martes, 29 de noviembre de 2011

Agmon Hula.


¿Qué pasó el invierno pasado (2010-2011) para que 30.000 grullas se quedasen en Agamón Hula en vez de irse, como todos los inviernos, a África? El Agamón Hula o Lago Hula (que los árabes llaman Buheirat El Jula y los hebreos Agam ha-Hula) está situado en una región del Norte de Israel, entre los Altos del Golam al Este y las Montañas de Neftalí al Oeste. En realidad está hundido en la parte más norteña del llamado Gran Valle del Rift de 5.000 kilómetros, que llega hasta Mozambique. En ese “rift” o depresión geológica, como un tajo entre dos continentes que siguen separándose, está también el lago de Genesaret, el río Jordán, el mar Muerto, el mar Rojo, Kenia, Yibuti, Ruanda, Burundi, Malawi… hasta Mozambique. Es interesante observar esa larga quiebra en la superficie de la tierra en alguna de las fotos desde satélites que circulan por la red. 
Fue una zona invadida por el paludismo, hasta que, a partir de 1950 y hasta 1958, se hizo un profundo trabajo de  saneamiento, desecación y en una pequeña parte de la depresión, de reinundación. Es, con sus alrededores, una formidable escala de paso para las aves migratorias que van y vienen desde Europa Este a África hasta un total – dicen - de 500 millones al año. ¿Quién las puede contar? 
¿Y por qué se quedaron? Las grullas no lo dijeron. Pero los expertos atribuyen a la creciente sequía de las grandes zonas en las que esas aves migratorias hibernan, el rechazo a ir a parar a un lugar donde el agua y la alimentación iban a ser insuficientes. Es admirable la sabiduría animal en detectar, decidir y organizar una escala “permanente” de invierno en un lugar donde habitualmente sólo encontraban descanso  y comida para unas horas.
Conocemos la avalancha de la emigración en nuestras tierras. Que nos plantea preguntas, algunas inquietantes, sobre ese fenómeno y sobre nuestra propia vida en un futuro cercano: “¿Qué va a ser de nosotros? ¿Qué les tocará ver a nuestros nietos?”. Seguramente no nos hemos dado cuenta de que gran parte de la causa de ese flujo lo hemos provocado nosotros. Hay una palabra, globalización, defendida o denostada, que llena los argumentos de muchos para defender sus propias posturas económicas, sociales y morales. Pero no movemos un dedo para implicarnos en el encauzamiento de esa realidad.
Tenemos delante de nuestros ojos algo más acuciante, más comprometedor, más cercano, más nuestro: Acompañar y educar a nuestros hijos para que no crezcan buscando el paraíso donde sestear, la meta a dos pasos para ahorrarse el esfuerzo de ir adonde deben, tratando de evitarse la fatiga de llegar a su meta, a alcanzar el tope de su posibilidad en la preparación, en el arrojo, en la independencia, en la  creatividad, en el ardor. Que no queden en borregos amansados por el propio rebaño ni hagan de grullas que se quedan a medio camino ni se conviertan en babuinos que remedan pero no crean. Podremos así apoyar nuestra cabeza con dignidad cuando, en nuestro final, nos toque dejar libre el camino.

sábado, 26 de noviembre de 2011

Quiero un mirlo blanco.

Cuentan que la pareja de mirlos de la que, desde el comienzo de los mirlos, vinieron todos los que hoy existen, eran blancos. Y que un día de álgido invierno el mirlo blanco le dijo a su amada mirla blanca: “Refúgiate dentro de esa chimenea. Yo te traeré comida”. Y se fue volando sobre las blancas nieves esperando encontrar algunos granos con que alimentar a su compañera. Triste por no haberlo logrado, después de una larga mañana de vuelos y decepciones, volvió a la chimenea. Y allí encontró, en vez de a su amada mirla blanca, un pájaro parecido, pero enteramente negro. Y se quedó aterido sin poder hacer nada, pero lleno de cuita por saberse solo en el mundo. Hasta que al cabo de unas horas de llanto y calorcito, descubrió que él también era negro. Y descubrió, además, que aquel pájaro parecido, pero negro que había visto al llegar, era su amada mirla. Pero ahora, como él, negra. Y desde entonces todos los mirlos son negros.      
¿Todos? ¿No se dice “Ese es un mirlo blanco”? Se quiere decir, al hablar así, que se está hablando de una persona fuera de lo normal, extraordinaria, excelente. Bueno, pero dejadme decir, antes de hacer la consabida reflexión, que de  verdad existen los mirlos blancos, poquitos y albinos, pero mirlos. Yo vi uno así hace unas semanas. Cortejaba a una mirla negra. ¡Cuánto le costó al mirlo blanco hacerle comprender a la mirla negra que él era mirlo, que le valía la pena hacerle caso, que podrían formar una preciosa y variopinta pareja, que…! Pero no pude quedarme más tiempo contemplando aquel cuadro idílico de atracción  y rechazo y no sé cómo acabó.
Ser mirlo blanco no es ningún privilegio, aunque sea una rareza. Es el fruto de un empeño. Es el resultado del que, sin tener conciencia de ser blanco, ha recibido un talento, o diez, y no ha querido quedarse en mediocre. Que no ha buscado tierra para esconderlo, que no se ha acurrucado en la caricia de una humeante chimenea, que no ha querido ahorrarse los vuelos del esfuerzo, los fríos de la incomprensión, el vacío de los que no comprendían (¡y le reprochaban por ello!) que él necesitaba ayudar a los demás, servir, darse.
Cada uno de nosotros está diseñado para dar el cien por cien de su capacidad. No hay tope igual para todos. ¡Ni falta que hace! Pero cada uno tiene un tope al que debe tender y llegar. Sin preocuparse de que duela subir, ni de que le digan que está haciendo el primo, sin darse cuenta de que es diferente, pero con la conciencia clara y decidida de hacer lo que hace porque debe hacerlo, de darse a los demás porque eso y sólo eso le hace persona. 

miércoles, 23 de noviembre de 2011

España vieja...

Llamar vieja a algunas personas es usar un apelativo de cariño: “¡Mi vieja!”. Porque esa voz es el resultado de muchos siglos de castellanizar un diminutivo latino lleno de ternura: ¡Vetula!, “viejecita”. Pero a otras les sienta tan mal, que hay que recurrir a circunlocuciones o a términos que no se sabe por qué parecen más respetuosos como “anciana”,  “longeva”, “abuela”, “decana”, “rica o entrada en años”,  “veterana”, “madura”, “mayor”… España va poblándose de viejos. Dentro de poco su bosque estará dominado por los que desde hace algunas décadas se llaman tercera, cuarta, quinta… edad.   
La Iglesia en España es joven. Sólo tiene dos mil años. Pero sus servidores, los administradores más íntimos de sus bienes, los sacerdotes, están siendo cada día menos y cada día más ancianos.  
L’Osservatore Romano, que es el diario vaticano, daba hace pocos meses un informe tomado de su Anuario. Los sacerdotes diocesanos en el mundo católico son 275.542 y los sacerdotes, miembros de institutos religiosos, 135.051. Hace doce años los números respectivos eran 265.012 y 130.997. Se ha dado un promedio de 3,7 por ciento de aumento. Pero…
Pero el crecimiento no se ha dado por igual. En Europa ha habido una disminución desde un 52 por ciento a 46 por ciento del número total de sacerdotes. En América hubo un leve crecimiento: de 29,7 se pasó a 29,9 por ciento. En África la variación ha sido también de crecimiento desde 6,6 al 8,9 por ciento. Y en Asia del 10,6 al 13,5 por ciento. Los fieles han aumentado en África, Asia y América Meridional, mientras que disminuyen en América del Norte y en Europa.
¡La vieja Europa y la vieja América del Norte! “Si América del Norte es joven”, dirá alguno. Sí, cuando la vejez se mide en años. Pero igual que hay jóvenes viejos con un DNI casi reciente, pero cargados de “bienestar”, ahítos de “libertad”, empapados en “consumo”, enhiestos en su egoísmo, hay naciones que producen a esos jóvenes y que, a su vez, son producidas por ellos. 
¿En qué familia se alimenta el altruismo, se fomenta la solidaridad, se alienta la entrega, se hace crecer el amor capaz de servir? En tan pocas que los frutos en esta cosecha sobre la que estamos reflexionando, aun siendo frutos sazonados, son tan escasos que hacen pensar. Tal vez la crisis que padecemos en los bienes económicos que nos hace padecer los ha engendrado precisamente la crisis de semilla selecta, de abono adecuado y oportuno, de criterios exactos, de baremos exigentes y de valores macizos en las familias.

domingo, 20 de noviembre de 2011

El Otro.

Si quisiésemos dar con el núcleo del mensaje de Jesús, llegaríamos a él recordando (¡y ojalá que viviendo!) su afirmación: No hay mayor amor que el del que da la vida por el amigo. Nos interesa “el otro” para poder ser nosotros mismos. Sin “otro” no soy nadie, más aún, no soy nada. Y no “el otro” para apoyarme en él, para sacarle lo más que me deje sacarle, para meterme con él, para pincharle, para despellejarle… Me interesa, necesito al “otro” para quererle. Si “el otro” fuesen “los otros”, “todos los otros”, ¡miel sobre hojuelas! Nos encandilan personas de las que decimos “¡Ese, esa, sí!”. No hace falta nombrar a nadie porque todos nosotros llevamos en algún pliegue del corazón (si no lo tenemos podrido) el nombre de alguna de esas personas que vivieron dándose desde que “el samaritano” nos enseñó a descubrir en “el otro” y en la necesidad de servirle la fuente de nuestra dignidad.
Llama la atención el clamor de personas como Emmanuel Lévinas (1906-1994), lituano francés, judío, que vivió y enseñó que la relación con el “otro” no es un simple “contrato” humano entre dos hombres, un hecho aislado en la historia, sino ir más allá de lo presente, de lo finito, de lo temporal. El ser humano no es nunca un ser para la muerte sino un ser para el “Otro”. En el “otro” está siempre la presencia ausente de la idea de infinito que preside mi vida y hace al “otro”, al “rostro del otro”, incapaz de ser dominado.
La voz más profunda, más auténtica, más humana de cualquiera de nosotros nos invita, más aún, nos obliga a rechazar toda violencia contra la vida. El deber del hombre hacia el “otro” es incondicional. Y eso es lo que constituye el fundamento de la humanidad del hombre. El hombre es “más que ser”. La relación moral que impone el rostro del “Otro” nos conduce, dice Lévinas, a Dios, porque su huella se puede leer en el rostro del “otro”. Lévinas (buen judío él y profundo creyente en las fronteras de la propuesta cristiana) condenaba el “consuelo de las religiones”, cuando son las prácticas rituales, las normas llamadas “religiosas” las que vertebran la vida de un creyente, porque quedan más acá de la muerte. En cambio, el servicio a los demás, la entrega de la vida para amarlos hasta el fin son nuestra escala para superar a la muerte.
¡Cuántas veces lo hemos oído de labios de la Verdad: “Venid, benditos de mi Padre… porque me disteis de comer”!

jueves, 17 de noviembre de 2011

Ser el primero.


He aquí algo raro, algo impensado e impensable, pero que parece real si creemos en las conclusiones del estudio de una universidad tan clara como la de Belmont, en los Estados  Unidos.
Esas conclusiones dicen algo como esto: las personas con apellidos que empiezan por una de las últimas letras del alfabeto reaccionan más vivamente que las que tienen apellido que comienza por las primeras letras ante una oferta de, por ejemplo, la liquidación anunciada por un almacén.
Kurt Carlson, profesor asistente en Georgetown McDonough School of Business y  Jacqueline Conard, profesora asistente en la Escuela de Graduados de Negocios de Massey en la Belmont University lo comprobaron por medio de cuatro experimentos. La conclusión es que se trata de una “estrategia de supervivencia desde las primeras experiencias de la escuela que con el tiempo se convierte en una forma natural de responder". Lo llaman "efecto últimos apellidos".
Es, dicen, “una reacción a la forma en que se ordena el mundo durante la infancia, donde por norma general los niños cuyos apellidos empiezan por Z están siempre al final de la fila, mientras los A siempre son los primeros”.
Lo mismo pasa en grupos reducidos como el de los hermanos de una familia entre los que el primero en llegar a todo es el más pequeño. Es verdad que cuenta para ello también el mimo y consentimiento que recibe de los demás, pero esta necesidad de actuar enseguida para no ser el último cuenta igualmente.
Jesús se refería a los que despreciados y servidores de los demás como los últimos de la sociedad de los que aseguraba que serían en su “reglamento de amor” particular los primeros. Pero, aunque parezca que coincidía con la aseveración de Belmont, esta es otra y preciosa dimensión.
Saber todo lo anterior puede ayudar a comprender mejor el comportamiento de algunas personas y a acompañar en su maduración a los que dependen de nosotros para su crecimiento como miembros de una comunidad familiar y social. 

lunes, 14 de noviembre de 2011

Pedalear.


Haruki Murakami nació en Kioto hace sesentaidós años. Escribe. Escribe muy bien. Y a la gente que lo lee le gustan sus novelas. Sus títulos anteriores, Crónica del pájaro que da cuerda al mundo o Tokio blues los leyeron muchos de los que viven ante una gran ventana abierta al mundo de la buena escritura. Pero su última novela, 1Q84, inundó las ramblas de la buena literatura. No le gusta la “publicidad” de su persona. Y vive y piensa así: hace deporte, nada, corre maratones, se levanta muy temprano. «Escribir es un trabajo agotador y para realizarlo es necesario estar en forma. Se necesita fortaleza física y mucha resistencia». Para escribir 1Q 84 decía que trabajó en la novela todos los días, cinco horas cada mañana con una concentración máxima: «Me levanto a las cuatro, me preparo un café, enciendo el ordenador y, a veces, escucho algo de música, por ejemplo, barroca. Pero últimamente no escucho música mientras escribo… No me interesan mucho los medios de comunicación. Estamos rodeados de toda esta información, de las diferentes opiniones. Me parece agotador y podría renunciar perfectamente a todo ello».
En 1Q84 Aomame, su protagonista, desciende por una escalera de emergencia de una autovía y llega a otro mundo.  «La Gente Pequeña de mi novela 1Q84 constituye lo contrario del Gran Hermano de Orwell: casi nadie puede verlos, viven escondidos y lo que nos hacen es oscuro y misterioso. El Gran Hermano ya no representa una amenaza para nuestra sociedad. Lo conocemos y sabemos cómo protegernos de él. Pero a la gente pequeña no la conocemos, por eso nos parecen tan siniestros. Así, también mis lectores pueden imaginárselos como quieran... Occidente siente desconfianza hacia aquellos valores, instituciones y sistemas que parecían estables. ¿Quién confía ya en los sistemas económicos? Desde principios de este siglo el caos se ha globalizado. La falta de estabilidad es un fenómeno global. Y esta incertidumbre nos une a todos. Comenzó con la caída del Muro de Berlín. Teníamos la esperanza de que eso fuese el comienzo de un mundo mejor. Pero esa esperanza se evaporó con los atentados del 11 de septiembre. El mundo, tal como lo conocíamos, había perdido el rumbo… todos los “ismos” han caducado. Vivimos un siglo post-ideológico, en el que los “ismos” han perdido su poder».
Su Gente Pequeña «está sola, a menudo perdida, busca una conexión con el mundo, con un mundo más allá de las fronteras de lo que conocen. Por eso espero que mi historia les dote de valentía».
No hace falta añadir reflexiones a la lección que Murakami nos da con su vida y con su obra. Debemos sacudirnos muchas mantas que nos hemos liado a la cabeza: ideologías, temores, cobardías, esperas estériles, rutinas mareantes, vagancias pusilánimamente defendidas. La novedad diaria de la valentía, del esfuerzo, de la defensa y el cultivo de principios y valores nos sacarán del mundo subterráneo de la mediocridad y de las sombras «buscando una conexión con el mundo, con un mundo más allá de las fronteras de lo que conocen». Ayudémosles a regar, cuando educamos a nuestros hijos, las semillas que hagan de ellos mujeres y hombres cabales.

viernes, 11 de noviembre de 2011

El Kilo.


¿Recordáis aquel lingote de platino e iridio (¡nada menos que de platino e iridio!) que se conserva celosamente en la Oficina de pesas y medidas de Sevres, París, Francia, desde 1889? Ya sabéis que, como otras muchas cosas, ya no es lo que era. Van ahora, lo pesan y comprueban que ha perdido la razón de su ser: ¡Ya no es un kilo! Ahora es un kilo menos 50 microgramos. Es verdad que un microgramo es una cosa pequeña. Pero sólo cuando se trata de pesar una barra de pan o doscientos gramos de caramelos. Porque un microgramo menos de caramelos es sólo, si nos lo pesan a la baja, una milmillonésima parte de un kilo o la millonésima de un gramo. Aunque sean 50 microgramos, que es la sisa que ha sufrido el sufrido y presumido lingote de Sevres.
¡Pero que “el kilo” ya no sea un kilo sino 999.999.999.950 microgramos es una broma! Por muy gordo que lo hagan tantos nueves, ya no es un kilo, es decir la masa de un litro de agua destilada a 4ºC y una atmósfera de presión, que era algo familiar: un poco de agua fresquita cerquita de una playa .
Y ahora quieren proponernos otra unidad (¡aquella era una herencia de la revolución  francesa!) basada en el número de Avogadro y en la constante de Planck: átomos de carbono y quanta de energía. Y eso después de que hace cincuenta años quisieron definir a su hermano, el metro–patrón, como 1.650.763,73 veces la longitud de onda de la línea espectral rojo-anaranjada (transición entre los niveles 2p10 y 5d5) del átomo de kriptón-86. ¿Habrá maestros que logren hacer aprender esa definición?  
Y nosotros, los ya maduros, ¿acabaremos sabiendo qué es un kilo?
Lo mismo me pasa a mí con el amor. Ahora que todo es objeto de mercado, de compra y venta, de toma y daca, de hipotecas e intereses, de déficit y de balances, de bolsa y rating, de manos por debajo de la mesa, de escaparates y muestrarios… ¿qué ha quedado del amor?
El Maestro del Amor, Jesús, siempre presente, Él mismo Amor, lo definió de un modo muy sencillo, pero definitivo: dar la vida. Él lo vivió así. Y es verdad que hay en nuestra luminosa historia humana de ayer y de doy, como lo habrá en la de mañana, muchas personas que lo están haciendo. Aman dando la vida. Porque el que ahorra la vida la está perdiendo. Mientras que los que la dan están alcanzando la plenitud. Es ley de amor. Es ley de vida. Hasta los zánganos de una colmena nos lo enseñan.