera idealizadas de un mundo luminoso y difícil. Sino el ensueño en que les gusta moverse porque no saben poner los pies en la dura pero, a pesar de todo, noble tierra de la realidad cotidiana.

lunes, 19 de noviembre de 2012

Leontopodium (1)



Claudius Sinusitus, cuestor, va enviado por Julio César a Condate. Debe investigar por qué Graco Ojoalvirus, prefecto de aquellas tierras, le va enviando cada vez menos dinero. Graco, además de comilón, es taimado y vengativo. Y envenena al enviado de Roma que se pone muy malo. Por miedo a que acaben con él y sospechando de la  atención de los médicos romanos, Sinusitus busca ayuda en la cercana aldea gala de la Armórica, ese morro de lobo que se asoma al mar en el noroeste de la Galia. Panorámix, el druida decidido a curarle, hace saber a Astérix que no podrá hacerlo si no obtiene una planta, Estrella de Plata, que solo crece en Helvecia. Y el valiente galo (¿vais recordando?), con su inseparable Obélix, viaja, sufre la persecución de Cayo Diplodocus y se hace con la planta gracias a la ayuda del posadero Guardiasuix y del banquero Zúrix.  
Cuando se inventó el alemán, a la Estrella de Plata la llamaron Edelweiss. Y como es una palabra suave y silenciosa, como todas las flores, la seguimos llamando así. Los científicos, que son siempre hondos, pero un poco crueles, le dieron el  nombre de Leontopodium Alpinum, Pata de león de los Alpes (en neutro para que no haya celos por parte de ningún sexo), por el parecido, dicen, de su breve tallo con la pezuña de un león y el velludo que la protege. Pero para los que amamos su belleza sigue siendo Edelweiss, "Blanco noble" o "Blanco puro". Es tanta su singularidad que le dedicamos varios capítulos. Con sus enseñanzas. 
Edelweiss es una especie en extinción. Falta altura, falta fortaleza y sobran depredadores. Se arranca, se seca y se guarda entre las hojas de un libro o envuelta en plástico como una vida amojamada, sombra de su ser, triste trofeo de incursiones destructoras, recuerdos mustios y sin sentido. Los suizos sienten tanto ese fenómeno, que se han puesto a cultivarla. Y desde hace unos diez años, en el Cantón Valais del Suroeste de la nación, la cosechan a mano, flor a flor. Porque, si no, la flor se queja en su silencio y languidece.
Edelweiss no es sólo belleza y distinción. Los incansables investigadores de la Naturaleza descubrieron que esa belleza se contagia. Y la usan en productos de cosmética, porque retrasa el envejecimiento de la piel. Y los que cuidan de nuestra salud aprecian sus propiedades medicinales en algunas dolencias del estómago.
Aunque no tengamos la suerte de contemplarla, podemos sentir la satisfacción de tenerla cerca, aunque escasamente representada, en nuestro Pirineo (Parque Nacional de Ordesa y Monte Perdido) y, un poco menos, en la montaña del Norte de León. Merece nuestra admiración y respeto. Y, si acertamos, nuestra imitación.

martes, 13 de noviembre de 2012

Siglo XXI.



Fastos (y nefastos) romanos

Alguien (y con amable acuerdo de muchos: que no de todos, porque ¿cuándo nos ponemos todos de acuerdo?) puso nombre a los siglos. Y aunque personalmente no estoy de acuerdo con varios de ellos, los transcribo: Siglo I, de la Redención; II, de los Santos; III, de los Mártires; IV, de los Santos Padres; V, de los Bárbaros; VI, de la Jurisprudencia; VII del Mahometismo; VIII, de los Sarracenos; IX, de los Normandos; X, de la Ignorancia; XI, de las Cruzadas; XII, de las Órdenes religiosas; XIII, de los Turcos; XIV, de la Artillería; XV, de las Innovaciones; XVI de Oro de las letras; XVII, de la Marina e Ingeniería; XVIII, de la Ilustración y de la Emancipación de los pueblos; XIX, de los grandes Inventos; XX de la electrónica, la llegada a la Luna, la conquista espacial.
¿Y si hiciésemos un concurso para dar nombre al siglo XXI? No es que un nombre haga que el siglo sea lo que se le llama.  Ni sería justo que, apenas comenzado (¡pero no tan “apenas”, porque doce años son casi la octava parte de un siglo!) le diésemos nombre sin poder saber casi nada de su comportamiento. Pero al menos podríamos decir los nombres que no quisiéramos darle pero que están haciendo presión para lograrlo. Aventuro algunos: del Calentamiento terrestre; de la Barbarie dilatada; del Egoísmo generalizado; de la Especulación económica; del Olvido de los olvidados; de la Superficialidad de nuestras miradas; de  los Tsunamis y Terremotos; de la conquista de Marte; de la nueva Colonización del mundo; de la banalidad del pensamiento; de la Presunción de la persona; de la Protesta y la Queja; del Exterminio de los que no son “de los nuestros”; del Raimiento de la presencia de Dios en nuestras vidas; de la Supresión de la Cruz que salva; del Descaro en la Conducta; del Engaño en el Trato y en el Negocio; del Mercado negro; de la Abolición de la Amistad; del Asesinato de la Honradez; del Exilio del Esfuerzo y del Trabajo, del Exterminio de la Esperanza…
Siento que mi imaginación y mi capacidad de pronóstico y diagnóstico sean tan pobres. Pero tal vez algún lector inteligente ("inteligente”, como sabes, el capaz de leer en el alma de las cosas, de la vida, de las personas, de la historia…) se pone a enriquecer la relación anterior y, sobre todo a evitar todo lo que puede hacer de nuestro siglo un escenario raquítico en medio de las sombras.

miércoles, 7 de noviembre de 2012

Me los como.



Es un poco viejo este recuerdo. Y un poco sucio. Pero mucho menos que otros que nublan nuestra memoria y oscurecen las páginas y las pantallas de nuestras vidas. Si va aquí es porque creo que de él se puede sacar algún provecho.
Una joven señora leía serenamente un libro en el parque del Retiro de Madrid en la suave mañana de un lejano Otoño. Era claro que estaba esperando un niño. Otros dos, llegados unos 5 y 3 años antes, jugaban cerca de ella. El mayor, responsable y probablemente alarmado por lo que veía realizar con tenacidad a su hermano pequeño, alertó: “¡Mamá,  Juanito se está comiendo los mocos!”. La mamá, defensora de la higiene de sus hijos y consciente de su grave responsabilidad de madre y educadora, reaccionó: “¡Juanito, no te comas los mocos, que son veneno!”. Y Juanito, muy dueño de sí y de sus circunstancias y mientras seguía, terne que terne, en su cuidadosa operación de extracción y consumo, objetó con dignidad y determinación: “¡Pues si los son…, que lo sean, pero yo… me los como!”.  
Y así siguieron: languideciendo un poco la mamá en su alerta y afianzándose otro poco Juanito en su decisión. Y se acabó la anécdota.
Pero puede empezar la reflexión. Yo doy la señal de salida con algunas preguntas. Tú puedes seguir con más provecho, sin duda, que con lo que a mí se me pueda ocurrir. ¿Quién inventó el soplamocos? ¿Cuál es la causa de que los niños empiecen a desbarrar tan pronto? ¿Era aquella suave escaramuza un retrato de la relación de aquella madre lectora y aquel niño peleón? ¿Puede una madre creer que su intervención educativa puede quedarse en un aviso lánguido y lejano? ¿Y encastillarse en sus gustos cuando delante de sí tenía un campo de batalla en el que su actuación debía ser firmemente exigente y cariñosamente correctora? ¿Qué habrá sido de aquel niño glotón y pertinaz en su desacato? ¿Caben los caprichos en una acción formativa de subrayar los valores, de animar a apreciarlos, de colaborar en hacerlos riqueza personal, de hacer que las relaciones de amor entre madre e hijo vayan más allá de prevenir sobre los venenos de la historia?