lunes, 21 de marzo de 2011

La tierra tiembla


Desde las 08.55.38 (hora local) del 09.03.2011 hasta las 07.06.11 del 16.03.2011 las sacudidas que se sucedieron cerca de Honshu (costa Nordeste del Japón: 40º N – 140º E) fueron 502. Así lo comunica el U.S. Geological Survey y sabemos casi todos.
El día 11 hubo 130, de las que una, la de magnitud 9.0, a la que llamamos ingenuamente “el terremoto de Japón”, despertó de la relativa tranquilidad de su sueño  a los japoneses de aquella latitud a las 05.46.23. Porque de las 502 de esos ocho días sólo 4 habían alcanzado o superado levemente la magnitud 6.0. Creyeron que era uno más de los vaivenes de todos los días.
Ellos saben que “la Tierra tiembla” no es sólo el título de una vieja y dramática película de Visconti, sino una realidad natural e igualmente dramática de esta Tierra en que posamos nuestros pies. La Tierra tiembla desde que existe. Y tiembla el Sol y tiemblan las estrellas. Y no está en nuestras manos detener ese proceso que pertenece a la naturaleza de su ser. La Tierra es así de bella porque ha vivido temblando desde hace miles de millones de años.
Pero hay sacudidas que nos interesan profundamente sobre las que sí podemos (¡y debemos!) alargar nuestras manos y, sobre todo, nuestro corazón. Son las de una tierra bendita, fruto del amor, que son los hijos, que viven y crecen movidos por las sacudidas de su naturaleza o las de su entorno. En esa tierra hemos puesto la riqueza de su herencia. Y tal vez nos hemos quedado pasmados cuando hemos visto en su historia las pequeñas sacudidas de su personalidad (la ruptura del gracioso capullo para que empiece a lucir al sol la flor; la crisis de su belleza para dejar que se forma el fruto) o las que recibe del vaivén de eso que no existe y que llamamos cobardemente sociedad para sacudirnos la responsabilidad de educar o de no haber educado. No nos damos cuenta de que estamos ausentes de la vida de nuestros hijos. Algunos de ellos afirman que nunca han hablado con su padre. Le han dicho “cosas” y han recibido muchos sermones. Pero nunca han tenido la oportunidad de sentir que su padre (y su madre) “es” para él; que la comunicación es, no sólo una necesidad, sino el placer de crecer gustando del aliento de quienes le dieron la vida por amor y deben seguir dándosela con el amor equilibrado de cada gesto en una relación mutuamente creadora. 
Y si ante una tragedia como la de Japón lo único que oyen decir es que “¡es terrible!”, “¿qué nos puede suceder a nosotros?”, “¿llegarán hasta aquí los efectos?”, “¿podrá pasar en nuestras centrales nucleares lo mismo?”, estamos sembrando dos tristes semillas: la del miedo que parece ser el único sentimiento que nos queda hoy ante todo (y que está abonando con tanto agrado la mal llamada por unos “opinión pública” y por otros “el alma del pueblo” y algunos irresponsables nucleares); y el egoísmo, que nos envuelve ya hasta la asfixia en su manta protectora, como si pudiésemos ser hombres, ser humanos, crecer y madurar encerrados en la estéril cloaca del “nosotros, nosotros mismos, sólo nosotros”.

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