sábado, 30 de junio de 2012

Budapest.


Corona, espada y mundo (San Esteban: año 1000)

Toda persona que viaja o quiere viajar sabe que Budapest es la capital de Hungría. Y aunque parezca que una ciudad puede decirnos poco para alentar nuestro intento de mejorar el mundo (este pequeño mundo que se nos ha confiado), vamos a ello.  
Hasta 1873 Budapest no era Budapest. Había una ciudad llamada Buda en la orilla derecha del gran Danubio. Que todas las mañanas saludaba desde lejos y por encima de las aguas del río azul a otra ciudad de la margen izquierda que se llamaba Pest.  Y se gustaban tanto que aquel año decidieron convertirse en una sola y preciosa ciudad, la “perla del Danubio”.
Esa es la primera lección. No es la única ciudad que la da: por ejemplo, Nueva York con el Hudson, se hizo una cuando, en 1898, Brooklyn se unió a Manhattan… Y desde mucho antes (¡en 330!) Constantinopla, a pesar del Cuerno de Oro y del Bósforo, es una sola ciudad. Y nosotros, ¡a la gresca de la división!, ¡a la pesca de mi parcelita!
Parece que el nombre de Buda, en antiquísima lengua local, significa (con mucha razón: basta asomarse al Danubio)”agua”. Y Pest, en eslavo, es “horno”. ¡Qué buen consorcio: agua y fuego!
Y esa es la segunda buena lección: la vecindad de los extremos no es necesariamente un mal. La cercanía de la Fuerza y la Ternura engendra amor. Basta ver de qué modo el Sol y el Mar provocan juntos el choque y la quietud vitales de la playa.   
La tercera puede tomarse en la contemplación de su historia. Budapest (Óbuda) fue primero celta, después romana (Aquincum), deshecha por los vándalos, ocupada por los mongoles, convertida por algún tiempo en suya por los otomanos, siguió siendo magyar en su corazón. San Esteban, su primer rey, le dio un alma que pudo volar por encima de los avatares de casi mil años para que sea hoy un modelo de libertad, laboriosidad,  arte, cultura, equilibrio y sensatez.

lunes, 25 de junio de 2012

Sembrar amor.


Juan Cervera Sanchís, de Lora del Río, que sueña a Sevilla  con los ojos abiertos en su México acogedor, decía de sí hace poco más de un año, que es 
el último poeta,
que rima flor con amor,
que rima vuelo con cielo,
y cuna con luna rima
y poesía con fantasía.

Me repito a mí mismo muchas veces (y me hace bien hacerlo) otros versos que escribió hace medio siglo:
Ando sembrando
amor
por los caminos.
Por donde paso
o sueño
que he pasado,
o he de pasar,
o acaso nunca pase,
ando sembrando
amor
mientras me muero

Y me hace bien repetírmelos porque es un proyecto (sin vista atrás, breve, resuelto) de muerte por los otros. Y cuesta tanto morir amando a los otros o simplemente amar (si es que amar no supone irremediablemente morir), que necesito al menos saber el camino que debo hacer aun sin hacerlo.
Sembrar amor parece un disparate. Porque lo que nos gusta es cosechar. Pero sembrarlo mientras muero, sin esperar que al menos una brizna de vida brote de mi siembra, parece un suicidio sin herederos. Y sin embargo el poeta necesitaba sembrar mientras caminaba porque morir así era su meta. Y sembrar por caminos reales o soñados, presentes o futuros, pisados o no más que deseados, es una avasalladora profesión de vida.
Y no es que el poeta – pienso – sienta tener que morir porque ama. No es que sepa que si ama se hace alieno, se hace de “otros”. Es que está seguro de que sólo será de verdad si deja de ser porque se ha dado todo en forma de amor.
Cuando se vive en mundo en el que el yo lo quiere todo, es muy difícil aceptar como amigo, como amigo de verdad que compromete nuestra existencia, a Jesús que en todos los caminos de Galilea ensayó esa siembra de amor y en Sión acabó de sembrar porque amó hasta entregarse todo.

miércoles, 20 de junio de 2012

Séneca.


A Lucio Anneo Séneca le debió de divertir el título que puso a la sátira contra el fallecido emperador Claudio: Apocolocyntosis divi Claudii (que para los que tienen el griego - y el latín - un poco hacinado, se podría traducir como La conversión en calabaza del divino Claudio. Y le divertiría en su embestida juzgarle, condenarle, desterrarle del Olimpo, arrojarlo al Hades y castigarle a jugar a los dados con un cubilete sin fondo hasta que Calígula le consiguió un puesto de honrado funcionario.
Muy divertido tal vez, pero fuera de sitio, al menos, cuando el ataque se lanza como venganza sobre la memoria de un hombre muerto.
Poco más tarde Séneca sería también hombre muerto por designio de su pupilo Lucio Domicio Enobarbo al que, con poco respeto, llamamos familiarmente Nerón.
Parece mentira que ese hombre escribiese cosas como las siguientes por las que le tenemos por recto, justo, honrado, respetuoso, serio, y profundo.
En su ensayo sobre el ocio decía: Solemos afirmar que el sumo bien consiste en vivir según la naturaleza: la naturaleza nos ha engendrado para estos dos fines: la contemplación de la realidad y la acción...
La naturaleza nos ha dado una índole sedienta de conocimiento y, consciente de su maestría y de su belleza, nos ha engendrado para hacernos espectadores de sus visiones majestuosas, porque vendría a perder el fruto de su obra si exhibiese obras tan grandiosas, tan espléndidas, tan finamente realizadas, tan deslumbrantes y bellas con una belleza multiforme a una platea vacía.
La primera consideración es sobre el hecho de su conversión. Los que siguen su trayectoria como hombre de estado, como filósofo, como fallido preceptor imperial saben bien que su camino desde la ambición juvenil al sosiego del atardecer fue limando las aristas de sus desmedidas.
Pero no interesa aquí subrayar la historia lejana y discutida y sí aplicarnos las palabras que nos dirige como posibles espectadores de la grandeza que nos acoge. Corremos el riesgo contagiado de ver solo lo despreciable porque nos distraen la acción, la vorágine de los hechos, la ramplonería de fijarnos en la superficie de los acontecimientos, de la historia, de las personas y llenar de vacío esta preciosa platea en la que vivimos, nos movemos y existimos.

viernes, 15 de junio de 2012

Democracia.


“… algunos que quieren vivir con espíritu de libertad si de algunos son reprendidos, ladran como perros, muerden como serpientes, se duelen con parturientes, diciendo malo a lo bueno y bueno a lo malo, verdadero a lo falso y falso a lo verdadero”.
Este escrito es viejo. Quiero decir que lo escribió alguien hace algún siglo. Era español y escribía pensando en sus compatriotas. Porque hace siglos había españoles (o así nos llamaban los ingleses, los franceses, los italianos, los portugueses… aunque en  su lengua) y compatriotas porque había patriotas, palabra hoy en desuso creciente.
El escrito es viejo y seguramente no se debe aplicar a este mundo en el que tantas cosas han cambiado: la cultura ha madurado, la estatura ha crecido, las miras son amplias de tanto como hemos viajado, las intenciones son puras después de los muchos procesos de desinfección como hemos sufrido.
Pero tengo que confesar que conozco a algunos (pocos, desde luego) que siguen ladrando como perros, mordiendo como serpientes, llorando como parturientes y viendo mal donde hay bien y bien donde hay mal, verdad donde todo es falso y lo contrario. Cuando son reprendidos, claro. O cuando les entran ganas de reprender. Que suele ser lo normal.
Dicen que les gusta vivir en libertad. Es difícil saber si les gusta vivir en libertad o con espíritu de libertad, como escribió el autor lejano. No hablan de democracia. ¡Menos mal! Este de la democracia es un concepto tan viejo como la vieja Grecia y que corresponde a una realidad en la que la libertad es un cuento. Más bien parece que de espíritu de libertad ¡no les queda nada! Les basta que haya libertad. Para ellos. Para juzgar, para morder, para ladrar, para llorar, para falsear… Pero ¡ay si les reprende! Porque entonces el embudo se convierte en el instrumento con el que defienden la libertad: “libertad para mí, pero tú no debes hablar: ni sabes qué dices ni por qué lo dices ni qué razón te asiste. Aquí el que manda soy yo. Aquí el que ladra, el que muerde, el que otorga verdad o falsía a los principios y a las doctrinas soy yo”.           
¿Os habéis dado cuenta de que el que más clama por la libertad es el que menos la cultiva? ¿Que el que impone la sinrazón es quien menos razón tiene? ¿Que el que blande la violencia ladrando, llorando, mordiendo, falseando es el que menos da?
Algo huele a podrido en Dinamarca” le decía con toda razón Marcelo a Hamlet. ¿No estaremos acostumbrándonos a tomar la podredumbre como alimento de nuestro destino?  

domingo, 10 de junio de 2012

¿Somos virutas?


Teófanes el Recluso (1815-1894), también conocido como Teófanes el Eremita, es un santo de la Iglesia Ortodoxa Rusa. Su nombre era Gueórgui Vasílievich Góvorov. Y, como su padre, fue también sacerdote. Había sido antes hieromonje en el monasterio de Petcherky con el nombre de Teófanes. Fue obispo durante doce años, pero sintió nostalgia de su tiempo de monje y se retiró hasta su muerte al eremitorio de Vysha. Nos puede hacer bien meditar esta dura afirmación que hizo sobre el hombre: La mayor parte de los hombres son como virutas enroscadas alrededor del propio vacío.
Como es una reflexión de hondo calado a lo mejor nos resbala por la funda de nuestra honorable mente. Pero si la tomamos y la aplicamos con una pizca de valentía y sinceridad a nuestro enhiesto yo, puede que nos ayude a descubrir su verdad.     
¿No nos hemos sorprendido alguna vez mirándonos al espejo de lo que dicen de nosotros para aparecer como nos gusta que nos vean, aunque nos parezcamos muy poco a esa imagen del espejo de la fama? ¿No nos echamos a cuestas el ropón de la importancia porque nos cuesta descubrirnos sin importancia delante de los que nos miran a fondo?
Los cristianos tenemos en el misterio de la Eucaristía el antídoto contra ese raquitismo de virutas vacías. La fiesta del Corpus, a punto de celebrarse, no es una reliquia del pasado o un ejercicio devoto de fe. Es el fruto del amor de Quien vivió entre nosotros y ahora vive en nosotros para liberarnos de la corteza del propio yo y llenarnos de la grandeza de la entrega.
El mundo está enfermo de egoísmo. Se alimenta de egoísmos. Construye egoísmos. Hubo un grandioso dibujante, Giovanni Battista Piranesi, en el corazón del siglo XVIII, que tomaba el esquema de un viejo y suntuoso palacio clásico y lo convertía en un instrumento de tortura para sus imposibles habitantes.
Estamos haciendo la locura de que el ejemplo de la entrega total que realizó Jesús de Galilea nos parezca que es algo ajeno a ese instinto de encerrarnos en nosotros mismos, como la viruta de Teófanes y de asfixiarnos en nuestras propias y atormentadoras salas vacías y dominadas por el narcisismo. Está Cristo aquí, a nuestro lado, para convencernos de que vale la pena ser hombres capaces de amar y de que el engaño de querer proteger nuestra pobre existencia nos lleva a vivir abrazados a la nada.

viernes, 8 de junio de 2012

El último beso.


Desde que vino a mis manos El hombre que fue jueves, de Gilbert Chesterton, quedé atraído por él. No por Gabriel Syme, el policía-terrorista, sino por el autor. Por su frescura, su imaginación, su profundidad en algo que parecería una diversión surrealista. De modo que al seguir las marejadas del tenso océano de su vida, me emocionaron algunos rasgos de su rica personalidad. Y me refiero a un hecho, aparentemente ligero, pero que reflejó, sin duda, la ternura de su corazón de esposo y padre.  
Escribió su biógrafo Joseph Pearce que Frances Blogg, su esposa desde hacía 35 años, estuvo continuamente junto a su lecho durante la gravedad. Y en el último despertar, que duró unos segundos, al descubrirla Chesterton sentada a su lado, le dijo: «Hola, cariño». Y que luego, dándose cuenta de que Dorothy, la hija adoptiva de ambos, también estaba en el cuarto, añadió: «Hola, querida».
La actitud más constante en la cercanía de la muerte suele ser, como es natural, el egoísmo volcado sobre el propio dolor o la sensación de impotencia a pesar de querer superarla. Descubrir a alguien que acompaña porque ama y decirle con un piropo que se la quiere es un gesto de ternura, de auténtico amor que denota una práctica anterior de interés y entrega a los demás que no se improvisa.
La fe cristiana de este gran hombre estuvo jalonada por la indiferencia infantil y juvenil heredada de la familia; por la inquietud ante la falta de sentido que descubría en su vida al faltarle la fe; por la devoción a su esposa, sólida creyente anglicana en quien encontró las razones y la fuerza para creer; y por la búsqueda de la seguridad en el catolicismo en el que veía un mapa con el cual era imposible perder el camino de la vida. Pero junto a la fe descubrió la esencia del cristianismo que está en el amor y el acto supremo de la vida de un cristiano en darla por los demás. 
Por eso me emociona que la última atención, el último acto de su vida fuese la sencilla muestra de cariño a las personas que más quiso en su vida.

martes, 5 de junio de 2012

Distributismo.


Suena poco y hasta parece que suena mal. Pero fue el nombre que Gilbert Keith Chesterton, su hermano Cecil e Hilaire Belloc dieron a una propuesta de justicia social que superase el racionalismo sin corazón, el cientificismo sin horizontes, el socialismo en todas sus formas de tijeras para la libertad, el liberalismo industrial sin alma y el capitalismo sin hígado. Hundían sus raíces, tal vez un poco ingenuamente, en la doctrina que el Papa León XIII había desplegado sabiamente en su encíclica Rerum Novarum.
E idearon una asociación a la que dieron el nombre de Liga Distribucionista en la que recibieron el eficaz apoyo del irlandés padre dominico Vincent McNabb, conocido ya por los lectores de estas Buenas Noches. Quedó elegido presidente – y lo fue hasta su muerte - el mismo Gilbert que puso al rojo su semanario G.K. Weekly (El semanario de G.K.) para difundir la iniciativa. En la primera reunión de la liga Gilbert fue nombrado presidente, cargo que ejerció hasta su muerte. Y se crearon delegaciones en Bath, Birmingham, Croydon,  Londres y Worthing.
El francés Peter Maurin, fundador del movimiento del trabajador católico y aliado con la sierva de Dios Dorothy Day, batalladora periodista norteamericana, continuaron  la obra.
Maurin proclamaba que era necesario que todo hombre tuviera su casa, cristianos, católicos o no: “Quienes ya tuvieran una, tenían que tener otra “Habitación para Cristo”, el hermano sin casa. Y Chesterton escribía sobre la “limosna” o, mejor, la ayuda al necesitado, afirmando que la diferencia entre un Católico y un Altruista es que el Altruista le da dinero a las personas que se lo merecen y el Católico le da dinero a quien no se lo merece, porque sabe que en un principio él no merece tampoco el dinero que tiene (¡Ojalá!).
Un hombre, trabajador y entusiasta como Chesterton, que murió a las 62 años después de haber escrito 80 libros, cientos de poemas, más de 200 cuentos, artículos y ensayos; que sufría, como otros miembros de su familia, temporadas de depresión; que fue atacado por su conversión al catolicismo y que defendió su decisión con el fervor de un misionero, bien vale como ejemplo para nuestra vida, muchas veces encerrada en nuestros mezquinos intereses y en proceso de ahorro para capitalizar con vistas a la vida eterna.